Recorrido total: 2.675 km
Todavía tenía mucho camino que desandar hacia el norte, y aunque me hubiera gustado pasar un día en Coyhaique con tantos amigos como ya tenía allí, no tuve más remedio que correr para tomar el único autobús que viajaba en dirección al norte; si lo perdía tenía que esperar hasta el lunes, y tampoco me apetecía mucho volver a probar fortuna con el autostop. En fin, compré el billete, y casi sin tiempo de despedirme de nadie salí para la estación.
Si había constituido toda una paliza hacer aquel recorrido en bicicleta, no lo fue menos deshacerlo en el minibús. El pedregal al que llamaban carretera Austral batía aún más el cuerpo en el autobús que la lenta bicicleta, y las curvas hacían vomitar a algún pasajero cada poco tiempo; yo, aunque estuve mareado todas las horas del trayecto, aguanté el desayuno en el estómago, que en tiempos de crisis no es cuestión de desperdiciar. Entreviendo los fabulosos paisajes a través de la escueta y sucia ventanilla del autobús me sentía privilegiado por haber recorrido aquellos parajes en el perfecto silencio y el total disfrute de la bicicleta. Nadie que viajase en autobús podía imaginarse la sensación de perderse por aquellas inmensidades, de tener sobre la cabeza la bóveda del cielo recortada por la belleza indescriptible de las montañas nevadas. De escuchar los cantos de las aves, de caminar junto al vuelo de las águilas o parar en cada arroyo para beber el agua pura del deshielo.
La idea de retorno era cruzar la frontera argentina y continuar por el lado oriental de los Andes, para así hacerme una idea completa del paisaje austral. Preguntando en varios sitios me había convencido de cruzar por Lago Verde, un paso fronterizo situado un centenar de kilómetros más al sur del de Futalefú, la última carretera que cruzaba antes de llegar a Chaitén, extremo norte de la carretera Austral. Después de una paliza de viaje llegamos por la tarde a Lago Verde, a penas un pueblito al final de un angosto desfiladero que con su sequedad y su campo pelado anunciaba la proximidad de Argentina. En la misma plaza de Armas se situaba la barrera del control fronterizo. Pero ya lo pasaría por la mañana, ahora tocaba limpiarse el polvo del camino y rearmar el sufrido esqueleto en una cama cómoda. Busqué una pensioncita agradable, y paseé con la última claridad del atardecer por las desiertas calles de Lago Verde, que se llenaban de una deliciosa luz anaranjada y llena de vida.
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Otro radiante día de sol me invitaba a retomar el pedaleo, después de unos cuantos días en astilleros. Armé todo en su sitio y compré algo de comida para un día en que no esperaba encontrar muchos lugares habitados en la desértica pampa argentina. Pero cuando llegué al paso fronterizo me llevé un buen chasco. No podía continuar por aquella carretera, del lado argentino había dos ríos que cruzar, y con los deshielos estaban demasiado crecidos. Si hubo puentes alguna vez, el mismo río se los había llevado, y nadie se había molestado en reconstruirlos. Tal vez podía esperar una semana por si remitía el aluvión, me decían los carabineros; pero no era una buena opción para mi viaje. En fin, sólo podía resignarme y tomar el camino de regreso al tronco principal de la carretera Austral. Volver al cruce de la Junta, seguir al norte hasta Santa Lucía, y desde allí cruzar a Argentina por Futalefú. Este paso tenía los puentes en su lugar, así que no me arriesgaba a otro contratiempo como el de Lago Verde.
Me puse en camino con la esperanza de que algún coche de paso me pudiera llevar, y evitar así recorrer un centenar de kilómetros que ya conocía. Por un penoso ripio avanzaba pesadamente, y las horas fueron transcurriendo sin que nadie apareciera para rescatarme. El desfiladero y los ríos que lo formaban valían, eso sí, el esfuerzo. Como tres horas después, con sólo 25 kilómetros en la cuenta del día, por fin escuché el motor de un vehículo y le hice la seña del autostop. Conducía Cristian, un ingeniero agrónomo que volvía a la Junta después de visitar a su novia en Lago Verde. Cristian había estudiado y vivido en la capital del país, pero su vida estaba en los pueblitos solitarios de la Patagonia. Necesitaba aquel aire limpio y aquel silencio perfecto para vivir. Y no le iba nada mal el negocio; los argentinos se habían descuidado con sus reses, y la brucelosis les impedía exportar. Así, de repente, la carne vacuna chilena era la más apreciada de la región, y se vendía a precios desorbitados en el mercado alemán.
Me despedí de Cristian en la Junta, y después de un almuercito en el restaurante del pueblo, tomé la carretera Austral hacia el norte. Santa Lucía, donde tenía que tomar el siguiente desvío hacia Argentina, se encontraba a 70 kilómetros, y como ya había recorrido en bicicleta este tramo en mi camino al sur, esperaba no tardar en parar algún vehículo que me ahorrase el trayecto, por no repetir paisaje y emplear mejor el tiempo. Pero las horas pasaban y de nuevo no había quien pasara por mi lado. Seguía recorriendo aquellos valles ya familiares para mí, aunque vistos con sol en vez de con nubes, aparecían casi nuevos y diferentes. La tarde se fue gastando, y haciéndome a la idea de que para la distancia que quedaba ya no merecía la pena hacer autostop, me dediqué a disfrutar de las vistas y de la buena temperatura. Poco antes de llegar al cruce de Santa Lucía busqué un rinconcito agradable junto al gran río que daba forma al valle, y acomodé la tienda de camping. En las gélidas aguas me dí un baño para entrar elegante en el saco, y cené frente al decorado de hielos y rocas que cerraba el paisaje. Durante varios días la meteorología había sido veraniega, facilitándome un recorrido que yo había temido especialmente por las malas condiciones, el frío y la lluvia que solían azotar aquellas tierras. Había tenido suerte, pero no podía durar en la Patagonia, y al anochecer aparecieron sobre las cumbres y los glaciares de las montañas del oeste unas espesas nubes que anunciaban un cambio. Antes de que me quedase dormido ya se escuchaba sobre la lona de la tienda el repiqueteo de las primeras gotas de lluvia.