24/9/08

Miércoles 17 de septiembre de 2008







Me levanté como me acosté, febril y dolorido. Con abrigarme y cuidarme a base de sopita caliente y aspirina no me podía durar mucho tiempo, seguramente sólo un día. Pero no estaba para muchos trotes aquella mañana. Aunque habíamos previsto alguna visita por los alrededores de Oaxaca, la cambiamos por un día lento y relajado, paseando por las calles de la ciudad. Entramos en alguna iglesia más de las numerosas barrocas que poblaban las cuadras de Oaxaca; el mercado, tienditas de artesanía local, y rincones para el recuerdo, aunque algo agrisados por la meteorología.






Pasando por las calles del sur nos encontramos con las vías desmanteladas del tren. México había dispuesto años atrás de una amplia red ferroviaria que cubría su extenso territorio; pero en los años 80 fue íntegramente privatizada en pos de la fiebre neoliberal que desembarcó en los países hispanoamericanos con más fuerza que en los propios EEUU. En pocos años fueron cerradas una línea tras otra, hasta que en la actualidad no quedaban ya más que algunos trayectos sueltos destinados a recorridos turísticos. También en España llevábamos más de una década de desmantelamiento de lo público: en sanidad, en educación, en transporte, etcétera, los antiguos sistemas públicos de calidad y al alcance de todas las clases sociales estaban siendo sustituidos por el fomento de lo privado. Con mucho ojo se habían encargado de arruinar la calidad de la enseñanza y la sanidad públicas, de modo que llegábamos a nuestros días con un mundo privado y de buena calidad para los ricos, y otro público y misérrimo para los pobres. Volviendo al tren, se habían construido en España líneas de alta velocidad al alcance sólo de las clases pudientes, y a cambio se habían abandonado y anquilosado las líneas regulares entre provincias. Nos habían convencido de la bondad de todo esto contándonos el cuento de que la mayoría ya éramos clase media, y picamos el anzuelo. Pero la supuesta clase media sólo vive bien gracias a las deudas con el banco, y llegando al final del 2008 tocaría darse de bruces con la realidad, tras un par de décadas de aparente bienestar. Quien debe 50 millones de hipoteca a un banco no es clase media, es clase baja y esclava. Y no puede tomar el AVE para ir a trabajar cada día.

La clase media fue un invento de Occidente para contraponer una cuña a las clases sociales históricamente descontentas, y tal vez tentadas por los ejemplos revolucionarios de la Unión Soviética, que durante gran parte del siglo XX supusieron una alternativa real al sistema capitalista, al menos en el sentir colectivo de millones de personas. Para evitar que los pueblos de occidente siguieran el ejemplo soviético, suavizaron las condiciones económicas y sociales de una parte importante de la población, lo que se llamó en adelante la clase media. Pero caído el bloque soviético y desaparecida la ideología que lo movió, sin riesgo ya de revoluciones similares, Occidente ha pasado las dos últimas décadas desmantelando el supuesto estado de bienestar; y con ello, la clase media está condenada a desaparecer. Al final del camino inmediato sólo queda una sociedad dividida en los muy ricos que hacen y deshacen a sus anchas, y los demás, la mayoría, que sobrevive como puede; a tiros si es necesario, como por estas latitudes que recorríamos. En países como México, dos sociedades opuestas que no se ven ni se tocan entre sí comparten una región del Mundo. Y hacia ese modelo de sociedad nos estamos dejando llevar con dulzura en nuestros países supuestamente desarrollados.

El tipo que vigilaba la posada después del atardecer era grande y fornido, y de lejos se veía que se había curtido en las calles. Nos recomendaba no alejarnos más que un par de cuadras del centro ya entrada la noche, pues la calle quedaba a merced de lo que él llamaba “puro malandrito”, chavales con poco que perder y que asustaban incluso a un tipo como él. Nuestro amigo reconocía que no salía a partir de cierta hora. Las vías del tren, pensaba yo, las vías del tren…










Martes 16 de septiembre de 2008

Para visitar las ruinas zapotecas de Monte Albán podríamos haber tomado uno de los autobuses turísticos que salían de uno de los hoteles del centro y llevaban hasta la misma puerta de las ruinas. Pero a mí me apetecía un paseo algo más aventurado, así que convencí a Susana para tomar el autobús urbano que llevaba a la colonia de Monte Albán, y caminar a partir de allí los 5 kilómetros carretera arriba hasta el lugar. Con la inocente palabra “colonia” se denominaba en México a los barrios pobres periféricos, lo que en Venezuela son los temibles “cerros”, o en Brasil las “favelas”. A lo largo de muchos viajes he cruzado muchos de estos barrios extremos por mi cuenta, siempre bien informado de por dónde podía y por dónde no. Varias personas a quienes preguntamos nos habían dicho que por el día era relativamente seguro caminar por la carretera de las ruinas, por lo transitadas que eran; así que sabiendo un poco lo que hacíamos, nos fuimos a buscar la esquina por la que pasaba el autobús, y en un momento estábamos en marcha. Durante unos kilómetros se alejó del centro histórico de la ciudad, y después comenzó el ascenso del cerro marginal, serpenteando entre las cotas a las que se encaramaban precarias casitas de bloques de hormigón y chapa. Tras las últimas casas del barrio se terminó el trayecto de autobús, y a partir de entonces tocaba caminar. Lo peor que podía pasar era que nos robasen los pocos pesos que llevásemos, y la cámara; pero la posibilidad era remota con un poco de sentido común, y haciéndose a la idea de que en el caso extremo nunca hay que ofrecer resistencia, el peor caso era perder la cámara y darle las gracias al malandro. Así, caminando entre arbolillos y algún colibrí, fuimos ganando altura y comprobando que las mejores vistas de la ciudad de Oaxaca eran las que disfrutaban los pobladores de la colonia. A los lados de la carretera aparecía algún viejo muro zapoteca; como de costumbre sólo se había excavado un mínimo porcentaje, y estaba todo por descubrir.







En lo alto de la montaña aparecía la entrada a las ruinas. Hace dos mil años, los diferentes pueblos zapotecas que poblaban los valles próximos erigieron el complejo de Monte Albán como centro ceremonial y político, como sello de la alianza de varios pueblos que convivieron en paz. Desde arriba se dominaba el amplísimo horizonte de valles y montañas habitado por esos pueblos. En una gran explanada artificial ganada a la cumbre del monte, se situaba un circuito ceremonial alrededor del cual se elevaban diferentes edificios con función política y astronómica; seguramente cada uno de ellos representó a un pueblo de la alianza, recordando a una versión antigua de los caracoles zapatistas. No había templos: seguramente para evitar conflictos entre pueblos que practicaban cultos religiosos diferentes. Pero con el tiempo, y tal vez durante otra de esas ocasiones en que la tierra mesoamericana no pudo seguir manteniendo a las poblaciones humanas, Monte Albán se convirtió en centro de un reino que sometió por la violencia a otros pueblos; de aquella época habían quedado representaciones de cautivos, de mutilaciones y sacrificios rituales.












Después de recrearnos con las pirámides escalonadas y con las vistas envidiables de las que disfrutaron las élites de estos pueblos, volvimos a caminar los 5 kilómetros hasta el punto desde el que se podía tomar el autobús de regreso. Un poco antes de llegar, en una pequeña chabola que servía refrescos, paramos a tomar algo y a charlar con los guías locales de las ruinas, que acabada la jornada se tomaban unas cervezas juntos. Cual extraterrestre en una plaza de toros, allí había una mujer alemana de unos 60 años, que tras 25 años viviendo en México todavía conservaba un tartamudo acento alemán. Quería volver algún día a su país, pero no parecía dispuesta a hacerlo pronto: no soportaba la vida ordenada y cuadriculada de su país, donde cada paso estaba medido. Otro de los guías, Roberto, también cincuentón, había viajado por España invitado por una novia española que había conocido en las ruinas. Tanto le había gustado, y tan bien lo habían tratado, que invitándonos a un mezcal con sabor a gasolina, se preguntaba cómo su padre nunca le había hablado de España; cómo siendo tan parecidos, como teniéndolo todo en común, les habían enseñado a vivir de espaldas a nosotros, a olvidarse de dónde venían sus apellidos y su sangre. Con la torta del mezcal bajamos lo que nos quedaba de cuesta y tomamos el autobús de regreso al centro.

Seguramente la noche de frío en el autobús de Tuxla a Oaxaca me había hecho enfermar, y un estado de fiebre y flojera que me había empezado a hacer estragos durante la visita a las ruinas, acabó enviándome a la cama antes de tiempo. Pasé otra noche de perros, entre fiebres, sudores y pesadillas.
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Lunes 15 de septiembre de 2008

La música que escuchaba el conductor; una alarma insistente y estridente que saltaba cada pocos segundos para indicarle al conductor que algo fallaba en el autobús. Dos mujeres indígenas hablando a voces y riéndose sin contemplaciones durante toda la noche. Curvas cerradas que tomábamos a toda velocidad y que nos despertaban sobresaltándonos, como si fuésemos a salirnos de la carretera. Los baches, el barrizal en que a menudo se convertía la carretera sin asfalto y que nos bamboleaba de lado a lado. El frío helador del aire acondicionado, innecesario en un clima que más bien imponía el uso de una calefacción… entre todo parecía que se habían puesto de acuerdo para darnos una noche de infierno. Por si fuera poco, innumerables controles del ejército alargaron el trayecto; subía un soldado fusil en mano a revisar el pasaje, mientras sus compañeros registraban los equipajes del portamaletas. Llegamos por fin a Oaxaca a las 6 de la madrugada, aún de noche, agotados, sin haber pegado ojo. Y yo, además, con los dientes castañeteando por el frío que me había calado hasta los huesos.

No era una hora recomendable para salir a la calle a buscar posada, así que tomamos un taxi al centro. Poca gente se había puesto en marcha, y sin querer exponernos nos quedamos un rato esperando en una posada, que descartamos por el precio, pero que era mejor cobijo momentáneo que las solitarias calles de una ciudad desconocida. Cuando se fue desperezando el sol y la gente, salimos a caminar y a buscar con más calma, hasta encontrar un lugar acorde en roña y precio. Era aquél un lugar con auténtico sabor mexicano, con habitaciones que daban a un corredor donde los huéspedes se asomaban sin camiseta, escuchando con gesto indiferente las cumbias que sonaban desde el barecito de la terraza.







Estábamos cansados, pero paseado a la caza de la posada habíamos intuido una ciudad preciosa, así que después de la ducha salimos a recorrerla. Pronto nos topamos con la espectacular iglesia de Santo Domingo, un despliegue barroco de oro y luz que nos retuvo durante un buen rato de asombro. Plazuelas y callejas de época, rincones con encanto, y una estructura colonial en cuadrícula algo deformada por la inclinación del terreno, proporcionaban pequeñas sorpresas rompiendo la geometría, patios y escalinatas, balconadas y puentitos sobre alguna torrentera; fuentes, bancadas… un estilo colorido que mezclaba el porte señorial con la frescura indiana, y que a veces llevaba a Andalucía en el recuerdo en sus grandes ventanales enrejados, en sus patios interiores con columnas repletas de macetas y flores. Por algo fue fundada como Antequera, para pasar a llamarse Oaxaca después de la independencia.







Recobrando fuerzas con un café en un localito del centro, escuchamos a un grupo de amigos, aspirantes a intelectuales, que prestaban atención a las historias que contaba uno de ellos, recién regresado de Europa tras vivir allí unos años. Según él, en Europa, todo lo que no estaba prohibido estaba obligado, y el espacio a la creatividad era tan reducido, que cualquier artista mexicano que se perdiese por allí podría llegar lejos a poco talento que demostrase. Para mí siempre es interesante descubrir los defectos del país del que se viene cotilleando anónimamente las valoraciones del extranjero que nos conoce con su propia perspectiva.







Después de cenar en los puestitos del mercado nos acercamos a la plaza del Zócalo, donde se iba congregando la gente para festejar la noche del grito, el momento en que comenzó la lucha por la emancipación mexicana. Las autoridades de la ciudad y el Estado se asomaban a los balcones de los edificios oficiales; y la gente de dinero, que es casi lo mismo, a los de los cafés más exclusivos de los pisos elevados del Zócalo. Llamaba la atención corroborar la división social de México entre pobres y poderosos, que sería igual que en cualquier otro lugar del mundo si no fuese porque allí se fundamentaba descaradamente en el color de la piel. En los balcones, los blancos, los criollos que seguían teniéndolo todo a pesar de luchas, revoluciones y mil peripecias de la Historia. Abajo, en la calle y soportando la llovizna, los mestizos e indígenas, coloreados por el fervor patriótico a su bandera. Era para mí difícil de comprender cómo aquel pueblo del color de la tierra se enfervorecía de patriotismo por un Estado que seguía dominado sin fisuras por la minoría blanca que en dos siglos de independencia no había hecho nada por ellos. La independencia no había sido más que una merienda de negros por la que los criollos habían hecho, en lo sucesivo, lo que les había venido en gana. Cómo se reirían desde los balcones aquellos tipos engominados y enfundados en trajes de marcas europeas…Después de unos histéricos “vivas” a todo lo que se le ocurrió al señor Gobernador, llegó una deslucida traca y una mojarrina de nieve de spray. Una orquestilla animó una diluida fiesta, minetras pensaba yo que no estaría de más enviarles para el próximo año una delegación de las peñas de Teruel para que les enseñasen lo que es una Fiesta. Me habían decepcionado estos mexicanos con sus fiestas patrias. De todos modos, se empezaban a ver grupos de jóvenes borrachos con miradas de vampiro, así que sin ganas de arriesgarnos por tan poco, nos retiramos a penas comenzó la música.
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Domingo 14 de Septiembre de 2008

Madrugamos para tomar la primera lancha que partiese río abajo hacia el cañón del Sumidero; pero tuvimos que esperar un par de horas hasta que se llenasen sus 10 asientos. Eso nos dio tiempo para desayunar en condiciones y dar un paseo mañanero junto al río, pero nos perdimos el gusto de ver las primeras luces del día deslizándose por los acantilados. Cuando por fin nos pusimos en marcha el día ya estaba avanzado, y las brumas del río se habían disipado. Durante unos kilómetros nos llevó la lancha por el valle amplio del río, en dirección a la enorme puerta vertical que se abría como una brecha artificial en el muro de piedra que continuaba como una barrera natural hasta el mismo San Cristóbal, coronando su extremo oriental. Al principio nos internamos en alturas medias, acantilados de trescientos metros de roca desnuda a la que se encaramaban cactus candelabro enormes como árboles. Pero poco a poco las escarpaduras se hacían más y más imponentes, cerrándose además la anchura del cauce por el que cruzaba el río acelerando su paso. En los últimos bancales de arena que aparecían a los pies de las paredes, y hasta los que llegaba una espesa selva por la que trepaban algunos monos, descansaban caimanes de más de tres metros de longitud. Inertes, varados en el barro, no parecían tan impresionantes como cabía esperar. El barquero desviaba el rumbo para acercarse con delicadeza a la orilla y permitirnos mejores vistas de los caimanes, y alguno se acababa incomodando y reptaba hasta el agua para convertirse en un ser más ágil, en una amenaza más evidente que sí despertaba atávicas sensaciones.







Poco a poco nos internábamos en el cañón, hasta llegar al punto más estrecho y más alto, 1.000 metros verticales que en realidad eran difíciles de apreciar en su verdadera magnitud para la limitada perspectiva humana. Por aquel risco interminable se arrojaron los guerreros aztecas derrotados por las tropas de Diego de Mazariegos, prefiriendo inmolarse antes que rendirse a quienes ponían punto y final a su Imperio. Aquel español quedó admirado por la valentía de los indígenas, y retiró sus tropas de la región para volverse a San Cristóbal.







En el recorrido pasamos cerca de varias cascadas que se precipitaban al caudal principal, naciendo de alguna cueva en la pared vertical. Pero si alguna merecía destacarse era la que llamaban Árbol de Navidad, cuya agua caía al vacío desde la altura para pulverizarse en una fina lluvia como una gasa blanquecina y finísima que humedecía los musgos colgantes de las paredes. El paseo continuó hasta dejar atrás los escarpes y entrar en el ensanchamiento de un pantano que un poco después domesticaba las antaño bravas aguas del río.







Había valido la pena tomar la lancha y ver aquel espectáculo de la Naturaleza. De vuelta a Chiapa de Corzo, recogimos las mochilas y tomamos el colectivo a Tuxla. Varias veces habíamos preguntado por la terminal de segunda clase para tomar el autobús más económico a Oaxaca; pero imagino que por ser extranjeros y suponérsenos un nivel adquisitivo elevado, nos habían indicado la de primera clase, y una vez allí tuvimos que volver a cruzar la ciudad en un colectivo para por fin llegar a la estación de segunda. La diferencia de precio era de más del doble, y la similar calidad del autobús no lo justificaba. En realidad, la única explicación era que los ricos están dispuestos a pagar el doble para no tener que viajar con los pobres. Así, para los mismos trayectos, hay dos terminales separadas en la ciudad; una para pobres y otra para ricos, aunque el estado de los autobuses sea parecido. Me acordaba de haber visto algo similar en la India, pero claro, la India era el país de las castas, no lo esperaba en México. En la India, los trenes tienen primera, segunda, y tercera clase. La tercera clase es uno de los infiernos más agobiantes que se pueda imaginar, y tuve el gusto de probarla durante unas horas. Pero la segunda y la primera clase son exactamente iguales, con la misma porquería y las mismas cucarachas. La única diferencia es que en primera clase viaja la casta superior, pagando un precio exagerado, y en segunda clase viajan los demás, en las mismas condiciones, pero a un precio razonable. El único sentido es el deseo de las clases o castas de no compartir vagón. Curioso mundo éste, y extraña lógica para la que no vale utilizar la propia.
También nos habían informado mal sobre la duración del trayecto a Oaxaca. En lugar de 5 horas, tardaba 11 en llegar. Con 5 horas hubiésemos llegado por la tarde, a buena hora para buscar acomodo. Pero con 11 horas, si salíamos a mediodía llegábamos pasada la medianoche a Oaxaca, y no era buena idea recorrer la ciudad cuando fuese pasto de los vampiros. La mejor opción era tomar el autobús de la noche para llegar de mañana a Oaxaca, y pasar las horas hasta entonces dando una vuelta por Tuxla. Así que dejamos las mochilas en consigna, y salimos a hacer tiempo hasta la hora de tomar el autobús. Con todo cerrado por ser domingo, y poca gente en la calle, no había mucho que hacer ni que ver en la ciudad a parte del mercado cubierto. Se nos fueron las horas paseando hasta que regresamos a la estación con tiempo de abrigarnos y prepararnos para el aire acondicionado del autobús.
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Sábado 13 de Septiembre de 2008

Tal vez durante el recorrido de regreso hacia Cancún podríamos, al pasar de nuevo por Chiapas, visitar algún otro caracol más activo para recibir una visión complementaria de ésta un tanto pobre que nos llevábamos. Pero ya había sido demasiado tiempo en San Cristóbal y alrededores, teníamos que continuar viaje. A sólo una hora de San Cristóbal se encontraba el Cañón del Sumidero, y las lanchas que lo recorrían tenían su base en la pequeña población colonial de Chiapa de Corzo, un poco antes de llegar a Tuxla. Tomamos el autobús que de nuevo nos trasladaba no sólo en el mapa horizontal, sino en el vertical, y de nuevo dejamos el frío San Cristóbal para un poco más allá desembarcar en el bochornoso aire de Chiapa de Corzo.

El pueblito conservaba cierto encanto colonial, aunque no comparable con San Cristóbal. Una amplia plaza porticada y adornada de enormes árboles guardaba una curiosa sorpresa, un templete mudéjar con contrafuertes ágiles sujetando una cúpula de ladrillo. El estilo recordaba a los originales aragoneses, aunque se lo veía perdido en un clima extraño. La ventaja de viajar dos es que se puede buscar alojamiento con mayor comodidad, así que mientras yo me tomaba un refresco en una cafetería de la plaza y guardaba las dos mochilas conmigo, Susana andaba más ligera para callejear y preguntar aquí y allá. Las celebraciones de la independencia habían llenado la plaza de chiringuitos de feria, y un grupo de percusión animaba la mañana en un escenario frente al ayuntamiento, alrededor del cual se iba concentrando la gente.







Nos acomodamos en una pensión algo roñosa en un callejón junto al río. Había mejores opciones, pero se escapaban de nuestro presupuesto, así que hicimos de tripas corazón para no pensar en los pelos y la porquería acumulada en los rincones. Por suerte, para estas ocasiones llevamos algo imprescindible, un saco-sábana que en cualquier cama te permite sentirte en la propia. Y dormir a gusto si se evita mirar demasiado alrededor o tocar algo.







Por una calleja tras la plaza se llegaba al río Grijalva, el poderoso caudal que unos kilómetros más abajo había excavado un cañón vertical de un kilómetro de profundidad. A la sombra de los árboles de la orilla, el embarcadero se llenaba de gente paseando, y de las terrazas y restaurantes llegaba un olor de fritanga y chile picante. La otra orilla seguía silvestre, y su verde se unía a las aguas revueltas y el cielo pintado de nubes en otro atardecer lejos de casa, disfrutando en buena compañía de un momento de excepción en la línea de la vida.







La noche se llenaba de música, y las casetas de la feria sumaban sus altavoces en un caos que recordaba mucho al que se da en estas ocasiones en España. En el escenario del ayuntamiento tenía lugar un particular concurso de belleza; las muchachas desfilaban vestidas con un colorido traje regional, mientras sonaba una grabación de su propia voz en la que se presentaban y contaban algún pasaje de la Historia de la emancipación mexicana. El ambiente era tan español que sorprendía escucharlas hablando de nosotros como de alienígenas que vinieron y después se marcharon, como algo ajeno que nada tenía que ver con ellos. Una versión de la Historia muy interesada y muy particular de la que los criollos hispanoamericanos han vivido durante dos siglos: haciendo desmadres y echándole la culpa de los males al muerto. A un lado del ayuntamiento, en la comisaría de policía, los presos amontonados en el calabozo se asomaban tras los gruesos barrotes. Daba una cierta calma estar de este lado, y una gran desasosiego ver las miradas vampíricas que igual que allí, se pueden ver a menudo en las calles de este lado del mundo.
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Viernes 12 de Septiembre de 2008





Los huesos se empezaban a resentir por dormir sobre las tablas. Por las noches refrescaba allá en Garrucha, y nuestro saco-sábana no era suficiente. Habíamos tenido que dormir con toda la ropa larga que teníamos para abrigarnos, y dentro del saco-sábana para separarnos un poco de la mugre y de los mosquitos. Pero con los días las pulgas habían tomado posesión de los recovecos de las sábanas y de la ropa, y unas armoniosas hileras de picotazos nos recorrían el cuerpo. Por otra parte seguíamos sin saber nada de la Junta, nadie nos asignaba una tarea, algo que hacer durante las horas allí. En fin, tocaba cambio de tercio. Por la mañana hablamos con Vigilancia para decirles que nos marchábamos. Nos despedimos de la gente, de Elísabeth; de los observadores alemanes que ya andaban desesperados por la indecisión de la Junta. Y bajo un brillante sol tropical salimos del caracol al camino para esperar alguna camioneta de regreso a Ocosingo.






Una hora después estábamos encima de un remolque abarrotado de gente, de pie, colgados de las barras del techo, y haciendo equilibrios en los baches para no tropezar con el codo del que se colgaba justo al lado, o con el trasero de los que estaban sentados sobre las barras del techo. Con las lluvias de los pasados días los lodazales habían crecido, y el carromato se las veía para no volcar embarrancado entre arenas movedizas. Vapuleados por los baches, me preguntaba qué clase de loco puede estar dispuesto a pagar la entrada al parque de atracciones después de una experiencia como aquélla.

Queríamos dormir en San Cristóbal, pero teníamos tiempo para hacer una excursión en Ocosingo. A unos pocos kilómetros se encontraban las ruinas de Toniná, la ciudad maya que fue rival y verdugo de Palenque, y cuyos guerreros sometieron a muchas de las ciudades estado mayas. Después de almorzar en el mercado de Ocosingo, tomamos el colectivo de Toniná, y casi a contrarreloj visitamos las ruinas. Dejamos las mochilas al cuidado de la billetería del parque, y tras una fugaz visita al museo, caminamos por la vereda que conducía a la antigua ciudad. En medio de un extenso valle de verde esplendoroso limitado a lo lejos por cumbres cubiertas de bosques, se alzaba una colina artificial, una pirámide escalonada que era la más alta del mundo antiguo mesoamericano. La antigua ciudad se había extendido alrededor de este centro de poder, y según íbamos ascendiendo nivel tras nivel, podíamos imaginar los núcleos de palapas que habían cubierto el fértil valle; 15 siglos después sólo era evidente la gran mole de piedra por la que nos encaramábamos. Los lados de cada una de las explanadas formadas por los sucesivos niveles se convertían en un laberinto de pasadizos y estancias; los antiguos linajes de guerreros mayas construían sus casas de piedra sobre la pirámide, haciendo de ella no sólo un centro ceremonial, sino una acrópolis en la que se vivía y se preparaban las guerras y los sacrificios. Comparado con el magnífico Palenque de palacios y templos, Toniná se antojaba más como un lugar concebido para la guerra; los bajorrelieves de estuco representaban prisioneros decapitados, seres del inframundo, cabezas cortadas, serpientes mitológicas... una estirpe sangrienta que debió de sembrar el terror en los pueblos de la época.






Uno de los niveles albergaba la entrada a un templo subterráneo, el templo del inframundo, en el que un oscuro y húmedo laberinto nos alejaba del calor exterior para sumergirnos bajo toneladas de piedra. Aquel pueblo que practicaba un culto semejante a la muerte y al sacrificio humano, había reservado un lugar especial para su particular representación del Hades, habitado por dioses demoníacos y deformes a los que ofrecían manjares de sangre.

Las plataformas escalonadas se hacían cada vez más pequeñas, y los palacetes más angostos, pero más exclusivos, posiblemente habitados por los linajes más poderosos. Podíamos reconocer camas de piedra, bancadas con unas envidiables vistas extendiéndose decenas de kilómetros por el valle hacia el horizonte montañoso, que con la tarde se iba cubriendo de tormentas y de cortinas de agua. Tras las estancias se intuían las cocinas, e incluso conducciones de agua a modo de pequeñas acequias. Seguramente el rey habitaba el último nivel, coronado por una empinada escalera que era arriesgado subir, y por la que tal vez rodasen los cuerpos inertes de los sacrificios rituales con los que este pueblo aterrorizaba a sus vecinos. Pedazos de bajorrelieves en estuco y pinturas murales daban testimonio de un culto negro, casi atroz, de un pueblo que se olvidó de cultivar la tierra para vivir a costa de someter a los demás mediante la guerra. No conformes con obtener buena parte de la producción agrícola de los pueblos vencidos, establecían levas por las que cada pueblo les entregaba a menudo personas que sacrificar a sus dioses.







Largo rato estuvimos sentados sobre la cumbre de la pirámide, asomados a la espectacular vista del valle que debió de hacer sentirse poderosos a los antiguos dueños de Toniná. Viendo los rostros nobles y afables de sus actuales descendientes, resultaba difícil imaginar cómo sus antepasados habían llegado a tales refinamientos.

Regresamos a Ocosingo, que no ofrecía mucho más al visitante a parte de Toniná; y desde allí tomamos el colectivo a San Cristóbal. Llegamos de noche a esta ciudad ya familiar, y buscamos una pensión diferente para no tener la sensación de llevar allí la eternidad que habíamos pasado en la ciudad.

Estiramos las piernas por las animadas calles de la ciudad. Ya estaba engalanada y lista para celebrar el aniversario de la independencia de México, y el centro rebosaba de paseantes. En un apartado portal de una calle poco transitada un niño lloraba amargamente. Era el típico vendedor ambulante de chicles y caramelos. Susana le preguntó si estaba bien; había perdido su dinero, 150 pesos decía. Vendiendo paquetes de chicles a 50 céntimos, desde luego que había perdido una fortuna. Era un caso entre millones. Ayudando a uno entre miles no se arregla el mundo; dar limosna es discriminar al que no la recibe; pero consiguió ablandar el corazón de Susana, que le dio 100 pesos sin que yo viniese a aguar la fiesta con mis argumentos. Después de todo, con 7 euros tampoco se hace mucho en nuestra casa.
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17/9/08

Miércoles 10 y Jueves 11 de Septiembre de 2008






Durante dos días esperamos en balde que los de la Junta nos asignaran alguna tarea. Ya nos había avisado Elisabeth que esto sería así, y que de no buscar nosotros a quien estuviese haciendo alguna labor para ofrecerle nuestra ayuda, no tendríamos mucho más que hacer allí que charlar y pasear. Al menos el entorno era hermoso, en medio de un lugar rebosante de vida natural. Con Elisabeth nos dimos algún paseo montaña arriba, y nos bañamos en los saltos del riachuelo transparente que venía de la sierra.








Las tormentas de la tarde se pasaban bien tomando un café en el bar del EZLN, conversando y viendo caerse el cielo sobre la tierra. La actividad del caracol era casi nula, y cuando las asambleas finalizaron no quedó mucha más población que los responsables de la Junta y de Vigilancia.









Un grupo de observadores alemanes llegó por la tarde, dando un poco más de vida al solitario lugar. Mientras ellos trataban de hervir frijoles en una hoguera de leña, nosotros cocimos pasta en una cocina de gas que había conseguido Elisabeth, y cenamos los tres en la oscuridad de un apagón que duraría toda la noche y el día siguiente.

Elisabeth era aprendiza de bruja, y más entrada la noche, a la luz de unas velas titilantes que creaban una atmósfera misteriosa nos hizo una sesión de Tarot. Yo soy un escéptico profesional, sólo creo en el Big Bang, y ni siquiera. Pero como juego y como curiosidad me pareció algo divertido. Cuando ya confirmé que pronto sería guapo, rico y famoso, los tres salimos a despedir la noche entre luciérnagas, por el camino que continuaba tras Garrucha; aunque no mucho más allá, pues la presencia del ejército y de los grupos de paramilitares hacía arriesgado alejarse demasiado.








El jueves fue otro día inactivo, y más o menos repetimos la rutina del anterior. Al menos había quedado atrás el frío de San Cristóbal, pero los mosquitos y las pulgas me tenían envuelto en una comezón ya desesperante. Para mí aquélla era demasiada inactividad, y Susana volvía a decepcionarse por la falta de interés de los de la Junta por alguien que venía de tan lejos a ofrecer ayuda y a aprender de ellos. Los observadores alemanes se desesperaban: nosotros, después de todo, estábamos haciendo una pequeña parada en un viaje de recorrido; pero los alemanes habían asistido a talleres y habían cruzado medio mundo para ofrecer una ayuda que no parecía ser recibida. La idea de su estancia allí era el ser enviados a alguna comunidad que últimamente tuviese conflictos con las fuerzas del Estado, pero los de la Junta dejaban pasar el tiempo sin asignarles destino ni misión. Saltaba a la vista que el autogobierno de que se habían dotado las comunidades era democrático hasta el extremo; pero también terriblemente ineficiente. Nosotros habíamos visto ya bastante, y por la mañana abandonaríamos el campamento zapatista para continuar nuestro viaje.








Para Susana, estos pueblos que trataban de cambiar la realidad sin violencia y sin derrocar el poder establecido mediante la clásica revolución, eran una esperanza de un futuro más democrático y justo al que llegar sin recurrir al estigma de la violencia. Pero se iba sin entender nada. Pensando que era muy difícil cambiar el mundo. Pensando que todo estaba perdido, y que esta realidad desagradable en que vive la Humanidad era lo único de lo que somos capaces. Bienvenida al club de los escépticos.

Al menos se habían organizado y las decisiones que les afectaban localmente las tomaban ellos. Pero sin los recursos económicos del Estado que no pretendían derrotar, sólo administraban la miseria. Jóvenes idealistas como Elisabeth soñaban con que el tipo de autoorganización de estas comunidades se extendiese a todos los niveles, y que pueblos y ciudades tomasen el control de sus destinos democráticamente, arrinconando al poder despótico del Estado y hacíendolo innecesario. Pero esto no parecía más que una quimera, y cuánto se reirían los oligarcas de todo esto...














Martes 9 de Septiembre de 2008

El trayecto hasta el caracol de la Garrucha se nos hizo bastante largo. Empezó con dos horas en colectivo por la miríada de cuestas y curvas entre montañas que nos llevó a Ocosingo. Allí tuvimos que esperar más de una hora hasta que se puso en marcha una destartalada camioneta con remolque que era el único transporte a Garrucha. Yo estaba habituado a estos transportes precarios, pero para Susana era algo novedoso, allí atrás, agarrados a las barras para no saltar por los aires en cada bache. En España, alquien que tratase de transportar ganado en un carromato como aquél recibiría una fuerte multa por maltrato de animales. En paises como México, era el único modo de llegar a la mayoría de los pueblos de interior. El camino de tierra se convertía contínuamente en lodazales en los que a duras penas la pericia del conductor evitaba que nos quedásemos varados. Una tormenta proveniente del verde deslumbrante de las montañas nos alcanzó en pocos minutos, y el conductor paró el vehículo para colocar una lona sobre las barras descubiertas del techo, y evitar que pasajeros y bultos acabasen empapados.









Finalmente llegamos a la Garrucha, un valle verde entre montañas de selva. El Caracol no era un poblado en sí, sino más bien un lugar que acogía actos y reuniones de una cincuentena de comunidades zapatistas dispersas por la región. Alrededor de una explanada central se situaban los diferentes edificios de madera: la Junta de Buen Gobierno, el Consejo de Justicia, la Vigilancia; algunas tienditas, la escuela, la clínica, la iglesia, o los barracones donde pasaban la noche los representantes venidos de lugares distantes... Mientras arreciaba una imponente tormenta tropical, fuimos recibidos por los responsables de Vigilancia. En una corta entrevista nos preguntaron a qué veníamos, con qué propósito. La idea era conocer su manera de organizarse, y estando allí echar una mano en lo que fuera posible. Pasado este trámite nos indicaron dónde podíamos alojarnos, una nave con unos bancos de madera como todo mobiliario, en los que podíamos dormir para separarnos del suelo embarrado e inundado por la tormenta. Justo encima de nosotros, en el segundo piso techado y sin paredes a modo de palapa, tenía lugar una asamblea de los representantes de las comunidades del caracol. Con todo respeto y sin aspavientos, hablaban unos y otros como amigos, y tomaban las decisiones por unanimidad, requiriendo para ello un ejercicio de diálogo y concesión. Cada representante era elegido democráticamente por su comunidad para hacer de portavoz y defender en la asamblea lo que cada una hubiese acordado. También la Junta de Buen Gobierno, el órgano central que administraba los recursos colectivos y mediaba en los conflictos, tenía carácter democrático; los cargos no podían renovarse después de tres años, para evitar el acomodamiento en el poder, y podían ser revocados en cualquier momento si cometían una falta o perdían la confianza de las comunidades. De los 24 miembros de la junta, cada vez se podían encontrar 8 de ellos, que se iban rotando en turnos de 15 días. Era la manera tradicional de organización indígena, y sin duda no había yo conocido nada más democrático.















Después de la segunda entrevista, esta vez con la Junta de Buen Gobierno, nos acomodamos en la sala que nos habían cedido. Nuestra única compañía era la de Elisabeth, una mexicana del DF que llevaba unos días en el caracol ayudando en la construcción de la clínica. La tormenta seguía arreciando, y con una escoba hicimos turnos los tres para achicar el agua que inundaba el suelo de la sala, mientras la noche se hacía con el valle. Había luz eléctrica, pero para evitar que los mosquitos del dengue y la malaria entrasen a hacer de las suyas, no utilizamos otra luz que la de las velas.

Para entrar en calor tomamos un café en uno de los barecitos, detrás de la escuela. Las paredes estaban cubiertas de pintadas zapatistas, como muchas de las cabañas del caracol. El dinero recaudado en el bar iba a sufragar el EZLN, que desde el punto de vista de las comunidades locales era el padrecito protector que venía cuando se le necesitaba, si el ejército o los paramilitares entraban en las comunidades a hacer sus tropelías. En condiciones normales, la actividad armada había cesado años atrás.

No era fácil entablar conversación con los indígenas. Más que tímidos eran herméticos. Era fácil comprender su desconfianza dada la situación de hostigamiento y las frecuentes matanzas de los paramilitares. Y poco variaría en los días siguientes esta incomunicación. Sólo Elisabeth parecía dispuesta a darnos detalles sobre la vida en el caracol, y la mayoría de los aspectos que entendimos durante nuestra estancia allí se los debimos a ella.

Por la noche paró la lluvia, y en la oscuridad total de aquella región aislada y perdida paseamos entre luciérnagas y sonidos de selva.
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Lunes 8 de Septiembre de 2008

Acompañé de buena mañana a Susana al taller de observadores internacionales. Se trataba de una ONG que enviaba voluntarios extranjeros a las comunidades zapatistas a modo de escudos humanos. Con su presencia, el ejército disminuía la presión y persecución de los indígenas de estas comunidades; desde que se iniciaron estos programas, el número de asesinatos políticos por parte de paramilitares y fuerzas del Estado había disminuído considerablemente, y de algún modo las comunidades se sentían protegidas. Podía ser tan solo una sensación psicológica, un saberse no olvidados; pero los pobladores vivían bastante más tranquilos, y eso era importante. Susana se planteaba participar en el futuro como observadora; pero no por el momento. Para hacerlo tenía que dedicarle a la tarea un mínimo de tres semanas, y este viaje no era tan largo como para que nos sobrara ese tiempo.







Me dediqué a pasear por las calles del centro mientras ella escuchaba las charlas preparatorias. Ojeando los titulares de los periódicos se podía uno hacer a la idea de hasta qué punto llegaba el terror colectivo producido por la violencia de los narcos. Todo eran asesinatos, ejecuciones masivas de bandas rivales, mutilaciones y torturas hasta la muerte, balaceras en cualquier calle, y un sinfín de hechos luctuosos que eran el pan de cada día de este sufrido pueblo. Aquella mañana había una noticia que encogía el corazón: los narcos amenazaban con matar a 50 personas al azar en la región si la policía no levantaba los controles de carretera. Y la mayor parte de esta violencia era originada por los narcotraficantes, extendidos como un cáncer por todos los niveles de la sociedad. Pareciera que sin drogas el mundo sería un paraíso, ¿no? Pensaba para mí que tal vez las cosas mejorasen en muchos lugares del mundo si la gente fuese consciente de que cada gramo de droga que se consume, cada porro que se fuma, no significa un acto de rebeldía juvenil alternativo y seductor, sino más bien un acto de complicidad con los criminales sanguinarios que asolan las calles de estos tiempos que corren. Significa participar activamente en la tragedia, pues cada gramo está manchado de sangre, y enjuagado del miedo atroz que inunda las calles de medio mundo.

Susana volvió del taller unas horas después, con muchas cosas que contar, y alguna que otra desilusión extra. Ni si quiera en la región de Chiapas los indígenas eran unánimemente zapatistas. El gobierno controlaba unas supuestas organizaciones civiles que, a cambio de pequeñas migajas y una extraordinaria labor de inteligencia, conseguían convertir a algunas comunidades en antizapatistas. La labor de desinformación de los medios tenía mucho que ver con esto, y se esparcían mentiras que a cualquiera que las oyera le parecerían ridículas, pero que conseguían calar en una parte de la población que así se convertía en una cuña contrapuesta a la lucha libertadora de los indígenas zapatistas. Al final, no sólo tenían el problema de la represión del ejército contra sus juntas comunales; también tenían un enfrentamiento con comunidades hermanas, que las desangraba doblemente. La situación actual era de relativa calma. El ejército zapatista llevaba años desactivado, y lo que quedaba del movimiento eran los llamados Caracoles, unas juntas de auto-organización que resolvían los conflictos internos, y administraban los recursos escasos de las comunidades. Se trataba de juntas representativas elegidas democráticamente, con rotaciones muy cortas para evitar la corrupción. Después de todo, los indígenas habían ganado algo de autogobierno, y una sensible disminución en los asesinatos políticos de sus dirigentes por parte del Estado. Para ir a conocer todo esto in-situ, a la mañana siguiente volveríamos a Ocosingo para continuar a uno de los caracoles, Garrucha, entre las montañas del este chiapaneco.

También obtuvo de un observador vasco una explicación alternativa de lo que nos había sucedido el día que dejamos Palenque para visitar la cascada de Agua Azul. Según él, aunque los puestos de cobro de la entrada eran zapatistas y el dinero recaudado era destinado íntegramente a las comunidades aledañas, los asaltos y los desmadres que parecían tener lugar allí seguramente tenían poco que ver con los zapatistas. El gobierno del Estado quería construir un complejo hotelero cerca de las cascadas, en pleno territorio zapatista, y desde hacía unos años estaba fomentando y pagando a delincuentes para que asaltaran a los visitantes, y con el pretexto de la inseguridad en la zona, tomar por las armas el control de las comunidades, expulsar a los zapatistas, y hacerse con el negocio del turismo a Agua Azul.

Aprovechamos la tregua de la lluvia para sentarnos en la plaza central a observar la vida de la ciudad, y visitar algunos rincones que nos quedaban por ver. La facultad de derecho ya había sido abierta tras las protestas estudiantiles, y pudimos entrar a echar un vistazo. Susana conoció a uno de los cabecillas de la huelga, un estudiante ya curtido en movilizaciones en contra de los favoritismos y los chanchullos de la universidad. El rector había querido hacer negocio chantajeando a algunos estudiantes, firmando su acceso a la carrera a cambio de dinero. Aunque la universidad pública mexicana era teóricamente gratuita, el desmedido coste de los libros, y el clima de corrupción imperante, conseguían que los estudios no estuviesen al alcance de cualquiera.








Paseando por la calle Hidalgo nos encontramos con Gerardo, el chaval con el que habíamos tomado una cerveza unos días atrás. Mientras cenamos juntos unos tacos bien grasientos, seguíamos con atención su relato: él se encontraba en Ocosingo el 1 de enero del año 94, aquella noche en que el mundo oyó por primera vez hablar de los zapatistas, que tomaron aquella ciudad y otras más pequeñas. Como niño no supo comprender lo que sucedía, aunque guardaba con viveza el miedo y los muertos que quedaron tendidos en el mercado. En este país complicado sucedían cosas difíciles de creer: también nos habló de un amigo suyo que había perdido la vida a manos de un ladrón por no querer entregarle su teléfono móvil. No valía más la vida que un celular. Contaba estas cosas casi con vergüenza, rabia de que su país viviese de este modo. Después de todo, este pueblo apasionado tal vez tenía un concepto diferente de las cosas, y heredaba una violencia histórica que chirriaba a un tipo educado y sensible como Gerardo, que soñaba con una apacible vida en el campo, alejado de la vorágine y los peligros de las ciudades. Nos reímos comparando la manera de celebrar las 12 campanadas de nochevieja: en España con 12 uvas, en México con 12 tiros al aire...










16/9/08

Domingo 7 de Septiembre de 2008







El mejor lugar para pasar la mañana del domingo era el famoso pueblo indígena de San Juan Chamula, en cuya plaza se ubicaba el mercado semanal, al que acudían gentes de las comarcas próximas con sus productos. Habíamos quedado temprano con uno de los amigos que Susana había conocido de botellón unos días antes en la plaza de Santo Domingo. El tipo era guía local, y nos había invitado a acompañarle a San Juan Chamula. Pero tras el rato de espera de cortesía, nos pareció que seguramente se había olvidado de nosotros, así que tomamos el colectivo por nuestra cuenta, y subimos a la comunidad. Ya había oído que las dos grandes mentiras del mexicano son "ahorita vengo" y "mañana te pago". No había que tomarlo más que como una expresión del carácter local, y tratar de disfrutarlo como una curiosidad antropológica.

Una multitud colorida animaba el ambiente de la calle principal y la amplia plaza de la iglesia, repletas de los puestos del mercado callejero. Aunque se podía ver algún grupo de turistas occidentales, aquel lugar era puramente indígena, y no había transformado demasiado su vida por la presencia de extranjeros. Tal vez sólo se notaba en algunos puestos de telas y artesanías destinadas al turista en vez de al mercado local. Susana había oído que lo más interesante del pueblo era asistir a la misa dominical. Yo me había imaginado una misa típica con alguna variante nativa, así que en principio me apetecía más sentarme a observar la agitada vida tzotzil en las bancadas de la plaza; dejé pues que Susana entrase sola en la iglesia, y disfruté de la conversación de varios personajes que fugazmente se acercaron a hablar conmigo. La multitud de familias sentadas alrededor de la bancada y por el suelo, guardaba turno para entrar a la iglesia y bautizar a un niño recién llegado al mundo. Salió Susana insistiendo en que debía entrar a ver la iglesia, así que decidí pasar a echar un vistazo. Con sólo entrar ya me quedé asombrado. Sólo en la India había visto una atmósfera religiosa
comparable a la de aquel templo entre católico y precolombino. Una espesa bruma de humo de velas emborronaba el espacio vacío de bancos. El suelo se hallaba cubierto por completo de hojas de pino, recordando más a un establo que a un templo; cada una de las familias indígenas se acomodaba en el suelo
tras hileras de 40 o 60 velitas encendidas a la atención de alguno de los santos, de nombre y cara europeos, pero representando seres míticos de los antiguos ritos mayas. No era la usual iglesia ordenada y disciplinada, sino una especie de estación de autobuses cósmica en la que sucedían cosas de lo más extrañas. En un rincón de la iglesia, una multitud rodeaba al cura, una especie de alienígena de rasgos europeos que bautizaba en serie a los niños indígenas. No había más que sentarse en un rincón y disfrutar con el espectáculo, extraído seguramente de algún pasaje de la Divina Comedia. Por supuesto, la fotografía prohibida, pues el retrato arrebata el alma del fotografiado.

La recargada atmósfera se completaba con los rezos obsesivos de alguna mujer que ofrecía el humo espeso de su incensario de cerámica al santo correspondiente. José, ataviado de modo diferente al resto de los indígenas, me contó que el motivo de todos los rezos y ofrendas eran la curación de alguna enfermedad. Aquel hombre decía ser uno de los "mayordomos", los encargados de que todo estuviese en orden y nadie robase las ofrendas. Del cuello de los santos colgaba un espejo vuelto hacia el que lo miraba; según José, de esa manera, un mayordomo que se viera tentado a robarle al santo se avergonzaría al ver su propia cara reflejada. Entre tanto, unos niños rascaban con una espátula la cera derretida del suelo, reciclándola para sacarse unos pesos.
Sentados en la plaza pasamos las horas observando las escenas cotidianas.








Alicia,una niña que trataba de vender abalorios a los pocos turistas que paseaban por la plaza se hizo mi amiga, y acabamos jugando a algo parecido al me escondo y no me ves, salgo y me persigues. No consiguió venderme nada, pero nos echamos unas risas mientras Susana trataba furtivamente de robar alguna foto a los indígenas de la plaza. Sabíamos que estaba prohibido tomar fotografías, y en los dos poblados que habíamos visto antes no habíamos tomado a penas ninguna. Pero en San Juan todos los extranjeros las tomaban y
nadie parecía ofenderse; así que menos aún si tratábamos de no ser vistos al hacerlas.








José, otro niño que nos miraba con curiosidad, acabó perdiendo la timidez para contarnos un poco de su vida. Sus padres estaban en la plaza, y él no sabía muy bien qué hacer aquella mañana. Le gustaba ir a la escuela, aunque todas las clases eran en español, y el tzeltal se quedaba para hablar en casa. No parecía que a nadie le preocupase que el 90 por ciento de la población de este país fuese tratada casi como si no existiera. Poco había cambiado en la vida indígena durante los 200 años de independencia de España.









Pasado el mediodía el pueblo se fue vaciando, y la calma fue recuperando las calles. Volvimos a San Cristóbal para hastiarnos con una lluvia incesante; era buena ocasión para escribir sobre lo vivido, mientras las cuestas de la ciudad se convertían en ríos.
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Sábado 6 de Septiembre de 2008

Buscando los colectivos que llevaban al pueblo indígena de Zinacantán, descubrimos al norte de la ciudad el mercado local, un abigarrado laberinto repleto de cacharrería, comida, ropa, y todo lo que cualquiera pudiera necesitar. Las mujeres indígenas de muchos kilómetros a la redonda acudían a vender sus productos, en un ambiente deliciosamente mestizo y autóctono. En lengua tzotzil se acordaba el precio de una gallina, de un kilo de tortillas de maíz, de un capacillo de aguacates, o de raciones de chiles de todo tipo. A los dos nos encantaba recorrer los mercados locales, ya que siempre representan el ecosistema donde mejor se comprende el palpitar de los pueblos.

El colectivo nos llevó en media hora a Zinacantán, una comunidad tzotzil asentada en un vallecito rodeado de verdes montañas que se cubría de invernaderos, donde se cultivaban flores para la exportación. No mostraba demasiada actividad de buena mañana, y las mujeres y niñas indígenas, ataviadas con vistosos mantones bordados en azul, parecían demasiado habituadas a las visitas de extranjeros. Nada más apearnos nos rodearon tratando de vender sus artesanías, telas y adornos. Era éste un mal comienzo, que nos venía a mostrar cómo éramos uno más de esos extraños intrusos blancuchos que venían a estropear y desnaturalizar los modos de vida ancestrales. Ya que estábamos allí, nos daríamos un paseo por el pueblo; pero yo sentía que me quería marchar cuanto antes. Un grupo de niños sencillamente pedía limosna, dulces, o cualquier cosa que se les ocurría. En mi opinión la práctica de la limosna es perniciosa: fomenta la mendicidad, hace de sí misma una forma de vida. El hecho de dar unas monedas a un niño es un agravio comparativo con el centenar de niños del mismo barrio que no recibirán esas monedas; por otro lado, niños que nunca dejarían su vida tradicional, la escuela o las labores del campo ayudando a sus padres, pueden verse tentados de engrosar el grupo de los pedigüeños, viendo que eso es lo que da más dinero. Yo trataba de explicarle todo esto a Susana, que vivía esta situación por primera vez y comenzaba a sentir cómo se le ablandaba el corazón. Yo le decía que, a mi parecer, se pueden comprar productos por un precio razonable, estimulando así una producción local muy necesaria; pero nunca dar dinero porque sí, pues se crea un conflicto y se contribuye al final de estas preciosas culturas.

Continuamos caminando callejas arriba por la ladera, dejando atrás el grupo de niños, que ya lo intentaba con otros dos occidentales que acababan de llegar. Entre unas casitas de adobe tomamos asiento en la acera para ver pasar a varios niños con sus rebañitos de cabras, y ancianas con sus fardos de leña. Hasta allí no había llegado el canibalismo occidental, y las miradas nos rehuhían con cierta desconfianza. Un saludo en español arrancaba una sonrisa todavía sin contaminar.

Un poco más allá, un grupo de hombres vestidos con sombreros adornados de cintas coloridas y trajes tradicionales negros y rojos, celebraba cantando, bailando y bebiendo, una festividad de su amplio calendario religioso, un puro sincretismo entre el catolicismo importado y sus dioses ancestrales. Uno de aquellos hombres nos explicó que durante tres días no harían otra cosa que beber y dedicarse a sus ritos.

Después de comer tomamos el colectivo de regreso a San Cristóbal, y de allí otro a Tenejapa, una comunidad indígena de etnia tzeltal. El recorrido fue sencillamente hermoso, por un intrincado laberinto de montañas boscosas que había que subir y bajar una tras otra. Numerosas aldeitas indígenas se sucedieron hasta que el paisaje se abrió de nuevo en el pueblo de Tenejapa, rodeado de un paisaje kárstico tropical que me recordaba el sur de Tailandia. Una preciosa plaza colonial porticada perfectamente conservada recibía al visitante. Los hombres tzeltales vestían de un modo más ampuloso que los tzotziles de Zinacantán. También se encontraban celebrando la misma festividad religiosa, y a esas horas de la tarde se encontraban en su mayoría en un estado de extrema embriaguez. Algunos, sentados alrededor de la plaza, charlaban y reían ruidosamente; algún otro se tambaleaba y se sujetaba como podía sobre su amigo del alma. Las mujeres no se quedaban cortas, aunque andaban bastante más lúcidas. Supongo que era algo decepcionante ver de ese modo a los descendientes de los mayas. Habíamos oído que el alcohol y las drogas habían sido erradicados de las comunidades zapatistas. Evidentemente, no habían llegado hasta Tenejapa.

Sentados en medio de la plaza comenzamos a hablar con Esteban, uno de los pocos habitantes del pueblo sin origen indígena, y tal vez el único que vestía a la manera occidental. Ya estaba retirado, y nos contaba orgulloso que se daba cuenta de que su vida de trabajos había valido la pena, cuando veía a sus siete hijos licenciados, brillantes profesionales que vivían en diferentes ciudades del país. Le decían que se fuese a vivir con ellos, pero él prefería la tranquilidad de Tenejapa. En el fondo algo no le cuadraba, pues algo raro había en que casi todos sus hijos se levantasen antes de las 5 de la mañana para cruzar la ciudad e ir a trabajar durante todo el día. Tal vez su vida había sido más tranquila de lo que quería pensar. En estas se nos acercaron unos borrachos; vinieron de buen talán, pero entre su mezcla de tzeltal y español, y su estado, no había forma de entenderlos. No era de ningún modo una situación comprometida para nosotros, así que aguantamos el tipo durante un buen rato. En parte por respeto, y en parte porque no dejaba de ser interesante. Pero al cabo ya teníamos suficiente, y pensamos que mejor era marcharnos a seguir caminando. Nos despedimos de Esteban, y fuimos de camino a la iglesia. Varias personas rendían culto a unos extraños santos europeos ataviados con amuletos y cintas de colores, hasta hacerlos casi irreconocibles. Entre humo de velas y una atmósfera con algo de magia negra, una mujer entonaba un canto antiguo y extraño para rezar a un viejo dios transfigurado en San Sebastián. Entre tanto, su marido se acercó para invitarnos a un chupito de coca-cola, todo un detalle con los intrusos.

La lluvia nos alcanzó de regreso a la ciudad, y se sumó a un evidente cansancio para dejarnos varados en la pensión aquella noche. No me importó demasiado: después de todo, San Cristóbal parecía una ciudad tranquila, pero no me emocionaba la idea de recorrer sus calles y sus locales de alcohol un sábado a las horas de los vampiros. Mejor dormir y aprovechar bien el día.

Viernes 5 de Septiembre de 2008





Susana estaba viajando en una situación un tanto precaria desde que le robaron el bolso en nuestra habitación de Tulum, con un papel firmado por un policía como única documentación. Habíamos decidido continuar y buscar el consulado español que nos viniera más a mano, y Tuxla Gutiérrez, a una hora de San Cristóbal, era una opción muy buena. Así que después de desayunar en la posada caminamos hasta el sur de la ciudad y tomamos el autobús de Tuxla. Todo el recorrido no fue más que un empinado descenso, desde los fríos, lluviosos y plomizos 2.200 metros sobre el nivel del mar de San Cristóbal, hasta los húmedos y sofocantes 500 metros de Tuxla. Ya se nos había olvidado que nos hallábamos en el trópico, y veníamos descuidados con pantalón vaquero, camiseta larga, y gorro de lana, para según descendíamos darnos cuenta de que al llegar a la ciudad íbamos a cocernos en salsa.Durante el recorrido disfrutamos de las vistas del amplísimo valle que seguía a las montañas boscosas por las que nos descolgábamos en aquel destartalado cacharro que temblaba y gruñía tratando de no acelerarse más de la cuenta. Tuxla, la capital del estado de Chiapas, era una ruidosa y agitada ciudad sin atractivo alguno, en la que no tenía sentido quedarse una vez solucionado el tema del pasaporte.



El consulado estaba al otro lado de la ciudad, y no teníamos mucho tiempo antes de que lo cerraran a la hora del almuerzo; así que tomamos un taxi, y después de un recorrido turístico por callejas secundarias para evitar el atasco, llegamos a la dirección que nos habían dado. Se trataba de una ferretería industrial. La verdad es que era el último lugar en el que podía imaginarme la sede de un consulado, pero el número era correcto. En la oficina nos lo confirmaron. El Cónsul Honorario, un español que llevaba 50 años en México, era el dueño de la ferretería, y allí atendía los asuntos consulares.



Mientras Susana rellenaba los formularios para pedir un pasaporte nuevo, yo charlaba con el Cónsul, alegre y charlatán, que recordaba más al presentador de algún concurso televisivo norteamericano que a un diplomático. Había salido de la España de las cartillas de racionamiento, y en su país adoptivo había medrado hasta convertirse en un próspero empresario. Cuando le pregunté si no tenía miedo, si no sufría los chantajes y amenazas de mafias y criminales, bajó de pronto su tono de voz. Casi en un susurro reconoció que vivía con el alma en un puño; pero qué podía hacer a estas alturas. Su vida, su negocio, su familia, estaban aquí... aunque a menudo viajaba a España a ver a sus hermanos, ¿regresar a España? Y cómo, a estas alturas de la vida. No había más remedio que adaptarse, y seguir viviendo. Una vez más me asombraba la capacidad de aceptación y adaptación del ser Humano.



Mucho había cambiado España desde que él la había abandonado años atrás. Ahora se vivía bien allá, me decía. Aunque añadía que volvían malos tiempos, con una crisis de la que no saldríamos en mucho tiempo. Las palabras "burbuja inmobiliaria" habían cruzado el charco, y le ponían los pelos de punta. Me contaba que los gobiernos sudamericanos estudiaban dar créditos a las constructoras españolas para que siguieran con su actividad en América; podía ser una buena manera de repatriar y reubicar a los millones de hispanoamericanos que en breve se quedarían sin trabajo en España, causando un grave problema en origen y en destino.








Antes de regresar a San Cristóbal nos dimos un paseo por el centro de Tuxla. En efecto, no era más que un montón de hormigón ahumado y surcado por un tráfico irreverente, golpeado por estruendosa música latina que se superponía en cada esquina y en cada comercio para invitar a un consumo seguramente imposible y frustrante, dados los recursos escasos de la mayoría de la gente; e inundado por el carácter triste, desorientado y alienado que se respira en la mayoría de las urbes de este lado del mundo. Aquí la crisis moral y cultural a la que lleva el consumismo desaforado y el capitalismo a sus anchas, llegó hace ya tiempo. Las personas parecen máquinas deshumanizadas que olvidaron el Futuro en el camino. Hispanoamérica no representa una realidad alternativa a la nuestra transitoriamente plácida y europea; más bien representa, a mi juicio, un estado posterior al que nosotros vivimos, y que pronto sucederá a nuestro presente. Sin rastro de arraigo, sin resto de comunidad, la desconfianza que viene del miedo sustituye a otros sentimientos que son, y no el dinero, la raíz del bienestar humano.




El autobús de regreso a San Cristóbal nos devolvía a una atmósfera más respirable, y a unas calles que representaban el polo opuesto de las de Tuxla. Nos quedaban muchos rincones por visitar. Por ejemplo el museo Na Bolom, una casona colonial en el que unos exploradores noruegos acumularon durante décadas piezas y fotografías de los pueblos indígenas mayas. De allí caminamos hasta uno de los muchos centros culturales, donde se celebraba una mesa abierta sobre los ritos y costumbres indígenas acerca del embarazo y el parto. La ciudad bullía de cultura y actividades, y la charla fue una buena forma de tomarle el pulso. Numerosas indígenas tomaban la palabra para explicar conceptos y tradiciones relacionadas; viejas supersticiones seguían vivas tras siglos de colonización europea. Una cenita por el centro y algo de música en vivo en uno de los garitos de la calle Hidalgo, y a la cama, que había que madrugar.




















8/9/08

Jueves 4 de Septiembre de 2008





Por la mañana teníamos un mejor ánimo para seguir intentando contactar con las organizaciones zapatistas de la ciudad. Volvimos a recorrer las pintorescas calles de San Cristóbal en dirección a la iglesia de Santo Domingo, donde los indígenas traían sus artesanías para vender, principalmente, a los turistas. A la sombra de los árboles de la plaza se alineaba una multitud de puestitos de telas, tallas en piedra y en madera, encajes de hilo, máscaras rituales, abalorios y colgantes. Las mujeres indígenas se acicalaban el pelo unas a otras mientras el escaso turismo de la temporada baja ojeaba los productos sin demasiado interés por comprar. Susana se fue a buscar por las calles adyacentes la última de las organizaciones de apoyo zapatista de las que había oído hablar. No la quise acompañar, en realidad las expectativas eran de ella; yo seguí con interés a los zapatistas en sus primeros años, pero cuando el paso de los lustros demostró que habían conseguido poco más que armar ruido, y que el movimiento había quedado convertido en algo más folklórico que político, perdí mi interés sobre el tema. Sin duda había mucho por lo que luchar, pero el tipo de lucha de los zapatistas los condenaba al ostracismo, a ser ninguneados y arrinconados por los poderes totalitarios del Estado al que no pretendían derrocar. Me parecía que, sin tomar el poder, a poco podían aspirar más que a ser exterminados, y a padecer las mentiras de los medios de desinformación.


Curioseando por los puestos del mercado, presidido por la fachada churrigueresca de la iglesia de Santo Domingo, pasé el rato de espera. De nuevo regresó Susana algo desilusionada; ante su interés no recibió más que una mirada de extraterrestre, y un “venga usted el lunes”, al taller semanal en el que preparaban a los observadores internacionales que después subían a las comunidades zapatistas durante unas semanas. Parecía que sólo de este modo podían recibir a Susana. Como había mucho que hacer y ver en los alrededores de San Cristóbal, pensamos que bien podíamos planear nuestras visitas para estar el lunes a tiempo de acudir al taller, aunque probablemente no nos abriera la puerta que buscaba Susana.


Seguimos paseando las bulliciosas, limpias y encantadoras calles de la ciudad. Tomando un café en un local del centro, hice un comentario sobre lo flojo que estaba mi expreso, sin querer ser oído por el camarero. Pero Juan Pablo, que así se llamaba, me había oído, y no paró de insistir con toda amabilidad en cambiarme el café por otro más consistente hasta que apareció con él en la mano. Desde luego me dejó sorprendido, pues un comportamiento así en España se me hace ciencia ficción. Juan Pablo era un joven norteño que viajaba al modo que podía, cambiando de lugar de residencia cada pocos meses, y buscando trabajo allí donde encontraba un recodo amable en el camino.

Otro punto de interés podía haber sido la Universidad de Derecho. Esperábamos encontrar asociaciones y activistas, convocatorias y conferencias que nos fuesen introduciendo en el mundillo rebelde. Pero precisamente la rebeldía nos cerró las puertas. La facultad estaba cerrada a cal y canto, tomada por un grupo de estudiantes en huelga por la corrupción de los órganos administrativos. Continuamos el paseo más allá de las afueras, en busca de la facultad de lenguas, que era tal vez otro lugar con posibilidades. Pasando junto a uno de los barrios míseros de la ciudad, curiosamente adornado por una bandera gigante de México ondeando en la cima del cerro sobre el que se apiñaban las casuchas de chapa, se salía al verde campo que rodeaba un aislado edificio, la facultad de lenguas. Ni asociaciones, ni convocatorias en los tablones… la cafetería no era más que una chabola de tablas y chapa en medio del descampado, otra desilusión para mi sufriente compañera de viaje, que imaginaba la universidad mexicana como un vivero de ideas y un nido de rebeldes. Preguntando a unos estudiantes que tomaban el sol en el patio, conocimos a Gerardo, un chaval extrovertido que llevaba poco tiempo en la ciudad y parecía tener más ganas de conocer gente que nosotros mismos. Nos propuso salir a tomar algo por la noche, así que quedamos para vernos en la plaza de la catedral.

Había mucho de lo que reflexionar. Tras un par de semanas en el país ya teníamos unas cuantas primeras impresiones que poner en común. Susana estaba muy decepcionada por lo que habíamos vivido en Agua Azul, por haber sido engañados en nuestra propia lengua, y aún más por haberlo sido por los indígenas de su corazón, por los que ella bien hubiese arriesgado la vida una década atrás, en tiempos del levantamiento zapatista. Su idealismo de adolescencia, enquistado y parado en el tiempo, se daba de bruces con el suelo de la realidad. Ya la había tratado de avisar de todo esto antes de comenzar el viaje, pero sin insistir en ello; parecía mejor idea dejar que lo descubriese por sí sola. El mundo está hecho polvo, podrido y deshauciado. Pertenecemos a una especie mediocre, incapaz de la belleza. E incluso los intentos más hermosos acaban arruinados y pervertidos por la mediocridad que nos caracteriza. Lo sé, soy un pesimista terminal.

Para matar las penas volvimos paseando hacia Santo Domingo. En la plaza, un grupo de jóvenes y no tan jóvenes provenientes de varios países, cantaban con una guitarra y bebían cerveza. De pronto estábamos charlando alrededor de un banquito, al más puro estilo del botellón de Malasaña.


Susana se sorprendía por cómo los indígenas vivían al margen de la vida social y económica de la ciudad. No estaban en absoluto integrados en su propia tierra ancestral, y su presencia en las calles no distaba en el fondo de la de cualquier mendigo. Los comercios, los trabajadores, los dependientes de los establecimientos; los dueños de las casas, los ciudadanos de San Cristóbal, eran en su totalidad blancos, si acaso mestizos sin resto de herencia cultural indígena. Los indígenas se sentaban en las aceras ofreciendo colgantes, o colocaban puestos callejeros vendiendo artesanía. Existían dos Méxicos, que parecían verse y no tocarse. Y el México bueno, era para los blancos.

Despedimos la llovizna de la noche tomando una cerveza con Gerardo. Era un chaval alegre y lenguaraz, que nos contaba detalles de la vida en su Guanajuato natal, historias de su cotidianeidad, inquietudes y reflexiones. Con un fondo de reggae dejamos que se nos hiciera tarde, aunque no tanto como para que tener que volver a la apartada posada por las calles desiertas de la madrugada.


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Miércoles 3 de Septiembre de 2008

Imagino que aquellos castellanos que fundaron la ciudad de San Cristóbal en el siglo XVI no eran muy amigos del calor tropical de estas latitudes. Con sus ropajes y sayas no debían de ser muy felices en lugares de la costa donde ya en ropa corta cuesta respirar. Y tal vez por eso decidieron fundar la ciudad a 2.200 metros de altura, donde por el día no se pasaba calor, y las noches podían hacer agradable un fuego bajo.

Nosotros, por el contrario, al haber pasado tan rápido de un extremo climático al otro, teníamos un ánimo extrañamente afectado, casi tristón por las nubes grises que cubrían la ciudad, y la llovizna heladora que a cada rato nos regaba. La ciudad estaba construida en una amplia planicie rodeada de montañas muy verdes que hacían girones las nubes provenientes del mar para precipitarlas sobre los tejados castellanos de sus casas. La teja roja, las fachadas monumentales y los grandes ventanales enrejados demostraban que esta villa había sido desde su origen un lugar próspero de familias que seguramente vivieron como quisieron durante siglos. El cielo plomizo no conseguía desvanecer el colorido de sus exteriores, y por las aceras elevadas sobre los adoquines de piedra palpitaba una ciudad universitaria y joven, repleta de cafés elegantes, tiendas de artesanía, facultades y centros culturales, que se acomodaban en el interior de sus grandes patios porticados. Amplias plazas presididas por una iglesia y sombreadas por viejos árboles, servían de crisol a la vida cosmopolita de esta ciudad que mezclaba lo hispano, lo indígena, y lo internacional, en un espacio amistoso y relajado.


Como centro neurálgico y símbolo del levantamiento zapatista del año 94, conservaba múltiples referencias a su espíritu rebelde y revolucionario. Por todas partes abundaban los centros cívicos, las asociaciones estudiantiles y culturales, anunciando debates y actividades reivindicativas. Yo había conocido pocos lugares en los que se respirase un ambiente de mundo nuevo como éste. Y en el fondo era a buscar eso a lo que habíamos venido.


El pasado indígena se reivindicaba con fuerza, y por todas partes se veían referencias a su cultura ancestral, a sus lenguas y costumbres. En una tienda de artesanía hablamos con la dependienta, una chiquilla que se empezaba a formar en la cosmología maya. Nos explicó cómo los antiguos mayas, y aún hoy sus descendientes, calculaban con su calendario cuál era el Nahual o nombre sagrado de cada niño que llegaba al mundo, según su fecha de nacimiento. Era una especie de horóscopo que describía los caracteres de personalidad predominantes del individuo, y que la comunidad ocultaba a las demás comunidades para que no pudieran prever sus comportamientos en función del nahual. Casi como juego leímos la descripción de las características psicológicas relacionadas con el nuestro, y he de reconocer que describían bastante acertadamente nuestra manera de ser y de ver la vida.


El diluvio se apoderó de la ciudad durante toda la tarde. Yo preferí quedarme leyendo y escribiendo mientras Susana se recorría la ciudad una y otra vez en busca de los contactos zapatistas que había obtenido por internet. La intención era poder conocer más de cerca las comunidades zapatistas, tal vez visitar los Caracoles, las comunidades organizadas por los revolucionarios, y aprender algo de ellos. Pero la pobre volvió empapada por la lluvia, con gesto decepcionado y alicaído. No había encontrado ninguna de las asociaciones que buscaba; y para una que estaba donde esperaba, la chica que atendía al público no parecía dispuesta a facilitarle el contacto. De hecho no había mostrado ningún interés por la disposición de Susana a colaborar en Chiapas o desde España como fuese posible, tal y como deseaba. No iba a ser tan fácil como había pensado, y aunque no íbamos a tirar la toalla tan pronto, la mirada de Susana evidenciaba que poco a poco se le iba escapando de las manos su mito de juventud, que seguramente no era como ella esperaba. Los supuestos zapatistas de Agua Azul convertidos en meros bandoleros salteadores de caminos; la ausencia de predisposición ante sus buenas intenciones; incluso el hecho de que las pintadas y carteles del EZLN tuviesen el aspecto de no haber sido renovadas en años... Entre unos y otros estaban completando una pequeña decepción a la adolescente que soñó con la lucha libertaria de los indígenas mexicanos.


Por lo menos la ciudad era el lugar perfecto para pasear, y con la luz de las farolas salimos nada más que se marchó el aguacero. En los cafés animados de la calle Hidalgo se respiraba un ambiente estudiantil y bohemio, alternativo y comprometido. Pero no parecía quedar ni rastro del subcomandante Marcos y del movimiento indígena.
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