29/8/08

Domingo 24 de Agosto de 2008

Susana intentó de nuevo localizar al tipo del buceo en su oficina a primera hora de la mañana, sin éxito. Al menos ya teníamos su teléfono, y le llamamos después de desayunar. Nos dio cita para tomar algo y charlar casi día y medio después. No tenía sentido seguir allí por tan poca cosa, así que decidimos marcharnos a Tulum, un pueblito en la costa conocido por las ruinas de una antigua ciudad portuaria maya construida en un acantilado sobre la playa, una de las postales más idílicas del México de los circuitos turísticos.

En un país como México, donde cualquiera va a intentar engañar al extranjero cobrándole el doble por cualquier cosa, desde el billete de autobús hasta los caramelos de la tienda, es una sana costumbre preguntar a alguien que nada tiene que ver con aquello de lo que se está buscando información, por el precio habitual de lo buscado. Es decir, aquella mañana, por ejemplo, antes de tomar el transporte a Tulum preguntamos al recepcionista de la posada cuál era el modo más económico de llegar a Tulum, y qué precio tenía. Los colectivos, esas furgonetas adaptadas para transportar viajeros en cortos recorridos, de un modo más o menos anárquico, que abundan en Hispanoamérica, costaban 20 pesos; y el autobús regular 45. Evidentemente fuimos directos al colectivo; el tipo que lo conducía en seguida nos ofreció acomodo para Tulum. Pero el precio no era el legal, sino 35 pesos. Hasta aquí bien, siempre tratan de aprovecharse del que lleva una mochila; pero en otros países, con contestarle que todo el mundo sabe que son 20 pesos, hubiera bastado para que con una sonrisa nos dejase pasar por ese precio. Aquel tipo de bigote bien recortado y grasiento, que lucía al cuello una gruesa cadena de oro a juego con su reloj, también de oro, y un sombrero de vaquero al más puro estilo western bajo el que cobijaba unas impecables gafas de sol de marca, sin más perdió los modales para decir que en nuestro país ganábamos mucho más que en México, y que por tanto teníamos que pagar más. Con desaires nos dijo que si no nos gustaba así, podíamos ir a pie. Ya no era por pagar 15 pesos más, que no llega a ser un euro; sino porque me repugna ser tratado como un gringo estúpido. Sin decir más tomamos la calle que llevaba a la terminal de autobuses, y tomamos el de 45 pesos, más caro, pero regulado. Era cuestión de honor. En unos pocos días me estaban empezando a caer mal estos mexicanos.

Una hora de autobús más tarde nos bajamos en la calle principal de Tulum, la carretera general, que lo cruzaba por el medio. Aquél era el típico pueblo sin sombra azotado por un sol polvoriento, de construcciones sencillas de hormigón de poca altura, que lo mismo servían como viviendas que como tiendas de alimentos, farmacias abiertas a la calle, o taquerías donde entre fuerte olor de asado y parrillas humeantes, el sudor hervía en los rostros curtidos por el sol. El pueblo distaba unos kilómetros de la playa y las ruinas, pero era el centro de alojamiento de los viajeros de bajo presupuesto, aunque no por ello dejaba de inflar los precios hasta lo absurdo, sobre todo teniendo en cuenta que el salario medio mexicano no pasaba de los 200 euros mensuales.

Tras la usual búsqueda calle por calle, acabamos decidiéndonos por una pensioncita apartada de la ruidosa carretera, que alquilaba unas bonitas cabañas de madera construidas alrededor de un patio techado con una estructura de madera más grande, abierta al viento y salteada de hamacas y tumbonas. La atendían dos indígenas chiquitas y encantadoras, algo ya entradas en años, que creaban un ambiente familiar y relajado con los pocos viajeros que allí nos encontrábamos.

Después de comer tomamos otro colectivo para ir, a poca distancia del pueblo, al cruce del que salía el camino a las ruinas de Tulum y a la playa adyacente. La mafia local, formada entre otros por los taxistas, monopolizaba el transporte de turistas en este tramo, por lo que ningún colectivo o autobús hacía el recorrido a partir del cruce. La opción era pagar un buen montón de pesos a un taxista, o caminar un par de kilómetros por un bosque cocido por el sol. No estábamos por derrochar, así que disfrutamos del paseo entre iguanas, lagartos y aves de plumaje azul. Las ruinas aparecían majestuosas y evocadoras justo antes de la playa; pero habíamos decidido emplear la tarde en el mar y dejar a los mayas para la mañana siguiente. Seguimos caminando otro par de kilómetros rodeando la vieja muralla maya, tras la cual se podía acceder a una idílica playa de cocoteros moldeados por el viento del Caribe, ancha, blanquísima y muy extensa, tras la que se abría un mar inventado por algún poeta.
Se nos murió el día disfrutando del espectáculo, con las ruinas de Tulum al borde del acantilado que se veía hacia el norte; paseando por la orilla del mar, bañándonos en sus aguas transparentes. Respirando un viento húmedo que llegaba del océano.


Pensando que tras la puesta del sol los mosquitos podían adueñarse del bosque, antes de que esto sucediese volvimos a atravesar las pequeñas dunas deslumbrantes tras los cocoteros, y la explanada de cabañas circulares pintadas de colores suaves y sombreadas por sus tejados de guano bajo las palmeras.

Era de noche cuando regresamos al pueblo, y después de una buena ducha salimos a buscar donde cenar por las callejas que se escondían tras la principal, evidentemente turística y sobrepreciada. No tuvimos que caminar demasiado para encontrar una taquería, con un ambiente autóctono inconfundible. Susana era la única mujer entre varios hombres que bebían en silencio en las mesas, mientras observaban sin demasiado entusiasmo, en un ambiente indiferente y parado en el tiempo, los videos musicales de corridos y rancheras de la televisión. Nos habían mirado todos con un gesto de sorprendida curiosidad al entrar, pero tal vez juzgando que no había mucho interés en nuestra presencia, parecieron ignorarnos durante el resto de la cena.


Conocimos en otro local a una pareja de mexicanos que pasaban una semana de vacaciones haciendo un recorrido por Yucatán. Las mesas estaban llenas, y el mesero nos preguntó si teníamos problema en compartir la nuestra con ellos, así que de pronto una animada conversación estaba servida para empezar a conocer a las gentes de México. Para completar el día, al regreso a la pensión conocimos a un grupo de varios italianos con un español bastante reconocible, y con los que en seguida congeniamos. Un detalle bonito de los viajes es el estado de apertura mental con que se sale al mundo, y que permite en poco tiempo darse a la charla, en situaciones distendidas y agradables, con personas variopintas cuyos puntos de vista enriquecen los propios. Uno de ellos, Giulianno, era un viajero de fondo que, como yo, cada pocos años dejaba el trabajo para, con lo ahorrado, vivir aventuras allende los mares. Estuvimos de acuerdo en considerar a nuestros respectivos países como los menos aventurados del mundo occidental; existe tal cultura de la estabilidad laboral (que por el contrario en la práctica desapareció hace mucho), que lleva a que el entorno social vea como una locura intolerable el sacrificar un prometedor trabajo (ja, ja) por conocer mundo. Esto, que es frecuente en los países anglosajones y escandinavos, en España e Italia se vuelve extraño e inusual. Y pensar que existe un mundo de sorpresas más allá de la Puerta de Alcalá…

Sábado 23 de Agosto de 2008

La impresión de los primeros días nos estaba asustando en lo crematístico, por llamarlo de alguna manera que no suene a lo que es: que sólo podemos viajar si es a un coste ridículo, y México estaba superando todas las espectativas. No sabíamos si la causa era la proximidad de Cancún, el hecho de que todo este litoral fuese el destino de vacaciones preferido por la clase media mexicana; o si bien todo el país resultaría así de caro. Estábamos pagando precios casi españoles por el alojamiento, la comida y el transporte. Con un proyecto de viaje económico, como no podía ser de otro modo en nuestro caso, esto nos conducía a tener que reducir al mínimo los caprichos, y optar siempre por lo más cutre para dormir o para comer. Nuestro siguiente destino era Playa del Carmen, destino del turismo local y extranjero más refinado que el de Cancún; y antes de subir al autobús por la mañana yo estaba ya nervioso pensando que a este ritmo de gasto no llegábamos al final del viaje sin tener que pedir en alguna esquina. Sin duda, este era el lugar más caro por el que yo había pasado en mis viajes.

Tras una hora de autobús hacia el sur, llegamos a Playa del Carmen. En contraste con el casi desierto y tranquilo Puerto Morelos, nuestra siguiente parada aparecía repleta de turistas europeos y norteamericanos, que paseaban por sus calles comerciales abarrotadas de artesanías, joyerías, telas típicas y ropa, centros de buceo, restaurantes finos y hoteles de autor. El ambiente era barroco, y daba la espalda a la luminosa y espectacular playa que aparecía de vez en cuando al final de sendos accesos enarenados. Bajando hasta el mar se veía en el horizonte, tras unos kilómetros de mil matices turquesa, una plana silueta, la isla de Cozumel, con sus moles de apartamentos estropeando el paisaje de cirros blancos y algodonosos que formaban torres deslumbrantes en el cielo.

No era aquél uno de los lugares donde queríamos emplear nuestro tiempo de viaje. Como paraíso del turismo organizado, ni el ambiente ni el tipo de turistas que podíamos encontrar nos ofrecía interés alguno. Sin embargo, a Susana le habían dado un contacto de utilidad en esta ciudad, un tipo español que tenía aquí un negocio de actividades submarinas; parecía una buena idea tratar de conseguir un buen precio por un bautismo de buceo, por ejemplo, en el arrecife de coral que distaba pocos cientos de metros de la playa. Con las mochilas a cuestas caminamos durante un buen rato por toda la extensión de la ciudad, que poco a poco se iba alejando del turismo para adoptar un aspecto más desolado y autóctono, con solares escombrados y casas bajas de techos de lata junto a comercios impersonales de los que salían bocanadas del aire acondicionado cuando alguien abría la puerta. Tanto caminar para nada, ya que al llegar al negocio del tipo que buscábamos no había nadie. De hecho, más que un próspero establecimiento para turistas, parecia un destartalado almacén con algunos vidrios de la puerta rotos, en perfecta armonía con el barrio. No había peligro, pero me empezaba a mosquear el que Susana atrajera la atención más de la cuenta; y eso que vestía ropas anchas disimulando al máximo su silueta. Así que era cuestión de volver hacia el centro y al menos dejar las mochilas a buen recaudo. Tal vez el cine y el turismo globalizado han hecho mucho daño presentando en todo el mundo el modelo de mujer europea y blanca como la belleza por antonomasia. Para los mexicanos de calle, más bien chaparritos, de cuello corto y tez oscura, cualquier mujer europea desplazaba de su atención a las mexicanas. Y no precisamente en una manera agradable.

Cuando regresamos cerca del centro se había pasado el mediodía, y no nos apetecía seguir de peregrinación. Encontramos una de esas típicas posadas de viajeros, cutre y colorista, con escaleras empinadas de madera, terrazas acolchadas y sucias con techados de guano, y catacumbas con mesas y paredes forradas de fotografías de tantos como por allí habían pasado. La habitación daba a la terraza del primer piso, y a unas duchas compartidas con un aspecto tirando a desolador. La cama era tan sólo un jergón en el suelo, y la higiene misión imposible. Pero la otra opción era un hotel de demasiados euros como para poder tirar durante dos meses, así que hicimos de tripas corazón, y nos acomodamos como pudimos. El sol nos había horneado, y los rodales de salitre del contínuo sudor del día se asomaban por la camiseta. Lavar la ropa y ponérsela empapada garantizaba un cierto alivio al calor durante al menos diez o quince minutos, el tiempo que tardaba en secarse sobre la piel, brevemente, antes de recalentarse y volverse a empapar en sudor.


Después de un almuercito seguimos un instinto más allá del pensamiento, y sin saber cómo ni cuándo, aparecimos ya dentro del caldo caribeño, azotados por unas olas agitadas por una preciosa tormenta que crecía sobre la isla de Cozumel, y que desafortunadamente nunca llegó hasta Playa del Carmen.

Después de todo, el pueblo, por más artificial y turístico que fuese, estaba construído con buen gusto, y ofrecía un paseo agradable entre las tienditas, demasiado caras para comprar, pero suficientemente bonitas como para curiosear. El atardecer llegó cuando, sentados junto al mar sobre un espolón al final de la línea de costa de Playa del Carmen, disfrutábamos de las cambiantes tonalidades del mar. Un par de recién casados, vestidos según la tradición occidental más peliculera, posaban con dificultad ante el fotógrafo sobre la arena de la playa, mientras entre todos no daban abasto para sostener la cola del vestido de novia que entre la arena y el viento daba más guerra de la necesaria.

El calor seguía rindiéndonos; todavía inadaptados, teníamos el cuerpo hinchado, los pies doloridos, la ropa siempre mojada y el ánimo casi vencido. Aunque la pensión hubiera sido un lugar estupendo para conocer viajeros e intercambiar impresiones, nos conformamos con tumbarnos a dormir cuando la vida nocturna no había ni empezado.

Viernes 22 de Agosto de 2008




Yo había aprovechado cada momento del interminable trayecto desde España para dormir, por lo que más o menos ya estaba adaptado a la diferencia horaria cuando me desperté con el amanecer. Sin embargo Susana, alterada como estaba por el inicio de la pequeña aventura en México, llevaba sin dormir casi dos dias cuando se fue a la cama; y no tuvo pereza en levantarse con las primeras luces para empezar a empaparse de Yucatán. No me podía creer que no estuviese deshecha y deseando dormir hasta las doce. Aún no habíamos desayunado cuando, paseando por la placita del pueblo comenzó observando, y acabó uniéndose, a tres mexicanos de aspecto bohemio y maduro que, vestidos de un blanco impecable, hacían tai-chi para dar la bienvenida al nuevo día. Ellos nos contaron dónde podíamos bucear por nuestra cuenta, y en seguida volvimos a por las gafas para hacerlo.

La playa comenzaba al final de una callecita peatonal enarenada por el viento que llevaba a un pequeño faro que había quedado abandonado tras haber casi sucumbido a la furia del huracán Wilma. En la actualidad, inclinado cual torre de Pisa sobre su base mal enclavada en la misma arena, representaba tan sólo un mudo testigo de la devastación que sufrió todo el litoral de Yucatán. Alguien había colocado unos azulejos con la imagen de una virgen en uno de sus muros; no supe si para pedirle protección, o para pedirle cuentas por haberse dormido en su momento.

Las playas del Caribe se convierten en un horno no más tarde de las 9 de la mañana, y la luz de un sol siempre cerca del cénit ciega los ojos al reflejarse sobre la arena blanquísima formada por la abrasión de conchas y corales. No habían arruinado demasiado la playa al urbanizar aquella costa con pocas alturas y detalles de buen gusto, pero sin una mala sombra en que cobijarse pasamos casi toda la mañana dentro del agua, que lejos de refrescar daba la sensación de caldear más la piel, pero seguía siendo la mejor opción. Juraría que yo sudaba bajo el agua. Susana vio sus primeros peces tropicales entre las rocas que rodeaban el Ojo de Agua, teóricamente un manantial submarino a pocos metros mar adentro. No pudimos encontrar el supuesto manantial, pero sí una rica vida submarina, colorida y cadenciosa. Al final de un largo paseo por la arena llegamos a otro embarcadero de madera que penetraba en el verde turquesa del mar, y con las gafas de snorkel hicimos una segunda visita al inframundo. La habitual variedad de peces se veía eclipsada por un gigantesco banco de, seguramente, varios cientos de miles de pececillos de la misma especie que nadaban al unísono en una extraña nube viva a la sombra de la estructura de madera.

No podíamos marcharnos sin hacer una visita al legendario Cancún, así que después de comer otra buena ración de tacos bien grasientos, tomamos un autobús al cruce, y de allí otro hasta la ciudad. La geografía de la costa yucateca es tan absolutamente plana como que se trata del lecho emergido de un mar somero que retrocedió hace un par de millones de años; así que el recorrido ofreció poco atractivo a parte del bosquecillo de escasa altura, y en esta época del año reseco, que cubría la estéril y blanquecina caliza.

Cancún era un despropósito de cemento, de esos que adoramos los occidentales y sus simpatizantes. Sin a penas sombra, el sol caía como una losa sobre la espalda. Recordaba el urbanismo norteamericano que todos conocemos por las películas; un insufrible estrato de hormigón y asfalto pensado para los coches y no para las personas, donde cualquier lugar está demasiado lejos para caminar. Donde cruzar una calle es un ejercicio arriesgado que puede llevar tiempo y causar buenos sudores. Los centros comerciales, tiendas de lujo y franquicias de ropa ocupaban este insólito recorte de tierra arrancada al bosque caribeño. Nativos americanos, mayas de corta estatura vestidos con sus ropas tradicionales, deambulaban por el laberinto, tratando de vender sus productos de artesanía a los turistas que los miraban como a algo exótico pero fuera de lugar. Perdidos en su propia tierra, extranjeros en su casa ancestral. Antes del atardecer volvíamos de camino a Puerto Morelos, a disfrutar por unas horas de un rincón más humano que aún conservaba un toque de sabor mexicano. En nuestra posada ya habíamos congeniado con varios huéspedes oriundos, que nos hicieron sentir como en casa, y nos recomendaron lugares para visitar y playas que no nos debíamos perder.

Jueves, 21 de Agosto de 2008

No quedaba ya mucho para la hora de embarque, y el vuelo no tenía retraso. Nadie nos había avisado, ni en persona ni por megafonía para recoger la documentación y las tarjetas de embarque. Así que fuimos a preguntar al personal del aeropuerto. Nos aguardaba una sorpresa desagradable. El funcionario de turno nos dijo que no sabía dónde estaban los pasaportes ni las tarjetas, y que el vuelo ya estaba completo. Tras mucho esperar y desesperar viendo cómo nuestro avión partía sin nosotros, un funcionario más en la cuenta apareció con nuestros pasaportes y cara de cordero apesadumbrado para contarnos que habían tenido un problema y que por sobreventa, no teníamos más remedio que esperar al vuelo de las 4 de la tarde. La sospecha inicial venía a ser que, por un lado habíamos sido víctimas del famoso overbooking, y que por otro lado la inoperancia de la manada de funcionarios nos había dejado en tierra en lugar de otros pasajeros, por no haber generado las tarjetas en su momento, unas cuantas horas más pronto. Pedimos hablar con alguien de la compañía aérea; su respuesta fue que sin visado no podíamos salir de la terminal de tránsito, por lo que ellos hablarían por nosotros. En seguida volvío el de la cara de cordero famélico para pedirnos que no diésemos cuenta de su parte de responsabilidad en el asunto, y entregarnos las tarjetas de embarque para las 4 de la tarde, y 20 dólares para poder comer durante el día en el aeropuerto. Como uno está acostumbrado a confiar en la autoridad, pensamos que, aunque era una faena tener que esperar otras 8 horas, y más el llegar a México al anochecer en lugar de bien temprano, tal vez un descuido lo puede tener cualquiera, y no valía la pena hacer un mundo de aquello y denunciarlos a sus superiores para exponerlos a vaya a saber qué amonestación. Así que nos conformamos a regañadientes, y pensamos que, ya que en aquella terminal no podíamos salir a hacer una reclamación, la presentaríamos al llegar a Cancún.


La espera se terminó por hacer eterna; pero cuando por fin elevamos el vuelo sobre la verde alfombra cubana y nos adentramos en un paisaje de nubes gigantes, cayos y matices de esmeralda tras las líneas de la costa, todo se olvidó para dejar paso a una renovada ilusión por el nuevo país que se abría ante nuestros ojos. Por fin México, le había costado…


Ya en el aeropuerto de Cancún nos dirigimos a la oficina de la compañía aérea para plantear nuestra reclamación por overbooking. Cuando el encargado nos dijo que no había ninguna notificación de sobreventa y que no teníamos nada que reclamar, comprendimos lo que había sucedido. Los funcionarios del aeropuerto de la Habana habían tirado nuestros pasaportes a una canasta aquella noche; así por la mañana, sin haber generado nuestro embarque, dispusieron de dos plazas libres en nuestro avión, seguramente para vender al estilo del mercado negro a cualquier mangante que pagase bien por ellas. Habíamos estado casi 24 horas abandonados en un aeropuerto por la falta de vergüenza de la gentucilla del aeropuerto. Todo un retrato de lo que hacía que este país entrañable que sueña con mundos nuevos se quede enfangado y desencantado.

Comenzaba el viaje en sí. Con una llegada tan accidentada se me habían olvidado los nervios que siempre me produce el desembarco en un país como éste, tan lleno de relatos de violencia descarnada, de barbarie cotidiana. Cancún era una ciudad monstruosa, turística y sin ningún encanto, por lo que tomamos un autobús directamente del aeropuerto a Puerto Morelos, un pueblito en la costa que la guía señalaba como uno de los últimos rincones con encanto de todo el litoral. El autobús nos dejó en un cruce de carreteras a unos kilómetros del pueblo. Ya era casi de noche, y sin conocer el país estábamos algo asustados por acaso descubrir demasiado pronto qué había de verdad en los testimonios de malandros y vampiros que yo había vivido en otros países del entorno. Alguien nos indicó dónde tomar el transporte a Puerto Morelos, y en un minuto estábamos a bordo de un autobús sucio y ruidoso que nos llevaba hacia el mar. Los minutos en el cruce me habían servido para tomar unas primeras impresiones. No había notado miradas especialmente punzantes, o grupos de hombres más atentos de lo necesario. Me sentía aliviado, el lugar parecía relativamente seguro. Susana me había oído tantas historias sobre los rincones infernales de hispanoamérica, que sufrió seguramente aquellos minutos por la pequeña paranoia que yo le había producido tratando de avisarla sobre los peligros de un viaje como éste, y que al menos aquella noche se revelaba infundada. En seguida estábamos en un precioso pueblito pegado a la playa, con bares y hotelitos de colores y tejados de guano tratando de conservar un estilo autóctono, en los que algunos viajeros europeos cenaban despreocupados. Un vistazo al mar, y un par de preguntas aquí y allá, y en cuestión de minutos teníamos habitación en la posada más barata del pueblo, un lugar con encanto alrededor de un patio arbolado.

La ducha se llevó por el desagüe los últimos lazos con España, y la cena a base de tacos y quesadillas en un rincón a un paso del mar, nos depositó poco a poco en el suelo Mexicano. Con todos los sustos del comienzo pasados y las mochilas a buen recaudo, la mente podía por fin sosegarse en la espesa atmósfera de la noche tropical, entre rostros sudorosos de facciones antiguas y poderosas. Susana disfrutaba con una ilusión deliciosamente infantil de sus primeras horas en aquel suelo con el que había soñado desde adolescente. Con la brisa fresca del mar fluían más despacio los pensamientos, en un familiar silencio de oscuridad sólo endulzado por el acento cantarín de los nativos que charlaban sentados sobre el embarcadero de madera que penetraba en el oscuro Caribe sin luna.

Miércoles 20 de Agosto de 2008

Cuando el tembloroso pedazo de metal enfiló la pista y aceleró, un silencio sepulcral se adueñó de todos nosotros. Como habitualmente, los motores agudizaban paulatinamente su sonido de cuchilla giratoria. Como habitualmente, el relieve del pavimento, el viento y la mano humana del piloto hacian que el avión basculase y se escorase ligeramente a un lado y a otro. Avanzábamos por una pista que se nos hacía seguramente a todos demasiado corta, ¿quién tendría la idea de construir pistas tan limitadas seguidas de árboles y rocas? Creo que todos los ocupantes de la endeble estructura que nos protegía del abismo contuvimos la respiración durante unos segundos eternos. Por fin, y de algún modo evidenciando que no había vuelta atrás, el aparato se elevó tímidamente del suelo, vibrando y amenazando con partirse. Como es habitual.

Pero esta vez no lo sentíamos como de costumbre. Un miedo irracional anudaba las gargantas y resecaba las bocas. Un vértigo atávico nos paralizaba al rondar tan cerca la negra Dama. Aquél no era como los demás despegues.

Por la mañana habíamos llegado con mucho tiempo a la terminal 2 de Barajas. Nuestro vuelo salía a las tres de la tarde, y el embarque estaba marcado pasadas las dos. Sin que nadie supiera por qué, éste se iba retrasando más y más; quien más y quien menos se hacia sus cruces: otro retraso, tal vez un transbordo por perder, tal vez tener que comer demasiado tarde el catering del avión. Paseábamos por las tiendas de la sala de embarque cuando vimos un grupo de gente dentro de una de ellas que escuchaba paralizada una radio que daba un boletín de última hora. Ahí estaba la razón, un vuelo que se dirigía a Canarias se había estrellado nada más despegar. Hablaban de siete víctimas mortales, una cifra que a lo largo de las tres horas de espera hasta que por fin se reabrieron las pistas del aeropuerto se incrementaría hasta los 145. Con una tragedia semejante tan solo unos cientos de metros más allá, en la terminal 4, un ambiente de encogimiento y lenta pesadumbre se fue adueñando de todos los pasajeros que esperábamos nuestro vuelo. Seguramente pocas veces fue tan duro el paso de embarcar, ni tan fríio el sudor que empañó mi frente. Sin quererlo, mi mente se llenaba de imágenes de gente dentro de un avión, viendo, entre ruido y gritos estériles, cómo un día de encuentro se convertía en el final de sus días, envuelto en llamas y dolor.

Con un comienzo como éste, los nervios y la incertidumbre vibrante y agradable que precede a cada viaje, se habían cambiado por un estado casi febril que no dejaba pensar con calma. Ya tendríamos todo el tiempo del mundo para hacerlo en el aeropuerto de la Habana, donde esperando el transbordo a Cancún teníamos que pasar unas 9 horas. Por algo el billete nos había salido relativamente económico en plena temporada alta. Con más de dos meses por delante para viajar, no parecía mucha la pérdida por tanta espera, así que veníamos con la idea hecha de pasar la noche dormitando en los bancos del aeropuerto.

Yo creo que no las tuve todas conmigo hasta que el avión tocó tierra y se detuvo suavemente frente a la pasarela. Hasta ese momento no se esfumaron los irracionales miedos generados por el accidente. Pero allí estábamos, por fin en el trópico, con un aire húmedo y caluroso que a mí siempre me resulta evocador, para desempañar un pensamiento adormecido por los sucesos de la mañana.

Ya era de noche, y el pequeño aeropuerto habanero, decorado con banderas de todo el mundo recordaba más un palacio de deportes que un terminal de pasajeros. Con muchas horas de espera por delante, la prisa era poca, y con toda calma disfrutamos del hecho de pisar tierra cubana, aunque fuese tan sólo la del edificio del terminal. Mi recuerdo de aquel país era el de un lugar extraordinario de gentes refinadas y humanas. Más de una década me separaba ya de un viaje en bicicleta por su geografía alargada, dulce, verde y aromática, bajo su relajada atmósfera de café caliente a la sombra de las palmas y de música de otro tiempo; de guajiros de corazón noble, lengua vivaraz y humor chispeante. Una visión del país que aquella noche se enturbiaría, al menos temporalmente, en mi caldero de las pinceladas.

A diferencia de otros aeropuertos, en éste no se veían por ningún lugar indicaciones sobre mostradores de tránsito. No teníamos tarjetas de embarque, y sólo quedaba preguntar al personal del aeropuerto. Nos dirigimos a unas empleadas uniformadas que parecían trabajar atendiendo a los pasajeros para saber qué teníamos que hacer. Y nos contestaron al estilo cubano: el de este pueblo que ha sabido conservar en medio de esta vorágine de mundo del siglo XXI, donde el tiempo se paga y se cobra, el a veces ineficiente pero encantador gusto por la calma, la conversación tranquila, y el desprecio de la prisa y los malos modos. Un mundo ya perdido y entrañable que, por desgracia, ningún europeo sabrá juzgar como otra cosa que falta de eficiencia y desesperante lentitud. Nos indicaron que esperásemos; avisaron a una funcionaria con un uniforme más serio, y ésta debió de avisar a algún otro, y así sucesivamente hablamos con una docena de personajes con opiniones discordantes y una galvana que hubiera hecho perecer al mismísimo Job. Al cabo de un buen rato apareció alguien con otro uniforme más que nos pidió los pasaportes y las reservas del vuelo a Cancún, y nos indicó que sobre las cinco de la mañana nos avisarían por megafonía para recoger las tarjetas de embarque y los pasaportes, y tomar con tiempo el vuelo de las 7. Claro, los europeitos de pro estamos acostumbrados a confiar en la autoridad, y qué podía haber de extraño en todo aquello. Quién sabe, si así lo dice el policía será que es así como se hace en este aeropuerto. Un café para templar el estómago, y a tratar de dormir las muchas horas que quedaban hasta el vuelo.