30/11/08

Lunes 24 de Noviembre de 2008

Recorrido: en autobús de Quellón a Puerto Montt, y de noche en barco a Chaitén.

La isla de Chiloé me había dado menos de sí de lo que esperaba. Quellón era la última escala, y en la oficina del puerto me confirmaron que ningún barco hacía el recorrido hasta Chaitén. Las carreteras chilenas se interrumpían al sur de Puerto Montt durante unos doscientos kilómetros de islotes y fiordos, y la continuación natural del viaje hacia el sur imponía cruzar en barco a Chaitén, y tomar allí la carretera Austral, una ruta de tierra que por más de 1.000 kilómetros recorría lo más remoto de Chile antes de llegar al callejón sin salida de los campos de hielos perpetuos. Si todo iba bien y el clima no me achantaba, desde el extremo sur de la carretera Austral cruzaría hacia el este a Argentina, desde allí continuaría por las pampas de la Patagonia, y quién sabe si alcanzaría Ushuaia, la legendaria ciudad situada en los confines del continente. Pero eso ya era soñar ciencia ficción; por ahora me conformaría con un tímido acercamiento y tanteo de la carretera Austral. Para ello no tenía más remedio que volver a Puerto Montt. En la oficina de la naviera en Quellón podía adquirir el billete, y contra lo que me habían recomendado con respecto a reservarlo con más de una semana de antelación, tuve suerte y pude hacerme con una plaza que quedaba para el barco de esa misma noche. Mejor combinación, imposible.

Después de un paseo un poco soso por las calles de Quellón, un pueblo sin ningún interés, recogí las cosas y me dirigí a la parada de autobuses. El trayecto a Puerto Montt, incluido el ferry que cruzaba de regreso al continente, duraba unas cinco horas. Las pasé leyendo y disfrutando desde la ventanilla del autobús del paisaje que me había hecho sufrir un poco más de la cuenta durante los últimos días. Llegado a Puerto Montt cené un poco y me acerqué al embarcadero del puerto. Las horas de espera se me hicieron cortas charlando y riendo con una pareja que había llevado a un familiar para que tomara el barco; a las 11 de la noche embarcamos, y me acomodé en una de las butacas. Mi ánimo estaba inquieto, tal vez ahora empezaba lo más duro del viaje. Lo veía como todo un desafío, recorriendo una carretera de pedruscos difícil, larguísima, en un área remota y despoblada. Tenía que descansar bien para llegar con energía.
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Domingo 23 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Delcahue a Quellón, isla de Chiloé: 122 km
Recorrido total: 1.647 km






Como de costumbre, había programado el despertador relativamente temprano, pero me desperté sin mucha esperanza en que el clima me invitase a salir de la cama. Sin embargo, al echar un vistazo tras la cortina de la ventana, alcancé a ver entre legañas un inusual cielo azul que me sacó de las sábanas de un bote. Rápidamente recogí las cosas y bajé a desayunar un café al bar de la pensión. Para cuando hube enganchado las alforjas a la bici, el viento ya había traído las nubes desde el horizonte, y a los cinco minutos de iniciar la marcha tuve que parar a ponerme el impermeable. No había manera de librarse.






Subir la cuesta que salía de Delcahue con un impermeable de plástico de la cabeza a los pies no parecía mejor idea que hacerlo descubierto. El esfuerzo me puso a sudar, y vestido de plástico acabé más empapado que si me hubiese dejado regar por el chaparrón. Así, cuando al otro lado de la loma tomé la cuesta abajo, el airecillo y mi cuerpo mojado prepararon la combinación perfecta para helarme. No era éste buen clima para la bici; por algo era la primera vez que no elegía para un viaje de este tipo algún destino tropical, siempre en busca del perpetuo verano. Poco después llegué a Castro, la ciudad más grande de la isla de Chiloé; y aunque nadie me había hablado de ella, fue con diferencia la que más me gustó. Encaramada a una colina pegada al mar, estaba enteramente construida en madera, combinando esta hechura rústica con el urbanismo de una ciudad más o menos moderna. Los barrios de la parte baja, junto al mar, eran pintorescas hileras de palafitos coloridos, entre los que se amarraban las barcas de los pescadores. Una feria de artesanía centraba la zona portuaria, y entre las casitas se podían encontrar agradables cafeterías con ambiente de domingo. En una de ellas pasé un buen rato tratando de secarme y reponerme del mal cuerpo que me había dejado la emboscada de la lluvia.






Conforme me alejaba hacia el sur, la isla más se plegaba y su relieve se empinaba. No eran grandes las alturas, pero sí cansina la sucesión de subidas y bajadas a que obligaba cada surco montañoso y cada valle. Atravesé la vega de varios lagos, y los intensos verdes de su naturaleza algo más asilvestrada que en el norte. Chonchi, un lugar que sí me habían recomendado, me pareció un pueblo de lo más insulso, y nada en comparación con Castro, así que lo pasé rápidamente y continué hacia el sur. Estaba recorriendo el tramo final de la carretera Panamericana, la que cruza el continente americano desde Alaska hasta Chile. Y Quellón era el extremo sur donde acababan Chiloé y la legendaria carretera. Llegué allí con un frío casi polar cuando ya se esfumaba la última luz del día. Junto al puerto encontré alojamiento, y olvidé las penurias del recorrido bajo una ducha caliente. Hay gustos para todo, pero yo creo que no hay mayor placer en esta vida que darse una larga ducha caliente cuando el frío ya te ha llegado a los huesos.





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Sábado 22 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Quemchi a Delcahue, isla de Chiloé: 54 km
Recorrido total: 1.525 km






Cuando sonó el despertador, una intensa lluvia tronaba sobre los tejados de lata. No invitaba a salir de la cama, me dí media vuelta y seguí durmiendo confiando en que se pasase pronto. Pero así continuó toda la mañana, dándome tiempo a desayunar, a ver hasta repetidas las noticias en la CNN, y a aburrirme viendo llover por la ventana. La casa estaba vacía, con toda la familia en clase o trabajando, y el fastidio del clima me volvía a retener bajo techo. Aún no había regresado nadie de sus tareas cuando, sobre la una de la tarde, dejó por fin de llover, y aprovechando el impulso de valentía que me dio un café caliente, armé la bici y a mí mismo de valor, y salí a pedalear a sabiendas de que el aguacero no tardaría en volver. Una vez en marcha ya no importaba tanto lo que viniera, pero estando junto al calor de una estufa no era fácil decidirse por salir a la intemperie.











Por segunda vez me decanté por explorar un caminucho de tierra que bordeaba la costa hacia el sur, en lugar de la carretera de asfalto que seguía por el interior. Tal vez los increíbles paisajes de la isla me aguardaban pegados al mar. Pero, por segunda vez, me encontré con un recorrido sin demasiado interés, desde el que sólo llegué a ver el mar al final del día. El terreno era un poco más accidentado, y las cuestas se combinaban con rachas débiles de lluvia para ponerme a prueba. Sólo hice una parada en todo el día para almorzar un bocadillo al cobijo de un techado abandonado; pero no lo alargué más de lo necesario, pues el viento frío me puso a tiritar en pocos minutos. Era cuestión de no dejar nunca de pedalear. La ruta se me hizo tan desapacible que, cuando llegué al primer pueblo, con un par de horas de día por delante y una cantidad ridícula de kilómetros en la cuenta de la jornada, preferí buscar alojamiento y darle una patada a la bicicleta. Delcahue no era un pueblo demasiado atractivo, pero el sol reapareció muy oblicuo tras las nubes del atardecer, y el brazo de mar repleto de barquitos que separaba el puerto de una isla enfrente de él, se llenó de una increíble luz que sorprendía a la vista. Un arco iris que parecía surgir del mar enmarcaba el verdor deslumbrante de la isla, y el colorido iluminado de los barcos contrastaba con un mar oscurecido por el reflejo de las espesas nubes. Me di cuenta de que, con un mejor clima, la isla realmente tenía mucho que ofrecer. El paseo marítimo terminaba en un palafito de madera colgando sobre pilotes, donde se vendían artesanías y productos del mar. La señora me advirtió de que no debía continuar el paseo más allá de su casa; aquellas calles ya eran dominio de malandros. Hasta recientemente Delcahue había sido un pueblo tranquilo, pero desde ciudades como Osorno y Concepción había llegado un grupo de familias medio desestructuradas, cuyos hijos andaban tonteando con drogas y alcohol, y que a cada rato asaltaban cuchillo en mano a quien se adentrase en su barrio. Le agradecí su oportuno aviso, y regresé por el paseo del mar para seguir disfrutando de los colores del atardecer. Regresé a cenar al bar de la pensión, donde se daban cita los marineros para ver los partidos de fútbol del sábado y tomar una jarra de cerveza tras otra.




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Viernes 21 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Ancud a Quemchi, isla de Chiloé: 87 km
Recorrido total: 1.471 km






Cerca de Ancud había una playa habitada por pingüinos de Humboldt, que componían el atractivo turístico principal de la ciudad. Aquella mañana me la tomé con calma, había pensado recorrer el camino de tierra hasta la pingüinera, y seguramente regresar por la tarde para dormir en la misma casita de Ancud. Por si acaso cambian los planes, siempre prefiero llevarlo todo conmigo, así que armé las mochilas y preparé la bici.
En la calle hacía bastante frío, y el cielo encapotado no anunciaba nada bueno. Entré en una cafetería del centro para retrasar un poco más el comienzo del pedaleo, y acabé saliendo a la hora del almuerzo. En mal momento, pocos kilómetros después se puso a llover, una lluvia intensa y ventosa. Me coloqué el impermeable y decidí continuar por la carreterita que bordeaba las oscuras playas desiertas, pero en un momento de debilidad llegué a la conclusión de que no valía la pena pasar tantas penurias por unos pingüinos, y decidí dar media vuelta para volver a Ancud. De pronto, tras unos 1.400 kilómetros de recorrido sin pinchar, la rueda de atrás me dejó tirado cuando más fuerte diluviaba. Justo lo que me faltaba, pararme allí con el cuerpo sudado para quedarme bien helado. Reparar un pinchazo bajo la lluvia no es cosa fácil, así que pasé la verja de una granjita cercana y empujé la bici hasta la casa, una pequeña cabaña de madera, para pedir a los dueños que me dejasen arreglar la rueda debajo de su porche. Se trataba de una pareja joven, ambos de unos 25 años, y me miraron como a una aparición dado la que estaba cayendo. No sólo me ofrecieron el porche, sino un café caliente mientras, embarrado y empapado, desmontaba las mochilas y la rueda, y trataba de desliar el entuerto. Para colmo, con la humedad no quería pegar el parche sobre la cámara, y tuve que aplicar la llama de un mechero para que por fin se adhiriese. Pasé después a la casita, a tomar el café y unas rebanadas de pan con mantequilla. El chico no parecía muy despierto, y no llegó a abrir la boca, pero ella era bien parlanchina, y curiosa. Me preguntó extensamente sobre mi país, cómo era la gente, cómo el paisaje; en qué eran diferentes nuestros pueblos y ciudades a los de Chile... Ambos trabajaban como encargados de un camping próximo, y entre los dos recibían un salario de 150.000 pesos, unos 200 euros. La verdad es que la vida era mucho más barata en Chile que en España, pero con un sueldo como aquél no podía entender cómo sobrevivían. Me contaba que las cosas se habían puesto complicadas en el último par de años, los precios se habían multiplicado por tres, y los salarios ya no daban para vivir… y eso que aún no habían empezado a notarse los efectos de la tan anunciada crisis. Cómo sería la vida con las vacas flacas, si ya con las gordas no había quien llegara a fin de mes. Y con todo allí estaban, ofreciéndome su desinteresada hospitalidad a cambio de un poco de charla. Eran lindos, muy lindos estos chilenos.

Les agradecí de corazón su ayuda y continué hacia Ancud. Justo cuando llegaba al paseo marítimo dejó de llover, y en ese momento me crucé con Helen, la ciclista holandesa que ya me había encontrado varias veces. Nos estuvimos poniendo al día de nuestros viajes, nos alegraba volver a vernos. Entretanto en el cielo se empezaban a ver claros… la lluvia había durado lo justo para reírse de mí, y después de pasar un buen rato a mi costa se marchaba a otra parte. Ahora ya no tenía sentido quedarme a Ancud un día más, y decidí aprovechar la tregua del tiempo para continuar trayecto. Me despedí de Helen hasta el próximo reencuentro, y seguí por la carretera hacia el sur de la isla.







Seguía sin encontrar el atractivo de Chiloé, imaginaba que una ruta en barco por sus costas quebradas y sus racimos de islotes verdes podía tener su interés; pero el interior era de lo más insípido. En medio de la carretera, cerca de nada, me encontré un puesto de pasteles atendido por tres hermanas de cierta edad. De su ascendencia alemana conservaban la receta de un buen Kuchen; y de la ascendencia española, el primer apellido y el hablar algo guasón. Su padre había llegado de España exiliado después de la Guerra Civil, y ya nunca quiso regresar, ni en tiempos de la democracia, para ver de nuevo su aldea de Galicia; nunca había superado el dolor de la guerra perdida, de los sueños rotos. Le dolía España, o más bien el cadáver de la España que nunca volvería. Para ellas todo aquello sólo eran ya cuentos de los mayores, aunque hablaban de ello con respeto; hacía poco que habían visitado Galicia de vacaciones, pero no consiguieron si quiera encontrar la aldea de su padre, seguramente abandonada y envuelta en zarzas desde hacía décadas. A ellas les había tocado sufrir la dictadura de Pinochet, pero con todo lo despiadada que fue, nada les parecía en comparación con las historias que su padre les contara de la España de la Guerra Civil. ¿Y cómo era eso de que había jueces españoles que habían querido enjuiciar a Pinochet, si todavía no se habían atrevido con los golpistas y carniceros del franquismo?






Al final de la carretera y de la tregua de la lluvia, llegué a Quemchi con las primeras gotas de otro aguacero. Era un pueblito pesquero junto a un mar poblado de islotes verdes, y encontré acomodo justo a tiempo de no tener que ponerme de nuevo el impermeable. El dueño de la casa era un tipo activo al que le encantaba resolver los pequeños problemas domésticos con pequeños inventos llenos de ingenio, y mostrándome algunas de las soluciones que había ideado, encontramos que teníamos aficiones en común, y mucho de lo que conversar hasta bien tarde.





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Jueves 20 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Puerto Montt a Ancud, isla de Chiloé: 125 km
Recorrido total: 1.384 km







Fue un error tomar el camino de tierra que, según el mapa, bordeaba la costa hacia el sur por el lado oeste del golfo. Durante más de 50 kilómetros peleé con un canchal infame y con la polvareda que levantaban los coches. Y a cambio tal vez conseguí ver el mar a lo lejos un par de veces, desde un paisaje pelado y empolvado. Cuando por fin regresé al asfalto de la Panamericana me tiré de los pelos: ni la carretera era tan estrecha y peligrosa, ni había tanto tráfico como me habían contado. Aquello era una gozada comparado con el camino.






El paisaje no debía de estar muy mal, pero malacostumbrado a montañas, volcanes, lagos y bosques encantados, sus pobres eucaliptos raquíticos y sus praderas planas no me parecían gran cosa. La carretera llegó por fin al sencillo embarcadero del que salían los ferries para cruzar los pocos kilómetros a la isla de Chiloé. Pelícanos, delfines y gaviotas acompañaban el paso ruidoso de la barcaza, mientras charlaba con dos chavales de la tripulación. Al poco desembarqué en Chacao, la orilla norte de la extensa isla. No quedaba lejos Ancud, una ciudad de tamaño mediano con cierto encanto, según decían. Así que me puse en camino para llegar antes del anochecer.

Tanto me habían hablado de la belleza de la isla que, recorriendo su suave relieve sin estridencias, escaso de bosque y repleto de serias praderas castigadas por el viento, no podía imaginar cuál era el atractivo del lugar. Tal vez para un habitante de los desiertos que rodean Santiago, esta campiña medio inglesa resultaba evocadora. Pero a mí me estaba decepcionando un poco, incluso cuando por fin divisé Ancud, en medio de una sucesión de bahías, islotes y cabos que rodeaban la ensenada de la ciudad. Un temporal de viento y conatos de llovizna agrisaban el día y azotaban la negra arena de la playa con más negras olas. Sólo las vacas en los prados, y los cisnes de cuello negro y las gaviotas en las revueltas aguas parecían encontrarse en su elemento. Todo lo demás, todo lo humano, desprendía un sabor de naufragio, de arrimado a la fuerza a un rincón inhóspito. Bueno, tal vez sería culpa del día, o tal vez de mi estado de ánimo solitario, que ya eran muchos días conmigo mismo.






Encontré habitación en el calor de un hospedaje familiar cerca de la Plaza de Armas. La ducha hirviendo me descongeló el ánimo y me devolvió un poco de vida para salir a pasear por el pueblo. Sus calles, barridas por la ventisca, sólo acogían a alguna pareja de jóvenes incondicionales, y a algún marinero borracho que trataba de tenerse en pie, o que ya dormía apoyado contra los soportales de una casa. En el paseo marítimo, que se asomaba al océano por el oeste, una extraña claridad en el horizonte sorprendía más tarde de las 10 de la noche, y el aullido del viento, el batir de las olas y el crujir de las tablas de las barcas despertaba reminiscencias de Edgar Allan Poe.
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Miércoles 19 de Noviembre de 2008

En Puerto Montt.







Las mismas calles que se habían quedado desiertas nada más caer la tarde bullían de vida por la mañana. Ni rastro de los vampiros, sólo quedaba un ir y venir de gente por las tiendas y oficinas.

Después de muchos días pedaleando tenía casi toda la ropa hecha un asco. La que usaba para la bici estaba especialmente sudada, acartonada por el salitre y hedionda; aproveché el día de reposo para llevarla a una lavandería.







Disfruté de nuevo de lujos como desayunar sin prisas un café, mientras hojeaba los periódicos, en los que era difícil encontrar alguna noticia interesante. O como salir de compras, necesitaba un buen pantalón impermeable ahora que me dirigía sin remedio al frío y la lluvia del sur. Lo encontré en una tienducha arrinconada en un callejón. La atendía una joven que en seguida distinguió mi mal disimulado acento español, y se llenó de curiosidad cuando supo del modo que estaba viajando por Chile. Se puso especialmente empática sufriendo al pensar en las noches que yo acampaba solo y en medio de la oscuridad del bosque, rodeado de pumas y otros seres que seguro habitaban más en su imaginación que en la realidad. Para ella yo era una rara mezcla de loco y valiente, aunque yo pensaba para mí que el peligro tangible acecha en las calles de las ciudades, y no en la armonía de la Naturaleza. Con esta y otras conversaciones casuales graciosas pero sin mucha miga, pasé un día entretenido, y dejé por unas horas de ser un huraño misántropo.






Aunque se veía bastante gente por las calles, se me hacía poca considerando el tamaño de la ciudad. El paseo me llevó a entrar por curiosidad en un enorme centro comercial al final del paseo marítimo. Claro, es que era allí donde estaba todo el mundo. El pasatiempo preferido de la tarde era recorrer sus lujosas tiendas, y en sus cafeterías se amontonaba el ambiente que no se hallaba en las calles del centro.

Mi ruta ciclista había de continuar hacia el sur, a la isla de Chiloé; pero llegado a su extremo sur, Quellón, me encontraría con el fin de la carretera, y a no ser que desde allí zarpasen barcos a Chaitén, comienzo de la carretera Austral, no tendría más remedio que regresar a Puerto Montt en autobús para tomar allí el barco a Chaitén. Caminé unos kilómetros hasta las oficinas del puerto, y tras una larga espera conseguí saber que sólo había barcos desde Puerto Montt, dos veces a la semana. Y que, como éstos se solían llenar, era bueno reservar pasaje con más de una semana de antelación. Ignoraba el tiempo que dedicaría a la isla de Chiloé, así que no podía planear nada. En la cola comencé a charlar con un hombre que esperaba su turno. La conversación se inició, como era habitual, con temas más o menos triviales. Supe, por ejemplo, que con mi profesión ganaría bastante más dinero en Chile de lo que me daban en España, con la salvedad añadida de que en el país austral la vida era mucho más barata.
Pero no recuerdo cómo, la conversación derivó a la política. Según Julio, ésta había causado ya tanto dolor en el país que, por más que las desigualdades sociales tuvieran a la mayoría sobreviviendo más que viviendo, no valía la pena luchar por ideas ni por cambios. Un tío suyo, me contaba, había sido la mano derecha de Allende, y consiguió salvarse por poco, escapando a Argentina y desde allí a Italia. Pasadas varias décadas de exilio ya tenía su vida hecha allá, y ni le pasaba por la cabeza volver al país por el que tanto había luchado y sufrido. Pregunté directamente a Julio: ¿qué había hecho Allende para que la oligarquía hubiese decidido acabar con él y su gobierno? No lo dudó: había puesto en marcha un plan para expropiar parte de las tierras de los grandes latifundios y entregarlas a cooperativas de campesinos sin tierra. Eso era todo. El golpe había triunfado tras un trabajo previo de sabotaje: los canales comerciales y de transporte, en manos de las familias más poderosas, habían sido interrumpidos deliberadamente para provocar un desabastecimiento de productos básicos, y así acabar hartando a la gente, que culparía sin duda a la mala gestión del gobierno. Los chilenos de entonces tenían dinero, pero las tiendas estaban vacías; el camino estaba allanado para el derrocamiento militar. Este método del sabotaje perpetrado desde arriba para desabastecer los comercios había sido utilizado años después para tumbar el viejo sistema de la URSS. Tanto en Chile como en el país comunista, al día siguiente del derrocamiento las estanterías de los supermercados volvían a estar repletas de productos. Al menos estas dos lecciones históricas habían quedado en la memoria de políticos actuales, como Hugo Chávez. También en Venezuela se ensayó un boicot destinado a desabastecer los comercios y hartar por hambre a la gente; pero esta vez no los pillaron por sorpresa, y pudieron rearmar unos canales de distribución alternativos, y perseguir a los empresarios que paraban sus fábricas para no producir los bienes de primera necesidad. Todo esto me contaba Julio, que para no querer saber nada de política, sabía más de la cuenta. Parecía acongojarse recordando cuando era adolescente: tras el triunfo del golpe, allá en Temuco, donde él vivía, era raro el día que los pescadores no sacaban algún cadáver del río, enganchado en sus redes. La gente desaparecía, pero en seguida los encontraban corriente abajo.

Antes de que la noche descorriera las pálidas lápidas de los abominables seres de callejón, me retiré a la posada a matar un par de horas con las noticias de los canales internacionales.
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Martes 18 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Río Puelo, en la falda del volcán Yates, a Puerto Montt: 81 km
Recorrido total: 1.259 km






El buen tiempo no podía durar, y aquella mañana volvieron el viento helado, las lluvias y el gris plomizo de los nubarrones. Con no poca pereza me puse en marcha por el caminito de tierra que seguía al fiordo por el lado sur. Conforme avanzaba hacia el oeste, la curva del estuario se iba abriendo hacia mar abierto, que ya se veía al final del recorrido, y el camino se quedaba desprotegido del azote impetuoso del viento del océano. La ventisca hacía ímprobo a veces el esfuerzo de avanzar, pero me consolaba con la idea de llegar a la ciudad de Puerto Montt, y pasar allí un merecido día de descanso, relegando la bici a un rincón.

Estuve a punto de pasarme el desvío a la rampa de la que salían los barcos que cruzaban el fiordo, cerca de su desembocadura en el mar. El camino continuaba unas decenas de kilómetros hasta algunos pueblitos escondidos del mundo, antes de interrumpirse definitivamente. Yo lo dejaría un poco antes, para cruzar el fiordo y seguir la carretera de la costa hasta Puerto Montt. Unas barcazas hacían el recorrido con cierta frecuencia, y con suerte llegué a tiempo de embarcarme, y no tuve que esperar ni cinco minutos antes de zarpar. El frío se había agudizado, y navegando las negras aguas bajo un cielo que se había cubierto ya por completo, mi ropa ligera de bicicleta no bastaba. En veinte minutos desembarcamos en la orilla norte, y en seguida busqué un restaurantito en el pueblo para entrar en calor con una buena sopa. Los kilómetros que seguían no eran muy difíciles, bordeando suavemente la costa de la bahía que conducía a la ciudad, sin grandes desniveles, entre lomas y campos más domesticados de lo que venía viendo los últimos días, pero siempre con el fondo de grandes moles montañosas y nevados.







Llegué de vuelta a la civilización de la ciudad con una sensación extraña, como de un náufrago que viera gente por primera vez en años. Estaba cubierto de mugre, de frío y del viento que se me adhiriese a la piel en las montañas del interior. Puerto Montt crecía a lo largo de un paseo marítimo y de un activo puerto que ensuciaba las aguas, tan limpias sólo unos kilómetros antes. Mucha gente paseaba a esas horas, o tomaba los rayos de un sol muriente que había vuelto a asomarse tras la línea de nubes, ya rozando el horizonte. En las callejas cercanas a la terminal de autobuses, poco antes del puerto, encontré una pensión a mi alcance, a riesgo de tener que andar con mil ojos para regresar por la noche después de un paseo. Como ciudad grande y portuaria, rezumaba en seguida un ligero aroma venenoso, de miradas cortantes y reyertas de taberna. Era cuestión de dejar todas mis cosas a buen recaudo, y de andar atento por si había que echar a correr.






En realidad no tuve ningún problema, aun cuando las calles se quedaron desiertas en cuanto se perdió la última luz del atardecer. Para reconciliarme con la vida civilizada, después de cenar me dí un pequeño homenaje con un buen café en la cafetería más exclusiva del centro, donde lo más granado de la ciudad se daba cita cuando todo lo demás se cerraba a cal y canto para pasar las horas de las brujas sin ser notado.
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Lunes 17 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Petrohue, en la falda del volcán Osorno, a Río Puelo, en la falda del volcán Yates: 99 km
Recorrido total: 1.178 km






Amanecer a los pies del fabuloso volcán brillando bajo el sol fue todo un privilegio. El barullo violento del río no me había molestado para dormir; al contrario, me había reconfortado con su espíritu de madre Naturaleza. Recogí las cosas mientras me peleaba con el bicherío que intentaba picotearme, y harto de ellos conseguí ponerme en marcha. Unos kilómetros más abajo, volviendo por el camino de cenizas volcánicas, paré cerca de un famoso salto del río. Antes de entrar a verlo desayuné en el kioskillo de la puerta del parque, charlando con el camarero, un tipo guasón al que no parecían acudir los bichos. Dejé la bici a su cuidado y, cruzando el bosquecillo por unas pasarelas de cemento, llegué a los imponentes rápidos del río Petrohue, que se desplomaba por unos toboganes basálticos con una furia que amenazaba con destrozar todo lo que tuviera la mala fortuna de caer al agua.







Seguí después la ruta hacia el sur, dejando atrás poco a poco la perspectiva del volcán que me había acompañado los últimos días. En medio del deshabitado bosque encontré un restaurante justo a la hora del almuerzo, en la única casita que me crucé en muchos kilómetros. Un dinamitero que trabajaba en las obras de pavimentación del camino comía en otra mesa, y observaba las noticias de la televisión. Hablaban de alcaldes corruptos, robos y alguna pelea, cosas sin importancia en cualquier otro país de la región; pero para los chilenos, no acostumbrados a estos casos, era indignante y preocupante. En seguida alzó la voz para afirmar que con Pinochet estas cosas no sucedían. Los partidarios de la dictadura no tenían reparos en proclamar sus opiniones, a diferencia de los herederos de Allende. Me dijo que, con el ejército en el poder, no había quién se atreviese a robar una gallina, porque al día siguiente desaparecía. Pero ahora, lo que sucedía al día siguiente era que el delincuente salía en libertad. No era para tanto lo que contaban en la televisión, pero con el aire de drama que le daban los periodistas, no era de extrañar que hubiera gente que se aferrase a posiciones tan radicales.












A mediodía llegué al estuario Reloncavi, un brazo de mar que penetraba entre montañas por más de 50 kilómetros. El camino bordeaba la orilla sur a poca altura. Por fin sentía el helado aroma del mar, ya tan cerca del extremo sur del continente, a merced de las salpicaduras climáticas de la Antártida. Sus aguas, encajadas entre altas cumbres nevadas desde las que descendía un espeso bosque, sólo acogían de vez en cuando la vida humana en forma de pequeñas granjas perdidas en la inmensidad. El único núcleo de población considerable, Río Puelo, no era sino un reducido número de casitas dispersas en el bosque, rodeadas por un paisaje sobrecogedor, en un amplísimo valle acordonado por cimas y nieve. Unos kilómetros después me alcanzó el atardecer. Me acomodé en una pradera a pocos metros de una cascada, a los pies de otro volcán que dominaba el paisaje circundante. Antes de que la energía del pedaleo se me esfumase y me quedase frío, me desnudé para darme una ducha en la cascada. Cuando la noche va a ser fría, es importante quitarse el sudor y el salitre; si no, la sensación de humedad no se despega de la piel, y se acaba pasando frío por más ropa y mejor saco de que se disponga.





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Domingo 16 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Puerto Octay a Petrohue, en la falda del volcán Osorno: 79 km
Recorrido total: 1079 km






La religiosidad de los chilenos me dejaba perplejo. En un par de semanas en Chile me había hecho ya una idea de la magnitud del fenómeno. Cualquier rincón en las ciudades podía ser aprovechado por proselitistas protestantes, evangelistas, adventistas, pentecostales,… que, micrófono en ristre, atormentaban a las criaturas con imágenes del infierno y con promesas de salvación. Siempre disponían, cómo no, de un grupo de músicos para, a ritmo popero, demostrar lo perdidos que estaban en la vida antes de encontrar a Jesús.
Me sorprendía ver cómo, por ejemplo, en las paredes de las paradas de autobús o en los lavabos de los bares, en lugar de las típicas pintadas de mal gusto se podían leer cosas como “Dios te ama”, “Yo tengo un gozo en el corazón”, o “Sólo Jesús es el camino”. A veces, en las soledades insondables de las montañas buscaba algo que escuchar en la radio para distraer la mente de sus vueltas en círculo; y a menudo sólo encontraba una emisora de detestables cancioncejas de amor pueril y primario, y otro par de emisoras de predicadores con canciones dioseras y sermones. Imagino que para cualquier criatura que crezca en un mundo así, la presión del entorno sólo podría llevarla en una dirección, un cierto fanatismo religioso que suele acabar haciendo un lío de represiones y deseos en la mente maltrecha. Afortunadamente, al menos de cara al exterior no parecía manifestarse demasiado en el comportamiento del día a día de los chilenos.

Entre tanta secta destacaban los Amish, o Menonitas, o sólo dios sabe qué versión de ultrarreligiosos de origen alemán que seguían un modo de vida rural anclado en el siglo XIX. Me producían estos, al menos, una cierta simpatía por su estilo de vida sencillo y minimalista, de espaldas a cualquier avance tecnológico, ideas éstas con las que yo siento cierta identificación. Se los veía pasar vestidos con sus inconfundibles atuendos de época: las mujeres con cofia en el pelo y saya larga con enaguas, y los hombres con peto de tirantes, camisa por dentro y sombrero de ala ancha. En esta zona que yo recorría ahora, la población de origen alemán era muy numerosa, y la visión casi de atrezzo de los Amish se hacía más frecuente.

La posada estaba situada junto al edificio de la radio. Radio evangelista, por supuesto. Y las paredes de tablas no eran un buen aislamiento acústico. Desde bien temprano me desvelaron los cánticos y guitarreos que exaltaban a dios con una retórica bastante simple, pero a la vista queda que muy efectiva. Con compañías como éstas, definitivamente prefería la soledad de los bosques y la presencia respetuosa de las águilas. Me acordé del mito aborigen según el cual los orangutanes eran en realidad unas personas tan sabias, tan sabias, que habían decidido no volver a hablar. A veces siento que el ser humano es lindo hasta que abre la boca.

Bajé a desayunar, el precio de la cama incluía el desayuno. Alicia, la dueña, había quedado viuda hacía poco, y el negocio le quedaba un poco grande. Y debía de tener ganas de hablar, porque cada vez que me comía lo que me había puesto sacaba alguna cosa más de la despensa para ofrecerme, y así me tuvo conversando más de una hora. Me explicó punto por punto lo que podía ver en los próximos 1000 kilómetros de ruta que tenía más o menos pensados; su parsimonia era tal que conseguía desesperarme, pero no podía más que agradecer su buena voluntad. Para explicarme que en tal pueblo había una iglesia que valía la pena visitar, me dibujaba en un cuaderno la forma de la carretera hasta allí, los cruces que me encontraría, y después se detenía en pintarme una iglesita con torres y ventanitas. Entretanto, las noticias de la televisión hablaban de las candidaturas a las próximas elecciones presidenciales, y bajando la voz casi se sofocó para recordar la democracia perdida, el golpe de Estado, el miedo que se pasó, los muertos y desaparecidos, las familias rotas y el exilio para salvar la vida en la cacería que se desató. Seguía siendo éste un tema tabú en Chile, y quien me sacaba el tema como partidario de Allende, hacía un ademán de clandestinidad, de no querer que nadie lo escuchara opinar.







Con el estómago a rebosar me despedí por octava vez, y por fin tomé la ruta. Tras la colina que protegía Puerto Octay partía un camino de tierra que rodeaba el lago por la orilla norte, en dirección al siempre presente volcán Osorno. El viento cruzaba el lago y se helaba en sus aguas antes de azotar el camino; combinado con el deplorable estado del pedregal, me regaló otro día duro para la cuenta. Algún ingeniero industrial, seguramente norteamericano, había diseñado el sistema de suspensión de los coches pensando sólo en las carreteras de asfalto, sin calcular los efectos que tendría sobre los caminos de tierra. Existe una propiedad física de los sistemas que se llama frecuencia propia o de resonancia, a la que tienden a oscilar cuando se someten a movimiento. Y al ingeniero de marras se le olvidó filtrar en las suspensiones de los coches la frecuencia de resonancia de, más o menos, unos 60 cm de longitud de onda. Me explico: cada coche que pasa por un camino se pone a vibrar con los baches, y al poco lo hace predominantemente a esa frecuencia propia, batiendo el suelo en resonancia para darle la forma de las viejas tablas de lavar ropa, con ondulaciones separadas unos 60 cm entre sí. El mamón del ingeniero consiguió que todos los caminos de tierra del mundo sean un suplicio de surcos bonitamente delineados en el suelo; cualquier ciclista sabe a qué me refiero, la desesperante incomodidad del camino ondulado. Y estará de acuerdo conmigo en que habría que condenar a cuarenta azotes al puñetero ingeniero, como poco.







Pese al panorama, seguía disfrutando de campiñas verdes, del lago enorme y azul como un mar, y de los varios volcanes nevados que lo rodeaban. Algunas casitas perdidas recordaban el escenario de una película de terror, y más con lo infrecuente que era avistar a alguno de sus habitantes. Al final de un tupido bosque casi sin luz, desemboqué en la falda del Osorno, campos de lava y cenizas a los que algunos árboles se agarraban como podían. El cono nevado se veía imponente, aparentemente a un paso de donde me encontraba. Tomé un desvío por una perdida carreterita que alternaba tramos de asfalto y otros de impracticables cenizas volcánicas, para subir paralelo al poderoso Petrohue, un río que nacía en el lago del mismo nombre. Tras un esfuerzo considerable conseguí llegar a la meta y al final del camino, la orilla del lago, quieto como un espejo, reflejando sus picos y las caprichosas nubes que se formaban en sus hielos. Se suponía que allí había un pueblito, pero sólo encontré unas pocas casitas y un hotel de lujo, así que volví unos kilómetros río abajo para buscar dónde acampar. A los pies del impresionante Osorno, y junto al estrépito del río, puse la tienda para protegerme cuanto antes. Afuera, nubes de mosquitos y tábanos hacían la vida inviable, pero al abrigo de la mosquitera podía contemplar el bellísimo atardecer y el volcán durmiente.





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19/11/08

Sábado 15 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Osorno a Puerto Octay: 60 km
Recorrido total: 1000 km

En realidad me había propuesto quedarme un día entero en Osorno, y dejar por unas horas la tiranía de la bici para recuperar fuerzas. Pero la cabra tira al monte, y antes del mediodía ya tenía claro que me marchaba. Pasé la mañana paseando por las calles del centro. Osorno era una ciudad, como todas las del país, carente de encantos o atractivos. Sus calles comerciales se componían de edificios modernos de hormigón y vidrio; y sus calles residenciales, de casitas de madera con terrenito alrededor; un paisaje original, pero homogéneo una vez conocido. Para ayudarme a retomar la bici, había salido un día de radiante primavera, y el sol empezaba a arrancar los abrigos a la gente.







Después de almorzar regresé a la pensión a por mis cosas, y me puse en marcha. No me quedaban ya muchas horas para la bici, pero con una poca suerte llegaría a Puerto Octay a tiempo para ver el atardecer sobre el lago y los volcanes que seguro se habían de ver reflejados en él. Pero me esperaba otra etapa para desesperarse; ahora que me dirigía de vuelta hacia el este, el viento había cambiado de dirección para vérselas de nuevo de cara conmigo. En uno de los momentos de más agotamiento por la pelea con el viento, encontré un hostal de carretera con restaurante. Lo llevaba una señora de origen alemán, que había convertido su espacio en una pequeña embajada bávara. Muchos de los habitantes de esta zona de Chile venían de aquel país, y aunque ya latinizados por siglo y medio en su tierra de acogida, mantenían intactas muchas de sus tradiciones, y una refinada educación y buen gusto. Por fin probé el kuchen de mantequilla, un pastel alemán de sabor suave. María Hexe había recuperado el contacto con su familia en Alemania, y los había visitado varias veces allá. Pero aunque admiraba el orden y la perfección de Europa, ella se quedaba con los infinitos campos solitarios, con las montañas y los lagos de Chile. Allá parecía todo el mundo loco por trabajar, trabajar… sin tiempo para las pequeñas cosas, le parecía una vida poco humana, y se imaginaba que tal vez los alemanes de hacía un siglo tenían mucho más en común con ella y su estilo de vida chileno, que con la Alemania de hoy. La verdad es que en aquel país difícilmente se podría permitir vivir en un lugar idílico y espacioso como el que su casa y su granja ocupaban en una loma desde la que se divisaban los volcanes y un gran río cristalino rodeado de bosques. Justo cuando estábamos hablando llegó una comitiva de coches antiguos, una concentración que tenía lugar de vez en cuando en la casa Hexe, y que llenó de un colorido de época el jardín de la entrada. Era momento de marcharme, y continué mi camino.











Al final de una leve cuesta se encontraba Puerto Octay. Cerca de un lago, pero separado de sus vistas y de las del volcán por un cerro empinado, tenía mucho del sabor de un pueblito alemán de otros tiempos. Las casas de la plaza eran de madera, pero con cantidad de detalles, ventanales y tejadillos, torres y porches columnados; eran diferentes de otros pueblos chilenos. Encontré un cuchitril de precio razonable donde dejar mis cosas, y con la bici más aligerada me dí un paseo hasta el lago. Para eso había que ascender la rocha tremenda al cerro, sobre el que se asentaba el cementerio, y algunas casitas cochambrosas de la gente más humilde del pueblo. Sin duda, los que disfrutaban de las mejores vistas del lago y los volcanes, eran los difuntos. Vamos, que en aquel pueblo daban ganas de morirse, sí que parecía cumplirse lo de pasar a mejor vida. Entre cruces con apellidos alemanes disfruté de la panorámica del lago más grande de Chile, del volcán Osorno y de otros menores; y de la compañía de unos chiquillos que dejaron sus bicis para preguntarme por mi viaje y por mi país. Pero no quise alargarlo demasiado. Me había quedado con ganas de un poco de comodidad y menos intemperie, así que regresé a por mi libro de compañía, y busqué el barecito más cálido de la plaza para devorar sus páginas después de una cenita rica.






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Viernes 14 de Noviembre de 2008

Recorrido: de la frontera de Argentina con Chile a Osorno: 104 km
Recorrido total: 940 km

Y aguantó. Me pasé la noche soñando que me llegaba el agua al cuello, pero no me llegué a mojar. Había sido una buena prueba de fuego, bueno, de agua, para la tienda que me tendría que proteger en las despobladas soledades de la carretera Austral, que era el plato fuerte de mi viaje. Continuamente le daba vueltas a la idea, y trataba de imaginarme las condiciones de viento, lluvia; el camino impracticable que me debía conducir por 1000 km hasta el extremo sur de Chile, a la Tierra del Fuego y el Estrecho de Magallanes. A veces pensaba que, en el momento en que las condiciones empeoraran, tomaría un autobús de regreso hacia el norte y me trasladaría a regiones más benignas… pero tenía que intentarlo. Iba a intentarlo.







Gracias a mis amigos de la aduana, una vez más sólo disponía de queso y pan para el desayuno. Bueno, era de esperar algún lugar habitado en la carretera tan buena que estaba recorriendo. Pero los kilómetros pasaban, y a parte de un insoportable y helado viento de cara, no encontraba qué llevarme a la boca. Cuando me hice a la idea de que el infierno que dios me tenía reservado consistía en comer queso revenido con pan de dos días en toda ocasión, me hice un tentempié digno, e hinché pecho; es mejor tomárselo con orgullo.







Por el camino me encontré un letrero hacia una cascada y tomé un desvío por un par de kilómetros por un sendero de tierra, un tunelito entre una espesura desproporcionada, con árboles quién sabe si milenarios, de troncos de dos y tres metros de diámetro, entre los que se enmarañaba una profunda selva continental y húmeda. Al final de la vereda apareció el salto del Indio, una virulenta caída de un poderoso río desde unos 10 metros de altura. Justo entonces se hizo camino el sol para hacer brillar las gotitas de agua flotando en el aire, las hojas de los árboles saturadas de humedad.







La carretera se hizo más fácil, recorriendo la orilla de un lago que ya se rodeaba sólo de suaves lomas, a cambio azotadas por un viento impertinente. Hasta después de las 2 de la tarde no encontré un lugar habitado, un pueblito de apenas unas casas dispersas, entre las que encontré un restaurantito y un supermercado. Aterido por el frío entré a comer y a descongelarme, y allí pasé dos horas junto a la estufa; me costó convencerme de que no era mi hogar, y que la buena educación me obligaba a volver al vendaval de la calle, coger la bicicleta como un hombre, y ponerme a pedalear sin rechistar. Al final de la ruta estaba Osorno, una ciudad de tamaño intermedio que, no teniendo mucho interés, suponía para mí un poco de refugio, una ducha caliente y una cena en condiciones después de unas ciertas penurias por los Andes. Bueno, quede claro que aunque penurias, la sarna con gusto no pica.

La silueta de varios volcanes nevados me acompañó durante todo el recorrido, por praderas y cercados de ganado, y al final de la tarde arribé por fin a buen puerto, el de Osorno. Me costó encontrar dónde alojarme sin tener que escurrir demasiado el bolsillo; cultivé un poco de conversación con la dueña, y cuando la tuve a tiro regateé todo lo que pude para que me dejase un precio razonable. Bien contento por la rebaja, me dí una ducha y salí a pasear vestido de ciudad. Ya era hora de recorrer sin un dedo de polvo encima, calles y plazas concurridas, llenas de gentes y de amigos paseando; de cafeterías, de puestos de comida callejera, de bancos bajo los árboles con abuelas conversando y niños correteando. Cuando esto me parecía una maravilla sobre asfalto, ¿no sería que llevaba demasiado tiempo por los montes?




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Jueves 13 de Noviembre de 2008

Recorrido: del lago Correntoso a la frontera de Argentina con Chile: 77 km







Aunque no había acampado lejos de lugares poblados, nadie me molestó ni se acercó por allí aquella noche. Amaneció otro día azul maravilloso, pero yo no tenía ni un corrusco para hincar el diente, así que no me entretuve en la playa del lago. Recogí el tenderete y me puse en marcha hacia Villa la Angostura. Llamada el Jardín de la Patagonia, se trataba de otra pequeña ciudad de familias ricas, de casas de veraneo junto al lago y cerca de montañas donde podían practicar esquí. La avenida principal daba fe de esto con sus lujosos comercios y cafés, todos ellos construidos con gusto en madera, aprovechando la irregularidad de los troncos para darle un aire rústico pero sofisticado. Me hubiera comido una vaca con cuernos y todo, llevaba más de un día a base de pan y queso… pero cuando vi los precios me espanté, y se me quitó en seguida la gana de almorzar allí. Pasé por un supermercado a por algo de comida, y me hice un reparador desayuno, bien surtido de dulce y de grasa, que a este paso me iba a quedar en el ramaje. Y para quitarme el gusanillo de alta sociedad, me dí el lujo de tomarme un expresso en una terraza de la avenida. A doble precio que en España, pero eso sí que me lo podía permitir. Un caluroso sol de casi verano obligaba a buscar la sombra; con el frío que había pasado, pensaba yo… Haciendo tiempo para que la batería de la cámara se recargase, leí los periódicos, y continué con el libro que todo ciclista misántropo debe llevar consigo. Me refiero, uno cualquiera, pero uno que le guste al ciclista.

En la mesa contigua, un argentino de pro empleaba sus consabidas técnicas de seducción con una argentina prototipo. Haciendo tiempo para que la cámara acabase de recargarse, curioseé en las técnicas australes, para descubrir con asombro que la famosa labia, al menos en aquel caso, no era más que un mareante monólogo en que el tipo relataba hasta el detalle más insignificante su obra y milagros a la pobre paciente, que seguramente así entraba en un letargo hipnótico y bajaba la guardia. La verdad, el chaval tenía una vida de lo más gris, pero carecía de abuela, y lo contaba todo como si fueran hitos de la Humanidad.

Cuando ya nos tenía a punto de caramelo a la pobre y a mí, decidí recoger la cámara y marcharme. Ya eran más de las dos de la tarde, había echado la mañana en nada, pero qué delicia de terraza después de tantas penurias… Con la despensa repleta de provisiones, tomé el camino de regreso al lago, rumbo a la frontera chilena. Sólo había pasado a Argentina para ver los siete lagos y disfrutar de los dos pasos andinos en plena naturaleza, así que tocaba regresar.







Durante decenas de kilómetros no hice más que subir y subir, por una estupenda carreterita pavimentada que se colaba entre las montañas impresionantes que hacían de frontera natural. Un espeso bosque se iba formando en las bases, mientras las cumbres permanecían nevadas, como quitándose con pereza el invierno de encima. Bravas corrientes de agua abrían tajos en los desfiladeros, y tras el zigzag de curvas, la frontera. Al menos, el paso argentino, pues el control de la entrada en Chile distaba más de 40 kilómetros del argentino. Sellada la salida, la subida continuaba internándome en un paisaje cada vez más perdido, deshabitado por completo y crecientemente frío y ventoso. La altura cambiaba poco a poco los espléndidos bosques y el calor veraniego por una pelona en la que árboles cada vez más raquíticos se las veían con el clima. Tras varias horas de ascenso, bloques de nieve compactada jalonaban la carretera, y la primavera de la Villa de la Angostura quedaba ya en el recuerdo. Arriba seguía fiero el invierno, pero no me hacía falta la ropa larga, y con tal de no parar de pedalear me sobraban las calorías. Pero en algún momento había que descender lo subido. Al otro lado del puerto, la vertiente chilena ofrecía las espectaculares cumbres de otra cadena de volcanes, completamente envueltos en nieve, y en los que el viento del oeste se convertía en nubes espesas. A poco que bajé, ya con toda la ropa cubriéndome, recordé el Chile que en dos días casi había olvidado: frío húmedo, torrentes de agua por doquier, y un bosque espeso y lleno de musgos radicalmente diferente del lado argentino.








Unos cuantos kilómetros más abajo, en una empinada cuesta, me encontré un camión averiado a un lado de la carretera. El conductor llevaba unas horas esperando que un mecánico le viniese a echar una mano, y se entretenía sacando de la carretera, con una rama de bambú, las enormes arañas con aspecto de tarántula peluda que cruzaban, para que no las aplastasen los coches. Estuve un rato hablando con él. El hombre estaba nervioso, las horas de retraso suponían dinero, y últimamente el negocio estaba muy mal; ya hacía que se notaba la crisis, los pedidos eran menos, y con lo que sacaba no le daba ya ni para pagar la cuota del camión… pero tenía que seguir, justo ahora no podía rendirse, cuando su hija mayor acababa de entrar en el conservatorio. Algo que en España se hace casi como pasatiempos, en Chile era muy costoso, y Andrés no sabía si podría pagarlo si las cosas seguían así. Pensé en su hija… y es que nos educan para ser héroes y poetas, pero la cotidianeidad de la vida no da para mucho. No hay sitio en el mundo para el talento; ni para las ganas de mejorar el propio mundo. Malos tiempos, para la lírica. ¿Alguien se dará cuenta de una vez que andamos de vuelta a una segunda Edad Media? Por dios, que alguien apague la luz.

Le deseé mucha suerte, y continué el descenso vertiginoso, hasta llegar al control de entrada en Chile. Me decomisaron las naranjas y manzanas que traía, y hasta un chorizo que me quedaba en la despensa; todo por no sé qué alerta sanitaria y no sé qué plagas que venían de Argentina. Nuevamente con poca comida en la mochila, seguí por la carretera sin más remedio que acampar y tirar con lo que me quedaba. En un rinconcito de cuento, entre árboles centenarios cubiertos de musgos, encontré un planito escondido para poner la tienda y dormir. Y antes de que me diera cuenta, al frío se le unió la lluvia para poner a prueba la consistencia de la tienda.







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Miércoles 12 de Noviembre de 2008

Recorrido: de San Martín de los Andes a la orilla del lago Correntoso: 111 km

Al menos el desayuno estaba incluido en el precio de la pensión; pero siendo suficiente para quitarme el hambre de la mañana, no lo fue para darme las energías que necesitaba para un día que sería inesperadamente duro. Viendo que la ciudad era tan cara, pensé en salir de ella cuanto antes, ya compraría comida en algún pueblito del recorrido. Pero fue un grave error. Durante los siguientes 111 kilómetros no encontré nada. Ni un pueblito. Ni un bar, ni una tienda de carretera. Nada. Ciertamente el mapa no situaba ningún poblado en el recorrido, pero en la mayoría de los países eso significa que no hay lugares grandes, aunque siempre se encuentran pequeños núcleos, o al menos algún bar en el que te pongan un bocadillo… Nada.







Dejé atrás San Martín por una carretera asfaltada, que después de un recorrido junto al lago que bañaba la ciudad, iniciaba el ascenso a un puerto en las montañas. Algunos carteles indicaban que aquélla era zona Mapuche, aunque ya me había acostumbrado a no reconocerlos como tal, puesto que tanto sus casas y sus vestimentas como el aspecto externo de su estilo de vida, no eran muy diferentes a los de cualquier otro chileno humilde y rural de origen europeo. Conforme ganaba altura se mejoraba la perspectiva de los picos nevados que me rodeaban en todos los puntos cardinales. La carretera se conocía como la Ruta de los 7 Lagos, y uno tras otro fueron apareciendo, separados por cadenas de montañas que había que subir y después bajar. El lado argentino se veía más seco, aunque no por ello menos boscoso. Sí se distinguían sus tonos ocres y serios, en contraste con el verde refulgente de Chile, tan sólo a unos kilómetros en la ladera oeste de los Andes. Esta barrera montañosa retenía las nubes y las obligaba a descargar en el lado chileno, dejando poca humedad para la vertiente oriental, que se perdía progresivamente en las secas pampas argentinas.

Uno de los lagos vertía sus aguas en un potente caudal que saltaba al vacío en una estrepitosa catarata, para continuar hasta el siguiente lago. La reciente orografía andina se había levantado obstaculizando por todas partes el curso de los ríos: derrumbes de rocas y brazos gigantes de lava formaban presas, y allá los ríos se convertían en lagos hasta rebasar por algún lado y continuar su curso al mar.







Empezaba a tener claro que Argentina, un país de veintipocos millones de habitantes, la mayoría apiñados en unas pocas grandes ciudades, era un país prácticamente despoblado en toda su inmensa extensión. Sí, el mapa era serio, donde no situaba nada es que nada había. Sólo naturaleza en estado puro a lo largo de los más de 110 kilómetros hasta Villa la Angostura. Contemplando la catarata tomé un frugal almuerzo, administrando la escasa comida que debía durarme todo el día. Agua había por todas partes, aunque tuve que aceptar que llevase un poco de todo en suspensión; me arriesgaba a enfermar, pero después de 10 días bebiendo agua de los deshielos, no me parecía estar yendo mal.








El fenomenal paisaje andino se reflejaba en los lagos que iba recorriendo. Ya perdí la cuenta, y no sabría decir si fueron siete o si diez. Después de 50 kilómetros ya de por sí duros por el perfil de subida y bajada, crecieron las dificultades. Desapareció el asfalto, y durante otros 50 kilómetros tuve que vérmelas con otro pedregal lleno de cuestas. Parando de vez en cuando y contando los bocados de pan, paté y queso, con mucha agua para engañar al estómago trataba de organizarme para no desesperarme antes de tiempo. La ruta de tierra seguía recorriendo un paisaje espectacular, pero los pocos coches que pasaban suponían un tráfico excesivo: cada uno levantaba una polvareda, y antes de que se disipase llegaba el próximo a enterrarme de nuevo. Supongo que para desahogarme, me entretuve en maldecirlos uno a uno, a grito pelado, cada vez que esto sucedía. Creo que se trata de una terapia japonesa, y aunque el tormento no disminuye, algo ayuda a sobrellevarlo.

Tanto lago se acabó haciendo monótono. Me hubiese gustado variar con algún pedazo de desierto o con un mar agitado… los últimos kilómetros se me hicieron eternos, pero en lugar de acampar preferí continuar, con la esperanza de llegar al primer pueblo marcado en el mapa, Correntoso, y comprar comida en alguna tienda. Pero Correntoso, aunque por fin de vuelta sobre carretera de asfalto, no era ni si quiera un pueblito. A lo largo de la orilla de dos lagos entre los que circulaba la carretera, sólo encontré algunos hoteles de lujo y urbanizaciones de vacaciones. Ni una tienda. Me cansé de buscar cuando no le quedaba mucha luz al día para pedalear. Era hora de buscar un rincón escondido para acampar, y de conformarme con cenar un pedazo de pan y queso. Guardaría las dos galletas que había encontrado al fondo de las alforjas para el desayuno. Por un caminito de tierra llegué a la orilla del lago Correntoso, y tras unas matas encontré el lugar perfecto para pasar la noche. La temperatura no era nada mala, y después de colocar la tienda me desnudé para darme un lavado rápido con las gélidas aguas del lago, y meterme limpio en la ropa larga. Los colores del atardecer brillando en las cumbres se reflejaban sobre el agua, y el día se desvaneció hasta dejarme solo bajo las estrellas.






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15/11/08

Martes 11 de Noviembre de 2008

Recorrido: de Puerto Fuy a San Martín de los Andes: 60 km






Hasta la una del mediodía no salía la barcaza para cruzar el lago. Y el pueblo no tenía mucho que ofrecer cuando uno ya se había cansado de contemplar los dos cráteres nevados que dominaban el entorno, o los bosques de las orillas del lago. De todos modos, dormir hasta tarde tampoco parecía tan mal plan, y cuando salí a dar un paseo ya pegaba bien el sol. Me acerqué hasta el embarcadero para asegurarme de la hora del barco y del lugar preciso, y después paseé por las cuatro calles de tierra de Puerto Fuy. Otra cosa era digna de verse, el río que desaguaba el lago hacia el oeste, y que se llevaba un poderoso caudal de agua increíblemente transparente entre árboles y rocas. En la tiendita del pueblo compré algo de comida para el día, contando con que seguramente no me daría tiempo a llegar a San Martín de los Andes, el primer pueblo del lado argentino, y que me tocaría acampar y cenar lo que llevase. A mediodía volví a la posada a por mis cosas, y bajé hasta el embarcadero. Helen ya estaba allí, charlando con unos alemanes que esperaban su turno para embarcar su coche en la barcaza. Mientras me tomaba un té en el barecillo de la pasarela, fue llegando más gente, y hasta una pareja de ciclistas sin mucho equipaje. Se trataba de Ariadna y Fernando, dos chilenos de vacaciones que tomaban el barco para cruzar el lago hasta el extremo oriental, y después de un paseo en aquel lado volver con la barcaza en su viaje de regreso por la tarde. Acomodamos nuestros vehículos en la borda, y al poco zarpamos.

Durante las casi dos horas de recorrido nos dio tiempo a admirar el lago encajonado en un estrecho desfiladero de montañas, muchas de ellas nevadas, y todas cubiertas de un bosque inmaculado; también de charlar un poco de todo. Fernando y Ariadna venían de Santiago, y también me hablaban de una agitada vida urbana que volvía loco a cualquiera. De vez en cuando se escapaban a hacer algún recorrido, en plan coche y hotel de lujo, pero con las bicis a cuestas para pequeñas paseos como el de aquel día. Fue Fernando el que sacó el tema de la crisis, que parecía ya el monotema en cualquier rincón del mundo. Trabajaba en una empresa de maquinaria pesada, y en pocos meses habían pasado de vender unas 5.000 máquinas anuales en el mercado español, a tan solo 400. Visto desde este lado parecía una hecatombe, era como si medio planeta se hubiese sumergido bajo el océano. Y claro, indirectamente ya afectaba a Chile, empezando por empresas como la suya, que veían recortar tan drásticamente las ventas. Chile dependía casi en un 80% de las exportaciones de materias primas, cobre particularmente; con el frenazo en seco de la industria de todo el mundo, las compras de materias primas habían descendido bruscamente, y además bajado de precio dada la baja demanda. Al final no se iba a librar ni el gato de lo que se nos venía encima. Y todo por la especulación inmobiliaria en Europa y EEUU, el crecimiento exponencial de los precios y el recurso generalizado e ilimitado al crédito bancario para alimentar la máquina especulativa de los pisitos… Fernando era economista, y veía con clarividencia notable el origen de los problemas, aunque de ningún modo la luz al final del túnel. Lo que sucediese dependería en gran medida de lo que los dirigentes de los principales países decidiesen; no era descartable una conflagración de países, siempre la economía de guerra había sido un buen recurso para escapar de las crisis de la economía.

Tras un prolongado serpenteo entre las montañas que encerraban el lago, llegamos por fin a la orilla oriental, a penas una pasarela de madera y dos casas desde los que partía la pista de tierra hacia la frontera argentina. Me despedí de Fernando y Ariadna, y me puse en camino junto con Helen. Después de todo, si conseguía abstraerme de su presencia, dado lo poco propensa a la conversación que era la holandesa, podía llegar a sentirme como solo en medio de la inmensidad. Y bueno, no había más remedio. Continuamos durante unos kilómetros hasta llegar al control de frontera chileno. Ya nos habían avisado en el barco de que, debido a una huelga en la administración chilena, la frontera estaría cerrada todo el día, hasta las 5 de la tarde. No eran ni las 3, y si nos retenían allí hasta las 5 sería imposible completar los 50 km que nos quedaban hasta San Martín de los Andes. Así se lo expliqué a los dos policías, que insistían en que sus compañeros de aduanas no nos atenderían hasta las 5. Pero la ventaja de no estar en Europa, es que fuera de ella las personas nunca dejan de ser personas. Existe un concepto de flexibilidad ajeno por completo en las cuadriculadas mentes europeas. Con ánimo relajado y un poco de guasa comencé a charlar con los policías, ambos habían estado en Francia, Italia y Alemania en una especie de viaje de fin de curso de la academia, y recordaban cómo los europeos parecían bastante torpes a la hora de entrar a un bar y hacer buenas migas con las mujeres. A ellos les había bastado un poco de salsa y merengue para llevárselas de calle, y es que los hispanos teníamos algo de gracia y viveza, de las que carecían los nórdicos. Mientras uno de ellos continuaba la conversación preguntándome por mis viajes en bicicleta, el otro salió para convencer a su compañero de aduana de que hiciese una excepción y nos dejase pasar con las bicis, para que pudiésemos llegar a San Martín con la luz del día. Al momento regresó, teníamos vía libre, ni si quiera nos revisarían las mochilas.







Me estaba divirtiendo mucho conversando con los policías, así que casi me dio pena que me dejasen continuar el viaje. Nos despedimos, y Helen (que no hablaba casi español y no había abierto la boca), y yo, volvimos a la tortura de la pista de piedras, eso sí, en medio de un espeso bosque de árboles enormes. Pasar la frontera argentina fue más sencillo, sin huelga ni otros pormenores. El lado argentino nos recibía con una agradable bajada hasta un lago azul, otro más entre los muchos que vería, con sus típicas cumbres de rocas nevadas y sus faldas cubiertas de selvas impenetrables.







Al recodo del lago la pista se encaramaba por una de las montañas, y durante una veintena de kilómetros nos peleamos con las cuestas. Helen era un rayo en las bajadas, pero la pobre no podía con su alma en la subida. Durante el resto del trayecto me quedé solo, entre páramos deshabitados y naturaleza salvaje, águilas y otras aves como únicos testigos. Varias horas después descendí lo subido, para llegar con el atardecer al valle en el que se encontraba, a la orilla de otro lago, la ciudad argentina de San Martín de los Andes. Tal vez esperaba un desolado pueblito de frontera, con destartaladas casas depauperadas. Pero la sorpresa fue mayúscula. De pronto se acabó la tierra, llegó el asfalto y se rodeó de casas de lujo, comercios de lujo, y un urbanismo cuidado y refinado a la altura de los lugares más prósperos del País Vasco. En comparación, el 90% de España parecía una república bananera de África después de una guerra.







Los últimos kilómetros los había recorrido despacio, tratando de que Helen me alcanzara. Y por fin apareció mientras pedaleaba despacio por la avenida principal de San Martín. Lo primero de todo era conseguir pesos argentinos, una visita a un cajero automático. Después, buscar la pensión que habían recomendado a Helen. Resultó ser un youth hostel, y el precio acorde con el elevado nivel de vida de la ciudad. Ya no era cuestión de salir a acampar a los montes; pero me daba cuenta de que mientras siguiera en Argentina, mi único alojamiento sería la tienda de campaña y en medio del bosque. Y viendo que el menú en un restaurante era más caro que en España, opté por el supermercado. Tampoco era una ganga, pero siempre era más barato prepararse algo en la cocina del hostal. Tras otro día de pedalear duro y no comer casi nada, me di un buen atracón en el comedor. Mientras, comentaba el día con un argentino viajero que venía de Buenos Aires a maravillarse con los Andes. Me decía que hasta entonces no había tenido ni la menor idea de la dimensión real del país. Porque no era lo mismo verlo pintado en un mapa, que recorrer sus carreteras en días y días de autobús. Patagonia, y en particular San Martín y algunas otras ciudades de la región, eran el lugar más rico de Argentina, y de ahí los precios desmesurados. Aquél era un país de contrastes, y si quería un viaje barato, tenía que ir al norte, donde nunca habían sido demasiado ricos, pero desde la crisis del 2002 vivían casi como en África. En otra mesa un español fanfarrón alardeaba sin demasiada gracia con los nuevos amigos que había conocido en la pensión. Se trataba de un tipo que vivía de sus fotografías y llevaba una temporada en Argentina. Trataba de imitar el acento sin conseguir disimular su origen canario; y también la labia argentina, pero sin el arte de estos. Dándose importancia de más y cruzando la barrera del buen gusto para intentar ser gracioso, acabó por desesperar a los que lo escuchaban. Una pena. Amigo mío, la primera de las virtudes es la humildad, y sin ésta las demás carecen de valor; y para carecer de humildad, hay que tener algo decente de lo que presumir…
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