24/10/08

Miércoles 15 de Octubre de 2008


Estábamos impresionados por la hospitalidad de nuestros nuevos amigos. Tan sólo habíamos compartido unas horas con ellos y nos hacían sentir como en familia, como en casa. Estaba claro que nos iba a costar decir adiós por la tarde, pero todavía teníamos todo el día para disfrutar del humor y de las anécdotas de Iliana y Manuel. Un largo desayuno, un relajado ambiente casero y amistoso, y Manuel siempre con su carácter resuelto y parlanchín, con madera de cómico y una mente privilegiada. No eran menos interesantes sus amigos. A medio día llegó Ismael, otro doctor en sociología que conocía a Manuel e Iliana de toda la vida, y que procedente de Mazatlán venía a unos congresos en Cuernavaca cargado con los mejores camarones del Mundo (los de su Sinaloa natal, por supuesto) para agasajar a sus amigos. Acompañamos a Manuel a recoger a Ismael a la estación de autobuses, y mientras hacían unos recados nos dejaron en las ruinas precolombinas de la ciudad. Tuvimos un rato para recorrer sus viejas piedras antes de que regresaran por nosotros, y de allí a hacer las compras para acompañar los camarones. Por tradición los camarones y la carne sólo los podían cocinar los hombres, así que Iliana y Susana se relajaron con un café mientras Ismael, Manuel y yo nos dedicábamos a preparar los camarones en augachile (crudos en un batido de limón y chile), y en ceviche, una especie de ensalada con camarones crudos en limón. Ismael venía de la región en la que se había originado el narco mexicano, y como sociólogo aportaba información muy interesante. Todo había empezado cuando en la Segunda Guerra Mundial EEUU había pedido a México que cultivase marihuana para sus soldados. México había escogido Sinaloa para hacer las plantaciones, y cuando pasada la guerra fue proscrito su cultivo y comercialización hacia el vecino del norte, nadie estuvo dispuesto a cambiar tan lucrativo negocio por el de las papas. Surgieron en seguida redes clandestinas para continuarlo, que con el tiempo crecieron en poder y recursos, y en violencia al luchar por la exclusividad del tráfico.

Años después se había hecho común la lucha a muerte entre las familias del narco por mantener el control; pero con el sangriento atentado de Morelia el pasado septiembre, México había asistido estupefacto a un salto cualitativo: suponía, de repente, todo un desafío al mismo Estado. Durante los años de la dictadura encubierta del PRI, al menos su cultura de la corrupción generalizada lo había hecho capaz de negociar espacios de poder con el Narco, y mantener un status quo aceptable. Pero con la reciente etapa del PAN, la coexistencia con el Narco había sido sustituida por una lucha a muerte, y el Narco estaba demostrando ser más fuerte y eficaz; en pocos años había salido de sus regiones originarias para extenderse por todo el país. Al final del camino, tal vez la debilidad y vulnerabilidad del Estado permitían pensar en su derrota a manos de un nuevo Poder, el del Narco. En el fondo no dejaba de ser la sustitución de un grupo de malandros gobernando, por otro grupo de malandros gobernando. Tan viejo como la Humanidad. De hecho, en muchos lugares gozaba de más apoyo popular el Narco que el mismo Estado, ya que eran los narcotraficantes los que construían las escuelas y los hospitales, los que daban trabajos bien remunerados, y los que movían la economía.
Ismael me recomendó leer “La Reina del Sur”, de Pérez Reverte, que según él había sido superado por la realidad. La novela hablaba de una mujer que había acabado dirigiendo el cártel de Sinaloa una vez que la mayoría de hombres con poder hubiesen ido a parar a la cárcel; y parecía ser que, efectivamente, la historia era verídica, y tal vez incluso más sangrienta y desgarrada que en la novela.

Se sumaron a la comida Omar y Vicky, otros dos doctores para la colección. Los exquisitos camarones acompañaron el típico pique de españoles y mexicanos; con socarronería desenfadada y amistosa trataba Omar de sacarnos los colores con anécdotas de su experiencia en España. Como cuando, caminando con su violín enfundado por el aeropuerto de Madrid, se dirigió a él la policía de aduana gritando sin respeto “Eh, tú, el de la guitarrita”. Lo cierto es que nos dejaba muy mal, pero como yo no podía por menos que reconocer que mi país no había terminado nunca de saltar los Pirineos, me reí tanto como los demás. Después de todo, Omar estaba casado con una española, así que no debía de tener tanto prejuicio como pretendía.
En un entrañable ambiente de humor y mentes selectas, pensé en Lucía, la hija de nuestros anfitriones, una afortunada niña que iba a crecer en un entorno insuperable; seguramente llegaría a ser todo un talento, y una amante de la vida.

El tiempo en México se agotaba, así que teníamos que continuar viaje. Con pena nos despedimos de nuestros amigos, y Omar nos acercó en su coche a la estación de autobuses. Suerte amigos, espero verlos muy pronto.

Para cruzar el centro del país y regresar al sur teníamos que tomar un autobús a Tuxla Gutiérrez, y así de paso recoger el pasaporte nuevo de Susana en el consulado de la capital de Chiapas. No había trayecto directo desde Cuernavaca, así que tomamos el de Puebla, y de allí el autobús nocturno a Tuxla.
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Martes 14 de Octubre de 2008





El esposo de nuestra amiga Iliana de Cuernavaca se encontraba en la ciudad dando su clase semanal en la universidad. Manuel acababa de regresar de sus congresos internacionales, y retomaba las clases, así que quedamos con él por la noche en una salida de metro de la zona sur de la ciudad para irnos en su coche a Cuernavaca y pasar un día con ellos. Teníamos hasta las 8 de la noche para hacer las últimas visitas por ciudad de México, un lugar que nos había cautivado con sus infinitos atractivos, muchos de los cuales dejaríamos sin ver, y su oferta cultural sin fin que tal vez algún día habría que disfrutar con más tiempo.

Empezamos por tomar nuestro último desayuno en una cafetería que ya nos había aficionado, y donde cada mañana en la capital tomábamos un buen café con rosquillas leyendo el periódico, casi siempre con fondo de música de Mecano o Sabina. Óscar nos había recomendado ver los murales del Palacio de Justicia, en el mismo Zócalo, y tras varios controles de seguridad entramos en el corazón de la máquina, llena de sedes ministeriales y de engominados con corbata. Algunos de los murales nos dejaron, en efecto, estupefactos, con una desgarrada denuncia de los crímenes de Estado, de la represión del año 68, o de la infamia de las cárceles y de la tortura policial. En uno incluso se sugería la violación de una detenida política por parte de sus captores policiales. No supimos cómo tomarnos aquel contraste; aquel edificio era la sede de los responsables de tales crímenes, y paradójicamente habían permitido una decoración semejante en sus pasillos. ¿Era recochineo? ¿Era una manera de desvincularse de los abusos y presentarse como el Estado nuevo que les pondría punto final? Más bien nos recordaban las palabras de Gema en la pulquería: aquél era el país de la risa, un lugar surrealista que no había por dónde cogerlo…

Saliendo al Zócalo hicimos un breve recorrido por las carpas de la feria del libro que había tomado toda su extensión. Editoriales alternativas ofrecían títulos subversivos frente al Palacio de Gobierno; volviendo al surrealismo, en un país como México, con un alto grado de represión política, había amplios espacios para la contracultura impensables en cualquier otro lugar del mundo.







Pasando el Palacio de Bellas Artes nos adentramos en el sector de los rascacielos y oficinas, otro contraste para la colección. Allí se mostraba el México más sofisticado, el que mezcla inglés en sus conversaciones y alardea de su última escapada a Miami. Preguntamos a una chica bien trajeada cómo llegar a una parada de metro próxima, y nos miró con cara de extraterrestre: no sabía, tal vez no había tomado el metro en toda su vida.







Haciendo tiempo hasta la cita con Manuel, entramos al cine a ver otra película mexicana: “Bajo Juárez”, un documental sobre los centenares de mujeres violadas, torturadas y asesinadas en la fronteriza Ciudad Juárez. La cinta reflejaba fielmente la impunidad y la corrupción en que vivía el país: sólo con la connivencia de las altas esferas de la Justicia y el Gobierno podía suceder algo así durante más de una década sin que nadie hiciese nada. Los únicos condenados por los crímenes, meros chivos expiatorios, tenían coartadas tan exageradas como que se encontraban viviendo y trabajando a 2.000 kilómetros de la ciudad el día de los hechos, y pese a ello se pudrían en la cárcel. Todo apuntaba a hijos predilectos de las familias más poderosas, las mismas que gobernaban el país y que, por supuesto, no estaban dispuestas a esclarecer los hechos ni a ponerles coto. Las muchachas eran llevadas por la fuerza a orgías privadas de la alta sociedad que siempre acababan en atroz asesinato. Un argumento similar a “Tesis”, de Amenábar.
Tal vez una sociedad construida alrededor de la exaltación del hedonismo acababa llevándolo a menudo al extremo; los alicientes y placeres se gastan, cuando son objeto único de consumo, y algunas mentes se van insensibilizando, y continúan buscando experiencias cada vez más extremas… ¿se trata de individuos enfermos, o de toda una sociedad enferma que produce tales individuos?

Recogimos nuestros bártulos de la posada, y tras otra entrañable experiencia a presión en el metro del DF, llegamos al punto de encuentro con Manuel. En las dos horas de trayecto hasta Cuernavaca, y después en su casa con Iliana, se nos pasó el tiempo charlando. Manuel era doctor en psicopedagogía, un intelectual que, pese a ser toda una figura, podía presumir de un genio alegre y de un ingenio vivaracho y divertido. Especialmente cuando nos contaba anécdotas de sus viajes por España con su perfecta imitación del acento extremeño.
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Lunes 13 de Octubre de 2008

El conductor nos había dado la noche martirizándonos con corridos mexicanos a todo volumen. Cuando Susana le pidió que bajara la música, le contestó que si lo hacía se dormiría. Aún así se obró el milagro, y llegamos vivos, aunque muertos de sueño por no haber pegado ojo, al atasco mañanero de la capital. Buscamos una posada cerca del Zócalo, y en seguida salimos a pasear. En el mercado de artesanía curioseamos entre puestos de plata y telas con motivos étnicos; y en los puestos que rodeaban el Zócalo compramos un peluche para la bebé de Iliana, a la que íbamos a visitar de nuevo de regreso a Cuernavaca. Llamamos a Óscar para tomar algo y despedirnos, y por la tarde acudimos de nuevo a su casa. No tardó en llegar su novia Alexandra, y poco después Ruth, una española que llevaba unos años afincada en el DF, y que parecía mucho más a gusto con su nueva vida indiana que Alexandra. Llegó con un catálogo de ofertas de pisos recién reformados en pleno centro. Los más caros rondaban los 30.000 euros, y si hubiera llevado suelto no me hubiese resistido a la tentación de comprarme un par de ellos… casi como los precios de Madrid.

Aún se nos uniría otra chiquilla francesa, una viajera de aventura que no tenía aspecto de tal. Entre otros viajes, había caminado en solitario una ruta de 600 km por los bosques de Canadá, algo para quitarse el sombrero. Y allí estaba en México, disfrutando de la comodidad de ser extranjero en un país que desde los tiempos de Lázaro Cárdenas trataba a los de fuera mejor que a los de adentro. Colaboraba con una organización que ayudaba a los niños de la calle, pero estaba empezando a desvincularse de ellos. Por una parte, ayudando a unos pocos afortunados no se solucionaba el problema, que nunca se atacaba de raíz (la miseria y la exclusión), sino que se abordaba sintomática y superficialmente. Por otra parte, los tiempos de las pandillas de niños abandonados viviendo en la calle e inhalando pegamento para olvidarse hasta de la vida, ya habían pasado; la miseria se vivía en familia, y el abandono no era tan numeroso como en el Brasil de los Escuadrones de la Muerte, o el Perú de las Maras. Las ONG´s habían montado un negocio con el tema, y a falta de niños peleaban por sacarlos de donde fuese, para no perder sus jugosas subvenciones.

Juntos fuimos a disfrutar de las mejores vistas nocturnas del Zócalo y de la ciudad: desde la terraza de un hotel de interior art decó que por fuera pasaba desapercibido por su mugrienta fachada, se abría un privilegiado balcón al Zócalo iluminado y a los barrios marginales que al poco comenzaban y se encaramaban por algunas lomas, con un engañoso aspecto de agradable belén iluminado en la noche. Óscar señalaba unas cuadras más al norte, a la colonia de Tepito, donde era mejor no caminar si se quería salir vivo. Allí podía encontrarse cualquier arma, misiles y cohetes incluso. El narcotráfico se surtía en sus calles, y disponía de un armamento mejor que el del propio ejército, y de fusiles a los que teóricamente sólo tenían acceso los ejércitos de la OTAN, desvelando oscuras conexiones. Cuanto más sabíamos menos entendíamos este complejo país.
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Domingo 12 de Octubre de 2008

Habíamos tocado norte, llegando al extremo de nuestra ruta, y ahora tocaba deshacer el camino hacia el sur. Hasta ciudad de México había más de 10 horas, por lo que lo más práctico era tomar un autobús nocturno para aparecer por la mañana en la capital. Zacatecas estaba visto, así que dejamos la ciudad y dimos un pequeño salto de una hora a Aguascalientes. Allí podíamos emplear las horas del día visitando un destino menor mientras llegaba la noche para tomar el bus de México. Dejamos las mochilas en consigna, y tomamos el colectivo al centro. Todo lo que veíamos al paso era nuevo y feo, cemento y vidrio crecidos sin cuidado como en una caótica cristalización postmoderna. Poco quedaba del brillo arquitectónico colonial, aparte de una plaza central muy mona presidida por la inevitable catedral barroca. El domingo había vaciado la mayoría de las calles, y con los comercios cerrados adquirían un aspecto algo desolado que sembraba la desconfianza. Pero pasando la catedral encontramos una calle apañada con multitud de cafeterías en la que se relajaba un dominical y adormecido asueto. En una de ellas entramos a tomar un café. El que lo atendía no parecía mexicano, aunque hablaba perfectamente el español. Farid era un argelino que llevaba décadas fuera de su país. En Grecia había estudiado derecho internacional, decía hablar siete idiomas, y charlando con él descubrimos un tipo culto y meditadamente profundo. Era musulmán no practicante, pues pensaba que la religión era algo íntimo que no tenía que traspasar las fronteras de uno mismo. Hablar de religión, como de política, sólo servía para enfrentar a las personas, lo cual no valía la pena. Había llegado a México a estudiar un postgrado, y allí se había quedado por amor. Casado con una mexicana, pronto había dejado su oneroso trabajo como abogado; sí, aquello le daba dinero, pero no el tiempo para disfrutar de sus hijos, que crecían sin casi conocerlo. ¿Para qué valía el dinero, pues? Por eso había transformado su vida, mucho más sencilla ahora, trabajando en su propia cafetería; que le daba lo justo para sobrevivir cómodamente, pero mucho tiempo para lo que realmente importaba. Hoy lo que se planteaba era dónde seguir su vida: ya habían abandonado ciudad de México después de que a su esposa la asaltaran en su propio coche poniéndole una pistola en la boca. Y poco a poco el país se estaba volviendo tan complicado hasta en rincones antes tranquilos como Aguascalientes, que tal vez llegaba el momento de volver a Grecia.

Farid nos contó muchas curiosidades sobre su país. Por ejemplo, que cualquier musulmán del mundo era capaz de leer árabe, pero eso no implicaba capacidad de comunicación, ya que hablarlo era otra cosa; por eso, a menudo necesitaban una lengua franca como el inglés para poderse entender. Su tono mediterráneo, amable y conciliador me hacía sentirme cerca de casa.







Atravesando un frondoso parque se llegaba a un moderno centro comercial al aire libre con más aspecto hispano e histórico que la mayor parte de la ciudad. Parecían darse cita allí todos sus habitantes, repartiéndose entre las terrazas y los bares con temas taurinos, y las actuaciones callejeras: payasos para los niños, grupos de percusión y baile africanos para los medianos; y para los amantes de las gorritas de beisbol, raperos haciendo de las suyas e imitando la maravillosa subcultura pandillera norteamericana. Al anochecer regresamos a la estación, rumbo a la capital.




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Sábado 11 de Octubre de 2008







Después del desayuno caminamos hasta el convento de San Francisco, al final de las calles monumentales del centro. Se trataba de la típica estampa de ruinas de arcos y bóvedas ocupadas por enredaderas, árboles y nopales inundando de Naturaleza los viejos claustros y los ábsides. Recientemente convertido en un museo visitable, estaba ligeramente cuidado y ajardinado, aunque ni una piedra había sido movida de su lugar. En una de las salas en pie se conservaban varios edictos firmados por Felipe II por los que se le daba a Zacatecas el título de Ciudad, después distinciones honoríficas, e incluso un escudo de armas.







Siguiendo calles arriba la monumentalidad desaparecía, y encontramos una ciudad más sucia y descuidada, que sin embargo conservaba el encanto de la decadencia, de pueblo en el que se camina despacio y el cubo de fregar se vacía en el pavimento de la calle. En una de las casonas nos encontramos con una exposición de fotografía: eran instantáneas de los meses en que la ciudad de Oaxaca se había rebelado contra el Estado central, dos años atrás. Todo había empezado con unas reivindicaciones de los maestros y los estudiantes, a las que poco a poco se había sumado la mayoría de la población. Durante unos meses tomaron la ciudad, expulsaron a las autoridades y a la policía, y se declararon autónomos. El control y la justicia eran ejercidos popularmente: los ladrones eran atados en lugares públicos con un cartel visible de “Rata”, explicando los motivos para el escarmiento. Una fotografía mostraba un violador que había sido apaleado y, sin peligro de su vida, sufría sus heridas atado a una farola con un cartel que lo explicaba. Numerosas fotografías de asambleas populares eran sucedidas por la llegada final del ejército, que a sangre y fuego acabó con la rebelión. Terribles fotografías de sicarios del narcotráfico pagados por el Estado para disparar contra los manifestantes helaban el corazón. Nadie supo decirnos el número de muertos en que terminó aquella rabieta popular, tras la cual todo volvió al mismo punto del que se había partido. Nos acordamos de los maestros que acampaban en Cuernavaca, muchos de ellos provenientes de Oaxaca; así había empezado todo en aquella ciudad, quién sabe en qué acabaría todo.







Por la tarde tomamos el teleférico al cerro de la Bufa. Una envidiable vista de la ciudad era superada por el horizonte del desierto, que se escapaba hacia unas desvaídas brumas que bien podrían haber sido un mar, si éste no se encontrara a cientos de kilómetros más al este.







Después de disfrutar del paseo de regreso a la ciudad, y más tarde de las callejoneadas de estudiantes, acabamos probando la noche en un antro de barrio. Algún mariachi despistado y algo alcohólico tomaba tequila, y el resto de rudos hombretones miraban el boxeo en la televisión. El camarero, sorprendido de nuestra presencia, trató de ser amable, y para hacernos sentir como en casa nos puso canciones de Sabina, en una luz sucia que levantaba polvaredas añejas de las roñosas estanterías repletas de mil marcas de tequila.
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Viernes 10 de Octubre de 2008

El viaje iba llegando a su recta final; bueno, bien es cierto que nos quedaban 17 días de viaje, y cualquiera diría que es el tiempo del que dispone el común de los mortales para hacer el viaje de su vida. Pero con las dimensiones de México, sin haber desperdiciado mucho el tiempo, todavía teníamos todo el norte por conocer, y miles de kilómetros de recorrido para regresar a Cancún con tiempo de tomar el avión. Ya hacía tiempo que habíamos decidido disfrutar con tranquilidad del sur y el centro, y dejar para otra ocasión el extenso norte. Aquella mañana tomamos el autobús a Zacatecas, nuestra parada más septentrional, y la última antes de iniciar la ruta de regreso hacia el sur y hacia Yucatán.

Dejamos nuestro querido chamizo de lo alto del cerro de Guanajuato, y recorrimos de nuevo las calles del valle en dirección al mercado cubierto. Desayunamos allí y cogimos el autobús a la estación. Teníamos que hacer escala en León, una ciudad industrial con poco que ofrecer al visitante.

Solíamos escuchar la radio para amenizar los recorridos diurnos. Un anuncio en la emisora de Guanajuato nos llamó la atención: “¿Quieres participar en el rodaje de una película? Si tienes tez blanca de tipo europeo, llama al…” La segregación racial seguía como toda la vida; ni si quiera escondían por vergüenza esta realidad inconfesable, y no bastaba con que, efectivamente, todos los tipos y tipas que salían en la tele o en los carteles publicitarios, desde el comentarista de las noticias hasta el actor del anuncio de yogur, fuesen blanquitos de pura cepa en este país abrumadoramente mestizo e indígena.

En León no tuvimos tiempo de visitar el centro, que todavía guardaba un par de detalles del pasado colonial. Seguramente fundada por leoneses de la península con un tanto de nostalgia, habían imitado su catedral en una versión reducida, pero manteniendo el esplendor de sus vidrieras policromadas. Nos quedamos sin verlo, y tan sólo almorzamos alrededor de la estación antes de tomar el siguiente autobús hacia Zacatecas.

En la carretera eran frecuentes los controles militares. El Narco y el Estado se habían enzarzado en una aparente guerra que parecía todo un desafío al poder establecido; las noticias de matanzas entre bandas y contra policías eran diarias, y el efecto notable para nosotros era que cada poco y en cada carretera, un efectivo armado hasta los dientes revisaba pasajeros y equipajes. Varios soldados entraban fusil en mano en el autobús, y pedían la documentación a quien encontraran sospechoso. Susana tuvo la tentación de hacer una foto disimulada con los militarotes dentro del autobús, y aunque le dije que no estábamos en Madrid, no conseguí disuadirla. Uno de ellos la vio, y con rostro desencajado e intimidante y voz amenazadora, vino corriendo a preguntar si había tomado una fotografía. El corazón de Susana se debió poner al galope, y se quedó paralizada balbuceando una respuesta. Yo le contesté por ella tranquilamente, casi mostrando indiferencia, que estaba viendo fotos del día anterior; y aunque no quedó muy convencido, se marchó sin saber qué contestar o qué hacer. Susana se quedó asustadísima, dándose cuenta de que no se trataba de soldados europeos; que estaba en un país hispanoamericano donde los militares habían hecho desaparecer a millones de personas durante el último medio siglo, masacradas por cualquier idea política o casi por capricho. En fin, que en lo sucesivo no era cuestión de andarse con tonterías con ellos.

Seguíamos por un paisaje semidesértico de lomas suaves, cárcavas profundas de las escasas y torrenciales lluvias, y el típico decorado de espinos y cactus gigantes de las películas del oeste. Zacatecas era una ciudad con un extraño aspecto de alfombra acomodada sobre suaves colinas, sin ningún edificio cuya altura destacase sobre los demás. Detrás de ella se elevaba una montaña un poco más alta con un afloramiento rocoso peculiar, a cuyo mirador llevaba un teleférico que partía del lado opuesto de Zacatecas.











Tampoco era un lugar barato para alojarse, y para cuando encontramos algo ajustado a nuestras pretensiones, ya habíamos recorrido las calles más llamativas de la ciudad. Muy venida a menos, la ciudad había conocido el esplendor de la minería platera, y disponía de un centro monumental elaborado en cantería rosada, que era presidido por una espléndida catedral de portada churrigueresca. Sus plazuelas se llenaban de gente paseando al atardecer; actuaciones de payasos concentraban en una escalinata a las familias con niños, y entre sus cafeterías y soportales se repartía una nutrida vida estudiantil. Era una ciudad que a menudo recordaba a Granada, en su arquitectura como en su ambiente.







Se nos hizo de noche paseando por sus calles; de repente se empezó a oír música de charanga, con un inequívoco sabor bajoaragonés o navarro. De un callejón apareció una peña de estudiantes, no menos de 300, que bailaban recorriendo las calles al son de la charanga. Cuando encontraban una pareja salían al unísono a la carrera, y los rodeaban chillando “¡Beso, beso, beso…!”, para celebrarlo después con un griterío. Así, sin esperarlo, me encontraba en algo muy parecido a la Vaquilla de Teruel, y casi me emocioné. Nos contaron que se trataba de las “callejoneadas”, una tradición de estudiantes que se repetía cada viernes y cada sábado por la noche. Eso sí, llamaban tamborazos a las charangas. Qué curioso me resultaba que dos pueblos con tanto en común, casi dos versiones calcadas en mundos paralelos, se ignorasen y se desconociesen infinitamente.
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19/10/08

Miércoles 8 y Jueves 9 de Octubre de 2008







Con un par de paseos, uno de día y otro de noche, se podía dar la ciudad por vista, así que aprovechamos bien la mañana para recorrer todos sus rincones, y después de comer tomamos el autobús para continuar a nuestro siguiente destino: Guanajuato.

Llegamos a la ciudad en pleno festival cervantino, un evento anual con fama internacional que atraía a Guanajuato a artistas e intelectuales de todo el país, estudiantes y viajeros, que llenaban la ciudad y disparaban los precios del alojamiento. Pasamos buena parte de la tarde recorriendo la ciudad mochila al hombro en busca de algún acomodo de precio razonable, y cuando ya casi habíamos agotado las posibilidades, probamos suerte preguntando por algún particular que alquilase un cuarto. El dueño de una tienda me dio en seguida la referencia de una señora que vivía a pocos metros de allí. La mujer nos ofreció un cuarto por un precio razonable, pero todavía teníamos que verlo. Ascendimos por uno de los cerros que rodeaba la ciudad hasta llegar casi a lo más elevado. En un terreno vallado, casi un corral, tenía una chabola infame techada de lata, con un camastro y una puerta que mal ajustaba. Las vistas de la ciudad eran insuperables, eso sí. Un colorido mosaico de casitas encaramadas en las lomas semidesérticas, reverdecidas por las recientes lluvias y pobladas de cactus candelabro, se abría a la vista bajo un cielo de acuarela, con nubes asombrosas peleando con un sol ya moribundo. Creo que el aspecto del cuartucho le costó a Susana casi deprimirse, pero no teníamos muchas más opciones. Así que nos quedamos. Después de todo, cuando se viaja sólo se necesita la habitación para dormir, y de noche todos los gatos son pardos.









Después de una buena ducha regresamos ladera abajo al animado centro, que bullía de gente joven: cada bar ofrecía música en vivo, y los mariachis animaban la principal plaza con su música desgarrada y eufórica. No tuvimos gana de hacer cola para asistir gratis al concierto de Serrat, y nos conformamos con un agradable paseo por las serpenteantes calles de la ciudad, encajada en el fondo de un valle que se quebraba en seguida para sostener sus casitas precarias en las lomas que la rodeaban.



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Empleamos la mañana siguiente en recorrer sus calles y pasadizos. Un laberinto de túneles y fosos comunicaba extremos opuestos de la ciudad, haciéndola extrañamente original. Tanto nos habían hablado de Guanajuato que esperábamos encontrar en ella nuestro lugar predilecto en México. Pero aparte de su escenario espectacular, de sus laderas atiborradas de sencillas casitas de colores, y de la vida de sus plazas en pleno festival, no ofrecía un conjunto arquitectónico destacable. Sin duda nos quedábamos con San Cristóbal y con su encanto multicultural, cosmopolita, rural y refinado. Guanajuato disponía de un centro monumental que ocupaba un par de calles encajadas en lo profundo del valle; pero en cuanto se salía de ellas, las construcciones no eran mucho más elaboradas que las de cualquier favela de Rio de Janeiro. Aunque eso sí, con la mano de pintura de colores que las cubría adquirían un aspecto de maqueta recién terminada que en parte lo compensaba.








El ambiente estudiantil había tomado el centro, y lo disfrutamos tranquilamente con un café allí y un paseo allá. De noche volvía la música en vivo, las actuaciones de payasos para los niños, y los coros de mariachis. Entramos en uno de tantos bares, donde varios cantautores se turnaban para imitar a Pablo Milanés o entonar sus propias composiciones. Los únicos que no estábamos allí para cantar éramos Susana y yo, así que disfrutamos en exclusiva del concierto. Bueno, yo más bien lo sufrí, pues tengo una cierta incapacidad para prestar atención a las letras de las canciones, en seguida vuela mi pensamiento y me pierdo en otras cosas. Y dado que la música del género “cantautor” es siempre la misma, acabé más con dolor de cabeza que con paz de espíritu.








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Martes 7 de Octubre de 2008






Después de una relajada mañana llegó el momento de empaquetar y decir adiós por el momento a la ciudad de México. En la estación de autobuses del Norte tomamos el transporte a Querétaro, una ciudad que no parecía tener demasiados puntos de interés, y que pasaríamos sin ver para continuar en otro autobús hasta San Miguel de Allende. Su centro colonial sí que era interesante, y situado en la empinada ladera de un cerro, ofrecía una estructura más aleatoria y llena de rincones con encanto. Su pasado minero y platero la habían enriquecido y llenado de palacios e iglesias barrocas, y con el turismo vivía una nueva edad dorada.













Después de alojamos salimos a pasear. Sus bellísimas casonas coloniales acogían un turismo exclusivamente norteamericano, y ya entrado en años, lo cual la hacía demasiado cara para nosotros. Durante muchos años había recibido este tipo de visitantes, y poco a poco se habían instalado definitivamente, controlando la mayor parte de sus negocios hosteleros. La ventaja era que su centro estaba esmeradamente cuidado, rico en detalles y buen gusto, como sus numerosas fuentes decoradas con cerámicas de Talavera. La pega era su precio excesivo para el mochilero, y que los únicos jóvenes en la ciudad éramos nosotros.








Por sus angostas y empinadas calles adoquinadas aparecían cafeterías y restaurantes en patios ajardinados, deliciosamente ambientados por velas y antorchas para clientes adinerados y refinados, en una atmósfera relajada de enredaderas trepando por rejas de forja. Demasiado inactiva para nosotros, demasiado aburrida.






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Lunes 6 de Octubre de 2008

El Mundo y las bolsas seguían cayéndose, hasta el Banco Mundial afirmaba en grandes titulares que el sistema ya no funcionaba, que había que inventar algo nuevo. Y allí estábamos los dos, inconscientes, levantándonos a capricho y disfrutando de la soleada mañana por las calles del Zócalo mientras aún pudiéramos permitirnos lujos como éste, en serio peligro de extinción.
Susana se dedicó a recorrer varios puntos de la ciudad que tenía pendientes: la sede del EZLN, la librería de la Jornada (un importante periódico independiente mexicano), el mercado de artesanías… Yo preferí quedarme paseando, y poner al día mis anotaciones. Nos reencontramos después de comer para visitar los murales del palacio presidencial.













Más tarde nos acercamos en metro al Mercado de Sonora. Su atractivo principal eran sus numerosos puestos dedicados a la magia negra y blanca, sus amuletos de vudú que sólo servían tras un complicado ritual, y a los que había que alimentar con cigarros y tequila para que obrasen sus milagros. Los había para buscar trabajo, para conquistar a un hombre o a una mujer; para llevar la desgracia a un enemigo, o para tener suerte en un negocio. Plantas mágicas, imágenes de santería; cuernos y cráneos de animales, polvos mágicos para atraer el dinero, el amor, la armonía familiar… Por pocos pesos se podía recibir una limpieza espiritual que alejara el mal de ojo, una sanación de un mal del alma, o una lectura de cartas. Después de un buen rato curioseando entre humo de velas y pellejos resecos, aprovechamos una tregua de la tormenta que estaba cayendo para atravesar las anegadas calles que llevaban de vuelta al metro.

Queríamos probar la bebida prehispánica por excelencia, y que había sido hasta hacía poco toda una tradición en México, hoy casi desaparecida: el pulque, la bebida fermentada de maguey, el mismo ágave del que los españoles obtuvieron el tequila. Óscar nos había recomendado una pulquería cerca del Zócalo. Era un lugar cutrecillo y lleno de estudiantes que declaraban su rebeldía escuchando una música que, por primera vez en casi todo el viaje, no consistía en una sucesión de corridos norteños insoportables. El pulque era un mejunje con textura babosa, con algo de gas y un toque alcohólico similar a la cerveza; y no estaba nada mal.








Las mesas desemparejadas invitaban a conocer gente, y en seguida estábamos charlando con Gema y Óscar, una pareja de estudiantes que nos invitaron a probar la variedad más pura de pulque. Óscar era estudiante de bellas artes, un tipo bohemio con un toque intelectual y transgresor que se encontraba desempleado; su novia lo mantenía con lo que sacaba vendiendo artesanía. Motivos no les faltaban para quejarse, y desde luego que se desahogaron con los dos extranjeros que se habían perdido por el antro. Según nos decían, México era el país de la risa; pasara lo que pasara, a nadie parecía importar, y sólo producía risa en un pueblo hastiado e indiferente. Nadie ayudaba a nadie, ni aspiraba a mejorar su situación. La inflación incontrolada, los salarios congelados por décadas; la miseria campando a sus anchas, y la mayoría de la gente viviendo en infraviviendas y sin trabajo… y pese a todo, nada sucedía. Ciudad Juárez no era el único sitio donde las mujeres eran asesinadas en serie; la impunidad estaba extendida por toda la geografía del país, y ya ni si quiera se publicaban las cifras de asesinatos y violaciones. Por unos pesos vendían algunos indígenas a sus propios hijos, para servir de trabajo esclavo, sufrir las redes de pornografía infantil, o ser víctimas del tráfico de órganos. Todo un paraíso, ¿verdad?

A las 8 nos echaron del bar para cerrar, y la conversación siguió bajo la luz de una farola. También, me contaba Gema, México era el país de la apariencia: ropa, peinado, zapatos… y sobre todo el color de la piel, decidían qué papel representaba cada uno en la escala social. Las puertas estaban cerradas para cualquiera que tuviese un toque mestizo en su piel, y sólo se abrían para los blancos. Nuestros amigos eran también conscientes de que la independencia lo había dejado todo igual, y sólo hizo más poderosos a los criollos, que seguían gobernando y haciendo a su antojo. Entre tanto, el pueblo indígena y mestizo seguía apartado; y lo que es peor: acomplejado. La televisión, controlando las mentes al milímetro, perpetuaba la segregación, y si alguna vez aparecía una piel oscura en la pantalla, era la del malandro o la del esclavo. Los protagonistas de novelas y películas, así como de todos los spots publicitarios, eran de pura raza blanca. Por otra parte, se había impuesto la división de roles de la cultura norteamericana, estructurada en base al dinero; un clasismo en el que el triunfo personal individualista se tenía que alcanzar a costa de los demás: porque no bastaba con ser bueno o brillante; hacía falta poder mirar a los demás por encima del hombro. Y en esa cultura vivía todo el país, no importaba si se fuese hambriento o dueño de multinacional; el modelo a seguir era el mismo.
Con conversaciones casuales como ésta es como se profundiza en un país, y con una versión más íbamos completando nuestra imagen de México.
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Domingo 5 de Octubre de 2008







No podíamos irnos sin visitar las ruinas de la majestuosa Teotihuacán, unos kilómetros al norte de la ciudad de México. Tomamos el metro hasta la estación del Norte, y desde allí un autobús que nos dejaba, una hora después, en la puerta del parque arqueológico. Ya aparecía la silueta de sus dos pirámides principales al final de los cuatro kilómetros de avenidas, edificios y templos, que las precedían desde el sur. La avenida principal, o de los Muertos, sorprendía por su increíble extensión, más parecida a la de un aeropuerto que a la de una ciudad planeada hace dos mil años.

Los teotihuacanos fueron el pueblo originario y pionero de la cultura mesoamericana; a principios de la era cristiana, la pequeña aldea que ocupaba el valle recibió una avalancha de refugiados provenientes de las áreas desoladas por la erupción de un volcán del valle de México. De pronto era necesaria una estructura organizativa capaz de ordenar una sociedad multicultural, y así surgió y creció la ciudad planificada de Teotihuacán, sumando barrios cuyos habitantes pertenecían a etnias diferentes, y que edificaron en la avenida principal sus edificios administrativos. Se convirtió en un centro de poder y de cultura que irradiaba a miles de kilómetros alrededor, y durante el milenio de esplendor llegaron a crear en ella sus propios barrios culturas tan distantes como las de Oaxaca o del Yucatán. Un sistema de alcantarillado adelantado a su tiempo evacuaba las aguas de la ciudad. Cuando en el siglo IX, tras 9 siglos de Historia y estabilidad, estalla una revuelta interna que llena de cadáveres abandonados sus calles y destruye muchos de sus edificios principales, sus habitantes huyen y regresan a sus regiones de procedencia, llevándose consigo la cultura, las técnicas arquitectónicas, y el culto religioso, entre otras muchas facetas que enriquecieron a los pueblos posteriores, que sin excepción, imitaron a la legendaria Teotihuacán. Así siguió, abandonada y convertida en un lugar sagrado y venerado por los siglos venideros, como referencia para pueblos tales como los toltecas, los mayas o los aztecas, que respetaron y reverenciaron siempre sus viejas piedras.

Comenzando desde el sur, fuimos recorriendo los 4 kilómetros de la avenida de los Muertos, un centenar de metros de anchura flanqueado por pirámides menores, plazas ceremoniales, y complejos administrativos correspondientes a cada uno de los linajes que dieron vida a la ciudad. En el extremo norte, recortada contra la enorme montaña que presidía el valle y a la cual evidentemente imitaba, aparecía la majestuosa silueta de la Pirámide de la Luna, más pequeña que la del Sol, pero más impresionante que ésta por situarse al final de la avenida y sin obstáculos que impidieran apreciar su perspectiva. Dejamos a un lado la Pirámide del Sol, reservando su ascenso para el final, y seguimos bajo la dorada luz tamizada de la mañana hacia la Pirámide de la Luna. A sus pies se abría una plaza rectangular adornada de otras pirámides menores, y subiendo la escalinata final ascendimos a la mejor vista de la ciudad. La suave bruma del valle desdibujaba levemente los contornos, y permitía apreciar mejor las distancias y las perspectivas. Sin duda estábamos contemplando una de las maravillas de la Humanidad. La inmensa mole de la Pirámide del Sol aparecía soberbia, alineada con la lejana presencia del Popocatepetl. Allí nos sentamos para disfrutar largo rato de la estampa, según el sol iba disolviendo las brumas para imponerse en el valle arbolado.








El ascenso a la Pirámide del Sol, en realidad dedicada al dios de la Lluvia, era imprescindible para admirar su volumen comparable, aunque menor, al de la pirámide de Keops en Egipto; sin embargo las vistas que ofrecía su cumbre no eran igualables a las que habíamos disfrutado sobre la Pirámide de la Luna. Entre tanto una marea de gente recorría como pequeñas hormigas una ciudad tal vez pensada para dioses.








Después de todo el día pateando la desproporcionada escala de Teotihuacán no nos quedaba fuerza más que para regresar al DF, buscar dónde comer algo, y regresar a la habitación a descansar.
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Sábado 4 de Octubre de 2008

Iliana, la encantadora amiga que habíamos conocido en Cuernavaca, nos había dado el teléfono de un amigo suyo, Óscar, para que nos pusiésemos en contacto con él en la capital. Nos invitó a tomar un café a su casa, y desde el mediodía estuvimos de charla con él. Óscar era un tipo interesante, con una cultura considerable y una capacidad reflexiva única. Había estudiado Ciencias Políticas, aunque se dedicaba a escribir en revistas, a hacer crítica cultural, o incluso a la informática. En seguida salió el preguntón que tengo dentro, y la conversación derivó hacia contenidos más tangibles para quienes, como nosotros, pretendemos conocer la realidad del país. La problemática mexicana era compleja, pero tras 70 años de dictadura encubierta del PRI, era entendible que la cultura política y social del país se encontrara en pañales, y con mucho por cambiar y poner al día. La corrupción alcanzaba todos los niveles de la vida mexicana; una buena muestra de ello era cómo dos calles más arriba de su casa se podía obtener una falsificación válida de cualquier título universitario; ni si quiera los profesores eran fiables, y muchos de ellos habían comprado el título y la plaza que les permitía ejercer. También los cargos sindicales, hereditarios y vitalicios, paralizaban la capacidad de acción de los trabajadores, convertidos tan sólo en aparatos del tráfico de influencias. Por otra parte, el cambio no podía esperarse veloz en un país conservador como México, extremadamente orientado por los dictados de un catolicismo anclado en otros tiempos. Incluso la generación del 68 estaba aburguesada y apoltronada en las instituciones. Sin embargo Óscar no era del todo pesimista, y valoraba positivamente el lento cambio que en la cultura política estaba teniendo lugar desde el final del poder priísta.
Por otra parte, nos relataba cómo el campo mexicano había sido depauperado, los precios de sus productos hundidos por los tratados de libre comercio con EEUU, y su población empujada por tanto a huir de la miseria para caer en otra peor: la de los cinturones infames que rodean las grandes ciudades. Las condiciones habían caído en picado en pocos años: con un sueldo mínimo se había pasado de poder adquirir 56 kg de tortillas de maíz, el alimento básico de la dieta mexicana, a tan sólo 5 kg.

En esas llegó Alexandra, la novia francesa de Óscar. No se la veía del todo adaptada a su país de acogida, pese a llevar más de dos años allí. Pero como francesa blanca, México le abría muchas puertas que cerraba a sus propios ciudadanos, y para ella las ventajas superaban a desventajas como la inseguridad, el ruido, la contaminación… Su vida era mucho más fácil que cuando vivía en su estrecho y gris cuartucho de un suburbio parisino, y no parecía dispuesta a regresar en breve.

Salimos los cuatro a dar un paseo entorno al Zócalo. Alexandra me hablaba del estilo relajado hispano, que adoraba en contraposición a la frialdad calculada de los franceses. Como en aquella tarde, se había acostumbrado a hablar sin temor con alguien que acabase de conocer, algo impensable en la Francia postmoderna que había sustituido la retórica de la libertad por el miedo y la desconfianza, la individualidad y el aislamiento. Sin embargo no podía comprender el surrealismo mexicano presente en todas las facetas de la vida; ni la corrupción sin límites que solía rozar lo absurdo y lo hilarante.

Para completar esta visión del México incomprensible, nos llevaron a visitar una exposición sobre Lucha Libre mexicana. Toda una telenovela de enmascarados representaba semanalmente su papel, levantando la pasión de cada uno de los mexicanos, desde el más humilde hasta el doctor en sociología. Era un fenómeno difícil de entender, una suerte de catarsis colectiva en la que un simbolismo algo maniqueísta de la vida, del bien y del mal, plasmaba el día a día de los mexicanos luchando por sobrevivir en un mundo lleno de trampas. Evidentemente sus peleas llenas de aspavientos eran una pura representación teatral, pero el juego de ambigüedad en la que no se sabía dónde acababa lo fingido y dónde empezaba lo real, era capaz de enganchar por generaciones a todo un pueblo. Y esto era para nosotros lo más fascinante e incomprensible.

Tomando un café en una terraza seguimos la agradable conversación. Yo coincidía con Alexandra en un cierto diagnóstico sobre Occidente del que no había oído hablar a nadie antes, y que ronda mis pensamientos desde hace años: la decadencia terminal de la cultura occidental, que parece no poder dar más de sí. Sus modelos de vida exportados en forma de consumismo y de un determinado sistema económico, habían llevado a una depravación mental en todo el mundo, hoy inundado de una violencia y una desesperanza sin vuelta atrás. En Europa, en cambio, nos habíamos vuelto miedosos y blandengues, vulnerables ante el vuelo de una mosca. La estrategia del miedo puesta en marcha por los gobiernos de las últimas décadas nos habían llevado alegremente a renunciar a todos los logros sociales conseguidos después de un siglo de luchas, así como a deshacernos de las libertades civiles de la ya olvidada revolución francesa. De un plumazo habíamos borrado lo que nos distinguía como europeos, como supuesta cuna de la civilización. En todas partes la democracia había quedado reducida a una ridícula pantomima en la que unos embrutecidos ciudadanos sin atisbo de espíritu crítico bailaban a merced de los intereses de determinados grupos de intereses y poder, encarnados en bipartidismos repartiéndose el poder. Alexandra y yo estábamos de acuerdo en que esto no podía continuar mucho tiempo así, y que asistíamos al final, seguramente trágico, de una penosa opereta. Estábamos rodeados de culturas mucho más frescas y jóvenes, eficientes y dinámicas, aunque no por ello mejores; pero sí capaces de desplazarnos económicamente y, a la larga, políticamente: cualquier país de Asia parecía mucho más adaptado al siglo presente que los enmohecidos ciudadanos europeos, ensimismados y mirándose el ombligo sin ser conscientes de lo que se les viene encima.

Entre tanto se asombraba Óscar: hablábamos de decadencia nosotros, los europeos que lo teníamos todo, cuando en el resto del mundo la lucha era por la mera supervivencia… La crisis financiera andaba ya de boca en boca, amenazando con llevar a sus últimas y más desastrosas consecuencias las viejas profecías marxistas. Óscar, procedente de una familia de ideas marxistas, opinaba que la Humanidad iba derechita a un pozo tan oscuro, que sin remedio volvería el comunismo por sus fueros, como única alternativa viable capaz de rescatar de este fango tenebroso en el que poco a poco nos hundíamos, a este género humano engañado y exhausto.

Había sido una conversación intensa, y ya de noche nos despedimos. Susana y yo seguimos de visita para relajar la mente: la plaza de los Mariachis, que conocíamos de día, nos esperaba con un ambiente rebosante, original y extravagante. En los bares y discotecas desembarcaban lujosos autos con tipos trajeados de aspecto viperino acompañados de mujeres de película; pero la vida real era la de la explanada decorada de estatuas de charros. Cientos de mariachis ofrecían sus canciones a quien pagara por ellas, y formaban corrillos alrededor de quien recibiera la dedicatoria, a menudo escuchando en silencio, y que otras veces se unía cantando o bailando.
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Viernes 3 de Octubre de 2008








Otra visita obligada en la capital era el museo de Antropología, situado en el parque de Chapultepec. Era allí donde se guardaban las piezas arqueológicas fundamentales del mosaico de culturas que compusieron la Mesoamérica precolombina. México había sido desde tiempos remotos un lugar trasegado por innumerables culturas, que desplazando a otras previamente dominantes, habían vivido fugaces momentos de esplendor antes de ser sometidas y condenadas por el siguiente pueblo con éxito, en alguna derrota militar. Esta dinámica los había hecho cada vez más violentos, ya que sólo los pueblos guerreros más extremos podían preponderar. Al compartir un espacio tan relativamente pequeño, cada cultura había tomado los elementos religiosos, artísticos y organizativos de los anteriores, refinándolos progresivamente. Pocos pueblos habían conocido un apogeo tan prolongado como los teotihuacanos, que durante siglos aunaron alrededor de su ciudad y sus pirámides una liga de culturas dispares que se dejaron seducir y deslumbrar por sus innovaciones arquitectónicas y religiosas. Tras la diáspora que sucedió al final de la gran Teotihuacán, seguramente debida a una revolución interna que destruyó la ciudad, aquella cultura pionera que moría exportó sin saberlo sus elementos característicos a todos los pueblos que se desarrollaron después: los Mayas y Aztecas entre ellos.








La sala Maya destacaba por sus finas piezas cerámicas representando una variada y compleja estructura social, con peldaños muy diferenciados, que en el barro se distinguían por sus tocados y vestimentas característicos. En la sala Olmeca aparecían majestuosas las cabezas gigantes de piedra, con sus rasgos casi africanos llevando a la duda a los defensores de la teoría según la cual la población americana habría usado exclusivamente el helado paso del Bering glaciar. Un rasgo distintivo de esta cultura, la más antigua de todas las avanzadas, era la profusión en la representación de deidades femeninas sonrientes. Por orden cronológico parecía adivinarse una espiral de creciente violencia en sus ritos religiosos: desde la aparentemente apacible existencia Olmeca, hasta la descarnada parafernalia de muerte y decapitación azteca. Los atlantes Toltecas, cinco metros de piedra tallada, presidían otra más de las salas. Y así fuimos recorriendo una tras otra las innumerables culturas de aquella torre de babel.








Salimos a comer al parque, mientras unos voladores de Veracruz se descolgaban del alto mástil al que enrollaban sus cuerdas, dando vida a una clásica estampa ritual de los antiguos moradores del Golfo de México. Y aún quedaba por ver lo más impresionante: la sala azteca, con sus terroríficas deidades, los códices contando su odisea desde que salieran de la isla de Aztlán hasta que fundaron la ciudad de Tenochtitlán en el lago de Taxcoco, o la emblemática losa del calendario azteca. Pasamos un buen rato disfrutando de ésta última, por lo que pudimos asistir a la explicación de tres guías diferentes, con tres versiones que nada tenían que ver las unas con las otras. Uno explicaba que se trataba de un ring ritual en el que peleaban dos guerreros hasta la muerte; otro decía que era un calendario lunar. De los ofidios de su extremo inferior, uno interpretaba dos serpientes emplumadas; otro la vía láctea; y otro veía dos sacerdotes mirándose. En el centro, una cara encerrada en un disco con dos manos a los lados, para un guía era el quinto sol maya naciendo, agarrándose con sus manos para poder emerger; para otro guía era el Sol o el rey azteca aplastando dos corazones… Lo único que me quedó claro, es que nadie sabía a ciencia cierta qué demonios representaba aquella piedra; ah, y que había mucho charlatán viviendo del cuento.








Después de más de 8 horas de visita, en vez de cerámica tan sólo veíamos miles de pucheritos y más pucheritos, así que decidimos dar la visita por concluida. Una vista rápida al área de etnología nos sirvió para comprobar una vez más cómo la minoría blanca que dominaba a sus anchas el país, trataba, incluso en sus museos, de una manera denigrante a los pueblos originarios. Como en un zoológico se apilaban representaciones de chozas, trajes típicos y rituales en una versión comercializada y ruin de unas culturas que aún tienen mucho que enseñarnos. Durante siglos condenados a la miseria y a carecer de voz ni voto sobre su propio destino, eran mostrados allí para presumir de la riqueza cultural de un país que los ignoraba y maltrataba.
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Jueves 2 de Octubre de 2008

De tantos lugares como tenía para visitar la ciudad de México, elegimos el lado occidental de la ciudad. Caminamos por las decrépitas calles entorno al convento de Santo Domingo, sórdidas y peligrosas de noche pero vivas y bulliciosas de día, donde una miríada de oportunistas proclamaba sus servicios con la indolencia de los policías que pasaban: como quien ofrece peras y manzanas voz en cuello, estos curiosos personajes ofrecían falsificaciones de facturas y documentos oficiales, de declaraciones de la renta y de certificados de notas académicas, por un módico precio. Seguimos por las callejas hasta llegar a la plaza Garibaldi, más conocida como de los Mariachis. No había mucho que ver de día, ya que la fiesta mariachi diaria tenía lugar siempre después del anochecer. Tan sólo algún borracho perdido, y algún mariachi sin faena deambulaban por la plaza: habría que venir de noche a conocer el ambiente charro.















Continuamos hacia el norte, hasta llegar la plaza de Tlatelolco, o de las tres culturas. Su nombre se debía a que en su espacio se apilaban las ruinas de las pirámides ceremoniales aztecas de la antigua ciudad de Tlatelolco, vecina de Tenochtitlán, junto con la iglesia franciscana construida con la cantería procedente de las pirámides, y todo rodeado de los edificios modernos de hormigón y vidrio de la cultura mestiza a que aquel encuentro o desencuentro dio lugar. En la explanada libre comenzaban a concentrarse los estudiantes y activistas que venían a conmemorar la matanza de estudiantes del 68, acaecida sobre aquellas mismas losas, con una manifestación que partiría por la tarde de aquella plaza y llegaría al Zócalo. Pequeños mítines, reparto de revistas y octavillas… varios protagonistas de aquel día trágico, hoy ya rondando los sesenta, hablaban a las cámaras de una emisora de televisión mientras, a unas decenas de metros, la secta de los danzantes imitadores de los aztecas atronaban el ambiente con sus ritmos frenéticos, demostrando que la manifestación no iba con ellos. Una vez más éramos testigos de una expresión de cómo en el mismo país vivían muchos Méxicos, inconexos y extraños entre ellos.














Después de comer tomamos el metro al parque de Chapultepec, el área urbana ajardinada más grande de América, y que fuera ya disfrutada por Moctezuma, el legendario monarca azteca. Esperábamos el típico parque abandonado y solitario, peligroso y lleno de criaturas abominables; pero al contrario, nos encontramos con un cuidado lugar de esparcimiento donde familias con hijos paseaban distendidamente. Pocos árboles sobrevivían cuya edad permitiese pensar que llevasen 5 siglos plantados, y bajo su espesa sombra se desarrollaba una animada vida dominical.

A las 6 estaba prevista la llegada de los manifestantes al Zócalo, así que regresamos para estar a tiempo de presenciar el mitin. Ya se estaba llenando la plaza, y mientras Susana aprovechaba para comprar unas cosas en una calle cercana, yo tomé el camino de vuelta a la pensión. Me encontré de lleno con la riada de gente que desembocaba en la plaza por una callejita, y sin poder atravesarlos traté de seguir longitudinalmente la calle para buscar un hueco por donde cruzar. Entre miles de personas me topé, por sorpresa, con Elisabeth, la activista que habíamos conocido en el caracol zapatista de Garrucha unas semanas antes. Cámara en mano tomaba fotos de la manifestación, según me contó para una revista política. No nos dio tiempo ni a hablar de lo que habíamos pasado últimamente, porque en ese momento, de entre la marabunta surgió un grupo de anarquistas que comenzaron a golpear los escaparates y a romper vidrios y farolas con violencia asombrosa. La gente más próxima echó a correr, y Elisabeth y yo nos escapamos como pudimos de los palos, perdiéndonos de vista. Con el curioso y fugaz encuentro llegué a la pensión más tarde que Susana, y con el corazón latiendo desbocado por el susto.
Enseguida me tranquilicé y volvimos a la plaza, aunque yo no dejé de estar en guardia en toda la noche, y a cada conato de violencia en cualquiera de las salidas del Zócalo, donde los grupos más exaltados desafiaban a la policía, salimos corriendo en dirección opuesta. Al final nada grave sucedió, pese a que las porras volaron y numerosos manifestantes fueron detenidos; pero si no hubiese sido por el empeño un tanto inconsciente de Susana por quedarse, yo hubiese tenido más que suficiente con la huída del grupo anarquista. La plaza no llegó a llenarse, a pesar de la multitud de grupos que convocaban. Y en el ambiente se notaba una cierta desilusión, una desidia por tantos años de lucha y tantas voces barridas por el viento. Cuarenta años después, ni si quiera se conocía la cifra exacta de muertos en Tlatelolco.
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Miércoles 1 de Octubre de 2008

Coyoacán, el lugar de los coyotes en la lengua nahual de los mexicas, fue elegido por los conquistadores para construir sus haciendas y casonas. Allí vivieron Hernán Cortés y la Malinche, la princesa azteca que, encaprichada de Cortés, le abrió las puertas de la conquista de la capital. Se podía llegar en metro, así que era una excursión facilita. Saliendo de la parada del metro, y tras atravesar un extenso parque habitado por ardillas sin miedo, llegamos a las calles de intenso sabor colonial y caballeresco. Digamos que Coyoacán era lo que yo había esperado encontrar en el Zócalo, y que en realidad hacía mucho que allí había dejado lugar a construcciones más modernas e impersonales. El espíritu semitropical y relajado del lugar había acogido a los pioneros españoles, que allí vivieron como reyes durante generaciones; y aún hoy en día se respiraba un ambiente de clase media y alta bastante alejado del México de calle.








Tras las rejas se atisbaba algún enorme patio; pudimos visitar uno de ellos, abierto como casa de la cultura, para maravillarnos con la calidad de vida de los antiguos moradores. Alrededor de un gran jardín del tamaño de un parque se situaban varios edificios de corte rústico y solariego, cada uno destinado a uno de los hijos del fundador. El pozo, las fuentes, las bancadas de forja, y una parrilla enorme, habían sido testigos de una relajada vida familiar en común. Aquellos cuasi-bárbaros venidos de la península habían alcanzado en seguida un refinamiento y un estatus envidiable para el mayor de los nobles ibéricos. Los que habían hecho el canelo fueron los españoles que se quedaron en España… Y bien se entendía que sus descendientes optaran por la independencia y por asegurarse el dominio de un paraíso lleno de riquezas como lo era México.









De nuevo me sorprendía el poder pasear por un lugar tan exclusivo, seguro y adinerado como aquél, que había sabido conservar su encanto original poniendo al día sus detalles para la cómoda vida de las élites actuales. Tal vez sólo las casas de Cortés y la Malinche habían sido abandonadas a su suerte; todavía en pie, pero cubiertas de olvido, ni si quiera podían ser visitadas. En tiempos más recientes, había morado en Coyoacán el León Trotsky del exilio, y allí mismo fue asesinado por el espía de Stalin, el español Mercader. No tenía mucha gracia visitarla, pero sí la casona que perteneciera a Frida Kahlo y a su marido, el muralista Diego Rivera. Ésta última había sido convertida en un museo repleto de sus objetos de colección, libros y recuerdos, así como de algunas de las pinturas de ambos.









Después de comer en el mercado anduvimos hasta la parada de autobús para continuar unos kilómetros al legendario campus de la UNAM, la universidad más prestigiosa de habla hispana. En medio de una enorme extensión arbolada y ajardinada, surgía toda una ciudad aparte, con leyes autónomas, adonde teóricamente la policía no podía acceder. Bueno, excepto en el año 68, cuando entraron a sangre y fuego para acabar con las protestas estudiantiles. Paseando por los pasillos de sus facultades era fácil adivinar por qué se había originado el movimiento social del 68 en aquel lugar. Muy politizada, la mayoría de sus espacios comunes, pasillos y rellanos, estaban tomados por los estudiantes y sus asociaciones; carteles políticos revolucionarios de todo signo, convocatorias de marchas y conferencias… Se preparaba la inminente conmemoración de la matanza del 2 de Octubre del 68, cuyas víctimas habían sido en su mayoría estudiantes de la UNAM que se manifestaban en la plaza de Tlatelolco. Aquel día acabó con los sueños de un nuevo mundo de toda una generación. Cuarenta años después revivía el ambiente activo y creativo que nos mostraba todo un contrapunto a la adormecida juventud universitaria española, muy acostumbrada ya a dejarse llevar por la corriente y por los reality shows, de cabeza al precipicio. Viendo las noticias en la televisión cuando regresamos al hotel, nos encontramos con esos universitarios españoles: una congregación en la plaza Mayor de Madrid era noticia en el canal mexicano. Se habían reunido para reírse de la crisis, de la hipoteca y del Euribor, todos ellos entrampados de por vida para comprarse el agujero con techo. Cuando muy pronto se enterasen de que no dejarían nunca de ser esclavos del banco, y que a pesar de ello seguramente el paro que traería la inmediata crisis les haría perder sus casas por impagos, tal vez perderían las ganas de reírse. Es lo que tiene dejarse llevar alegremente por la corriente.
En el Zócalo empezaba a tomar posiciones la policía, cortando varias calles y flanqueando el Palacio de Gobierno. La marcha en recuerdo de la matanza del 2 de octubre tendría lugar la tarde siguiente; Susana quería acudir y ser testigo, y aunque nada indicaba que pudiera ser peligroso, yo no las tenía todas conmigo.
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11/10/08

Martes 30 de Septiembre de 2008







Tras haber visitado las principales ciudades coloniales del Brasil, del Perú, de Bolivia o de Venezuela, esperaba descubrir una monumentalidad en la capital de México que finalmente no encontramos. Pasamos el día recorriendo las cartesianas calles del centro, los alrededores del Zócalo donde cabía esperar grandes mansiones, palacios enrejados e iglesias barrocas… y no había mucho de eso. La catedral tenía una extensa planta que la convertía en la más grande de Hispanoamérica, pero sus torres no demasiado altas engañaban en la perspectiva, haciéndola parecer mucho más pequeña de lo que en realidad era. La ciudad de México se había construido sobre las isletas de barro del lago hoy desecado en las que los Aztecas edificaran su Venecia americana, cruzada de canales y lagunas; tras cinco siglos, los edificios más antiguos habían ido cediendo sobre el suelo pantanoso, y así por ejemplo, la catedral mostraba un desequilibrio notable, unos suelos, unos muros y unas columnas inclinados casi al azar, y era poco menos que un milagro que aún se tuviese en pie. Así mismo, las pocas casonas antiguas que quedaban en el centro se arqueaban y se hundían más en una parte que en otra, dando a la ciudad la ondulación de una cartulina arrugada; pasando a su interior se podían ver sus patios descuadrados, sus escaleras tumbadas de lado. Tal vez esto motivaba que la mayoría de las construcciones fueran relativamente recientes, o totalmente modernas, estropeando un conjunto que, pese a todo, mantenía un cierto sabor provinciano y a la vez cosmopolita. No había grandes avenidas, sino estrechas callecitas de un solo sentido.








Detrás de la catedral asomaban, hundidas varios metros bajo el actual nivel de la ciudad, las ruinas aztecas del Templo Mayor; o más bien su base, ya que la mayoría de sus piedras habían ido a parar a la construcción de la catedral y de la nueva capital de los conquistadores. Mientras las recorríamos con la vista desde la barandilla de la plaza, se acercó a nosotros un guía mexicano con unas teorías algo sui-generis acerca de los antiguos dueños de Tenochtitlán. Según él, por ejemplo, los aztecas no tenían una retahíla de dioses como siempre nos habían contado en la versión oficial, la de los conquistadores españoles. En su visión, los supuestos dioses no eran más que símbolos de elementos, la lluvia, el Sol, la Luna, Venus, el fuego… y su adoración lo era a la Naturaleza como creación maravillosa y como sustento y salvaguarda de la vida humana. Por tanto, los sacrificios humanos no eran más que una leyenda interesada; nada de verdad había, pues, en los relatos según los cuales Hernán Cortés halló a su entrada en la ciudad 500.000 calaveras humanas apiladas, procedentes de los sacrificios de la pirámide mayor. Sólo había, para celebrar ocasiones especiales del calendario azteca, y cada muchos años, algún sacrificio voluntario. Y para el oferente la muerte no era una tragedia, sino un honor y un salvoconducto a una vida próxima más perfecta. La idolatría no era patrimonio azteca, sino, al contrario, de la nueva religión católica impuesta, que había llenado las iglesias de un politeísmo disfrazado, de santos y vírgenes, cada uno especializado en un tema (los comerciantes, los viajeros, la lluvia, el sacrificio, el amor, la fertilidad…) La virgen de Guadalupe había sido otro vergonzoso invento que nadie podía creer, pero que sirvió a los conquistadores para extender el catolicismo en aquellas tierras. La verdad es que pintaba tan lindo a los aztecas, que su versión no era para mí mucho más creíble que la de los cronistas del siglo XVI.

José era un ferviente nacionalista, pero reconocía que el problema principal de los mexicanos era que se negaban a sí mismos como indígenas y como españoles. Como él decía, los mexicanos no eran nada, ni una cosa ni la otra; y mientras no se solucionase este problema de identidad, el país seguiría reptando por el barrizal.
La Identidad. Un concepto que me molesta, que me resulta atroz. ¿Qué es la identidad? ¿Es que hay alguien idéntico a alguien? ¿Hay algo más deshumano que la Identidad? En mi opinión ni si quiera las ovejas son idénticas a las demás ovejas; esta necesidad humana de encontrar la identidad se puede observar en los adolescentes, en los pueblos dejándose arrastrar por nacionalismos y por dirigentes políticos nefastos. Doblegando su espíritu, su capacidad crítica y su iniciativa para poder pertenecer a un clan de seres que se parecen, que imitan una referencia ridícula. No abogo por el individualismo, pero creo que mientras no superemos estos conceptos tan básicos, el ser Humano no dejará de ser un pobre bicho indefenso y asustado, a merced de quien más alto grite.

Algo en lo que yo estaba plenamente de acuerdo con José, era que la independencia fue impuesta por los criollos; que así dejaron de pagar impuestos, de rendir cuentas a los peninsulares, y a partir de ese momento hicieron y deshicieron a su antojo. Y por supuesto, mejoraron infinitamente su situación. Pero para el pueblo mexicano había sido una continuación de su tragedia, y a su juicio no había mucho que celebrar los días 15 de Septiembre. La verdadera independencia aún estaba por llegar.
También nos explicó que los aztecas llamaban a los conquistadores “los apestosos”, porque por edicto del Papa nadie podía bañarse en el mundo cristiano para evitar frotarse las partes pudendas, y así el olor de los recién llegados horrorizaba a los refinados aztecas, que se lavaban varias veces al día.

Tras muchas vueltas y revueltas, acabamos volviendo de noche a las placetas de las danzas. Una batiente y ritual percusión rescataba el alma más tribal, las atávicas y nocturnas sensaciones que una parte de nosotros siempre vive como extrañamente propias.






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Lunes 29 de Septiembre de 2008

La ciudad era demasiado cara para nosotros, y después del recorrido del domingo parecía buena idea dar otro salto, y llegar por fin a la capital del país. Teníamos muchas ganas de conocer el DF, pero tantas veces habíamos oído que era una de las ciudades más peligrosas y violentas del mundo, que de buena mañana andábamos hechos un manojo de nervios. Nos separamos durante unas horas, y mientras Susana se recorría sus platerías en busca de alguna ganga, yo caminé por algunas otras calles del laberinto Taxqueño. Nos reencontramos a medio día para tomar un café en la plaza de la catedral, recoger nuestras mochilas, y caminar a la estación de autobuses: destino, México. En seguida abandonamos las montañas de Taxco, y tras el valle inclinado de Cuernavaca, comenzamos el ascenso de la verde barrera montañosa que rodeaba el valle de México, el protegido enclave donde los Aztecas construyeron su capital Tenochtitlán, y forjaron su imperio.

Una primera sorpresa: al menos por el sur, llegábamos a la megalópolis por una zona verde y despejada hasta la misma ciudad, y en todo el recorrido hasta la estación de autobuses no vimos chabolas ni ciudades miseria como las que rodean todas las capitales de este lado del mundo, en las que se apiñan seres de mirada perdida, y serpentea una malgama de pavorosos peligros para el visitante inexperto. Luego comprobaríamos que por otras salidas de la ciudad las había, extensas y paupérrimas, pero México nos recibía con un agradable y saludable sabor que alejaba un poco los temores y aplacaba el nerviosismo que traíamos con nosotros. De la estación al centro viajamos en metro, y tampoco detecté la atmósfera peliaguda y punzante de tantas otras ciudades sudamericanas. Eran las 4 de la tarde, y en el metro no palpitaba un bullicio de vampiros, sino de gente sencilla que iba y venía de su trabajo. No había que confiarse, pero el susto se iba convirtiendo en risa, no era para tanto. Como todos los rincones que habíamos visto hasta entonces, se trataba de una ciudad impecablemente limpia, ordenada y civilizada, que en algunos aspectos recordaba a Madrid.







Nos bajamos en la estación del Zócalo, el centro neurálgico del antiguo Tenochtitlán, y después de la capital de Nueva España. La prueba de fuego podía llegar en el tramo a recorrer calles arriba en busca de pensión; pero de nuevo se quedaba en agua de borrajas, y un apacible ambiente urbanita nos acogía sin que atrajésemos las miradas. Algo cansados de lo cutre y cochambroso, nos decidimos por un alojamiento ligeramente más caro, pero limpio y cómodo, y en seguida salimos a caminar sin la arriesgada carga de nuestras mochilas. Todo parecía un mito: agradables calles repletas de gente, cafeterías y pastelerías alrededor de la legendaria calle Tacuba donde los trajeados profesionales tomaban un aperitivo después del trabajo; multitud de estudiantes curioseando en las librerías, y un regusto de ocasión especial flotando en el aire.








Cenamos en un garito familiar, disfrutando de dos tipos de aspecto canalla y bohemio, ya rozando la cincuentena en sus melenas cuidadas, que cantaban con una guitarra desgarradas canciones de amor, amenizando nuestra comida sin quererlo. Cuando se despidieron para marcharse, uno de ellos se disculpó por haber cantado tantas “fresitas”, como él las llamó. Le pregunté si es que estaba enamorado, y con una sonrisa nos dijo que, ¿cuándo no…?







De noche, en el Zócalo no disminuía la algarabía. Detrás de la catedral dos grupos de danza y percusión llenaban de ecos étnicos las oscuras ruinas del Templo Mayor azteca. Vestían con plumas y túnicas tratando de imitar a los antiguos Señores del lago Taxcoco, en un frenético baile rítmico colectivo que vencía el frío considerable que hacía desde que se ocultara el sol. Después sabríamos que se trataba de sectas milenaristas, que seguían un refrito de la religión de los antiguos pueblos mexicas, y que esperaban el supuesto fin del mundo anunciado por los mayas para el año 2012. Tras un buen rato observando sus estéticos movimientos, Susana preguntó a uno de ellos, sentado en unas bancadas alrededor de los danzantes. Decía ser profesor de biología en la UNAM, la Universidad Autónoma de México, pero no demostró mucha lucidez ni rigor en el rollo proselitista que nos contó, un revoltijo inconexo de ideas entre tradiciones mayas, pseudociencia, milenarismo del fin del mundo, y conceptos mal entendidos y peor hilados de física cuántica… Razonamientos del tipo “los mayas inventaron el cero; el cero y el uno son la base de la informática, luego los mayas regalaron al mundo la informática, y por tanto la robótica, la biomedicina,…” Cuánta gente no se verá desbordada por la aparente sabiduría de caraduras como éste; pero a mí lo que me daba era risa, eso sí, una risa algo acongojada, por saber lo fácil que es engatusar al prójimo prostituyendo conceptos de ciencia, siempre fuera del alcance de la mayoría de la gente. Entre tanto los danzantes seguían invocando a sus dioses al son de timbales, ocarinas, y conchas convertidas en tubas.
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Domingo 28 de Septiembre de 2008

El siguiente autobús nos llevaba con una soleada mañana a Taxco, una ciudad que durante siglos se había dedicado a la minería de la plata y a la joyería. Con más luz veíamos los alrededores de Cuernavaca, situada en un kilométrico talud levemente inclinado desde los volcanes que rodeaban al norte la ciudad de México, hacia los valles que conducían hacia el oeste al océano Pacífico. Y como siempre, en un verde esplendoroso rodeado de brumas de humedad.
Antes del mediodía estábamos en Taxco, situada en las faldas de empinadas montañas, cubriendo el espacio entre una decena de barrancas entre lomas. Esta orografía intrincada le había dado una fisonomía complicada, con cuestas interminables y un laberinto de callejas diminutas con casitas coloniales pintadas en blanco, muy españolas y algo descuidadas, mostrando un pasado lindo ya echado a perder. Buscando alojamiento por los vericuetos del mercado y el centro ya comprobamos que la ciudad vivía casi exclusivamente de la artesanía de la plata, y del turismo. Era una ciudad muy cara, y tras muchas vueltas encontramos un cuchitril con un precio asequible en los arrabales, gracias a la ayuda de un señor que se recorrió el pueblo con nosotros para llevarnos a la pensión mientras me hablaba de su juventud conduciendo camiones por todo el continente.






Parecía una ciudad agradable, aunque charlando con una chica que vendía postales en la magnífica catedral de la plaza central, supimos que la situación había empeorado en los últimos años, y había surgido una delincuencia que amenazaba con espantar al turismo. Con la reciente subida del precio de la plata, la venta de su artesanía se hacía más difícil, y esto había traído desempleo a la ciudad. Una creciente comunidad turca y china se dedicaba a la falsificación de piezas en plata, y así el turista menos avisado podía ser fácilmente timado, yéndose al piso la reputación platera de la ciudad. Para terminar, la emigración del abandonado campo hacia la ciudad había engrosado las filas de los desheredados, y las noches podían ser un tanto peligrosas.

Mientras ojeábamos los abalorios de una de las platerías pasó un nutrido grupo de personas con banderas del PRI, el partido que tras 70 años en el poder había dado paso al actualmente gobernante PAN. Según nos contó el platero, el PRI había convocado su mitin en domingo, ya que era el único día de la semana en que los campesinos podían dejar sus labores para acudir a la ciudad. El PRI solía ganar los comicios en el campo, ya que la pobreza llevaba a muchos de los campesinos a aceptar la compra de su voto por unos pocos pesos.







Susana quería llevarse algunos recuerdos de plata, anillos y cosas así, por lo que pasamos el día paseando por las cuestas entre casonas, y entrando en cada platería que encontrábamos. Bajando al barrio de la carretera, un poco más descuidado y oscuro, encontramos un cartel reivindicativo, y unos mineros entrando a un local presidido por una enorme bandera anarquista. Preguntamos por curiosidad, y tuvimos otra explicación que sumar a la interminable cuenta de problemas. Los mineros de la región llevaban más de un año en huelga; un tal Germán Larrea, el dueño de medio México y de las minas de plata, había reducido al mínimo la inversión en seguridad, lo cual había llevado a un accidente en el que quedaron sepultados 65 mineros; varios años después seguían bajo tierra, porque el magnate se había negado a gastarse el dinero en recuperar los cuerpos. Y tras tanto tiempo de huelga, más que vivir sobrevivían, aquellos hastiados mineros de gesto abatido.








Al anochecer nos sentamos, como buena parte de los Taxqueños, en los bancos de la plaza. Un estupendo ambiente dominical recordaba la vida en la calle de alguna capital andaluza, relajada y bulliciosa. En eso llegó un muchacho de unos 15 años, bien vestido y repeinado, a pedirnos un peso. Sorprendido, le pregunté por qué. Lo hacía como acto de humildad, pidiendo la moneda más pequeña posible; Susana se acordó de algo similar en China; para entrar en muchas empresas, se hacía pasar al solicitante un día pidiendo limosna en la calle, también como acto de humildad. No sé si acabé de entender la intención ni la idea, pero le regalé un pesito al muchacho, por simpático.
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Sábado 27 de Septiembre de 2008

No había mucho que ver en Cuernavaca; poco quedaba de su casco colonial aparte del palacio de Hernán Cortés y de la catedral, una de las primeras construidas en el nuevo mundo, y dotada de ciertas características que la hacían especial. Para empezar, su portada norte estaba coronada por una calavera y dos tibias, el clásico emblema de los piratas cinematográficos. Se trataba en realidad de una representación prehispánica de la entrada al Inframundo, el lugar de los muertos donde la muerte era sólo la antesala de la vida: algo realmente fácil de asimilar a la idea católica de la resurrección. Sobre la calavera una cruz enclavada en un montículo de piedras, recordando a algunas representaciones católicas del Monte Calvario. Así, de un golpe, aquellos pioneros que se habían empeñado en imponer la religión católica, habían creado un símbolo que aunaba dos tradiciones tan dispares, ofreciendo a los indígenas una solución de continuidad con algunos de sus antiguos ritos para hacer más asimilable la nueva superstición. Ellos la seguirían a su modo, dando lugar a la religión sincrética de la que todavía hoy eran devotos los nativos. El interior de la iglesia no era menos interesante, cubierto de frescos murales del siglo XVI, realizados por maestros filipinos y artistas aborígenes, y representando los primeros capítulos de la conquista de Nueva España.








El palacio de Cortés ofrecía un recorrido histórico por los cinco siglos de mestizaje, convertido en un museo en el que se podían encontrar piezas prehispánicas, fusiles de la revolución de 1910, y todo tipo de fetiches nacionalistas, aunque del antiguo dueño de la casona apenas subsistía un viejo arcón apolillado.







Un amigo de Susana le había dado las señas de una conocida que vivía en Cuernavaca, Iliana, que durante el viaje ya nos había hecho alguna recomendación por correo electrónico. Por la mañana la llamamos a su móvil, y quedamos en encontrarnos a la hora de comer frente al palacio. Mientras la esperábamos, Susana empezó a charlar con uno de los profesores en huelga que acampaban en los soportales del palacio. Era un tipo elegante, con una impecable media melena blanca que contrastaba con su vestimenta negra. Según le contó, llevaban ya 38 días durmiendo allí, luchando por no perder los derechos laborales que les serían arrebatados con la próxima privatización de la Educación Pública: derecho a la jubilación y seguro médico, entre otros. Nos hablaba de un pueblo mexicano harto de ver cómo todos los gobiernos no habían hecho otra cosa que defender a los ricos y olvidarse del resto de la gente. En la protesta estaban los más radicales, los dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias; pero la mayoría de sus compañeros temía la larga tradición de represión y asesinatos, que era ya un clásico en las movilizaciones sociales mexicanas. No sólo los maestros estaban en lucha: campesinos, mineros, transportistas… José estaba convencido de que se estaba gestando otra revolución, que tarde o temprano estallaría todo por los aires. Todos eran conscientes de que cuando eso llegase habría muertos, pero no había otra vía. Era palmaria la falta de libertad de expresión, la represión, los desaparecidos; la manipulación informativa de unos medios de comunicación que seguían en manos de los de siempre. La gente más humilde, y por tanto la que menos cultura tenía en un país de contrastes como México, era la más fácilmente manipulable: por unos pocos pesos eran comprados los votos que llevaban al poder al PRI o al PAN, perpetuando una situación insoportable para un creciente número de gente de todas las clases sociales.
Actualmente el gobierno estaba representando una mascarada tratando de convencer a la gente de que libraba una guerra contra la violencia del narcotráfico, cuando todo el mundo sabía que el narcotráfico eran los propios gobiernos, la policía, el ejército… La violencia provocada por el narcotráfico no era más que una lucha entre familias por el control, entre grupos de poder con intereses distintos. Sobre los toldos que resguardaban de la calle a los maestros colgaban carteles reivindicativos; pintadas zapatistas demostraban que los descontentos se iban sumando. No me pareció que se respirase un aire prerrevolucionario, pero estaba claro que los mexicanos se estaban despertando.








Por fin llegó Iliana con su bebé en brazos, y hechas las presentaciones subimos unas calles para almorzar. Su marido daba conferencias sobre pedagogía en los más diversos rincones del mundo, y en aquel momento se encontraba en Helsinki. Los dos habían viajado por España no hacía mucho, y tuvimos que darle la razón cuando con toda diplomacia nos confesó que había hallado a los españoles rudos y desagradables, en el hablar y en el trato, sin modales ni educación. Comparados con los ceremoniosos, dulces y caballerosos mexicanos, los españoles parecíamos una panda de salvajes, eso lo digo yo. En el país del “Mande, para servirle”, nuestro hablar directo y seco podía parecer grosero. Susana y yo, a estas alturas, imitábamos con bastante soltura las maneras atentas y humildes de los mexicanos, y Susana, como buena lingüista, incluso el acento y la fonética; así que tal vez pudimos ser unos buenos embajadores de nuestro país, demostrando que en todas partes hay de todo. En cualquier caso Iliana, un espíritu refinado y cultivado, había comprendido en seguida que su experiencia en España no se debía a nada personal, sino a que los españoles éramos así con todo el mundo, y no había maldad en ello.

Después de comer fuimos en coche a su casa, a las afueras de la ciudad, para tomar el café. Dimos un buen repaso a la situación social y política de México; y tratamos temas más ligeros, como la lucha libre mexicana, un fenómeno extravagante y curioso que, por más explicaciones que habíamos recibido, no terminábamos de entender. Nos habló también de un viaje por Nuevo México, la región tomada por los gringos un siglo atrás; hasta que hubo viajado por esta región, Iliana había pensado siempre que la representación tópica del mexicano en el cine norteamericano era pura invención, que los mexicanos no eran así. Pero por lo visto, sí que lo eran, y mucho, los habitantes de Nuevo México. Tal vez se imponía un recorrido en busca de Perdita Durango. Algún día.








Nos despedimos de Iliana y regresamos al centro con el atardecer. La noche del fin de semana se llenaba de gente joven, de tunos vestidos a la salmantina yendo y viniendo de algún tugurio o del teatro. Una zona muy fina cerca del palacio de Cortés estaba repleta de bares a los que acudían los jóvenes más engominados. Cuernavaca era un agradable y saludable lugar; de nuevo tenía que dar la razón a Susana: existía, efectivamente, una clase media que vivía y disfrutaba las ciudades de México.
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