Recorrido total: 1.944 km
Amaneció una tamizada luz de sol a través de los jirones de nubes que se deslizaban, vencidas, laderas abajo, y salí de la cama con la alegría de poder seguir camino y no quedarme otro día varado en un pueblo sin casi nada ni nadie.
Inicié el recorrido de la pista de tierra que bordeaba el fiordo marino por el este, y al poco me topé con mis colegas de la pensión. Me hicieron apresurarme, debía cruzar los próximos kilómetros antes de media hora; si no, tendría que aguardar dos horas más a que terminasen de reventar la montaña con explosivos. Me dio tiempo a cruzar el tramo, y al salir del control me encontré con la cola de los que, viniendo en sentido contrario, ya no tenían más remedio que esperar. Entre ellos había un ciclista viajero, un filipino que hacía tiempo fumando marihuana sentado en una piedra, y con el que me paré a charlar un rato. Había empezado su viaje en Ushuaia, y se había puesto un plazo de 8 meses para llegar a Ecuador y hacer allí algunas rutas. Me parecía demasiado tiempo para esa distancia, pero él debía de tomarse la ruta con mucha más parsimonia que yo, con largas paradas, semanas enteras en los lugares que más le gustasen, por lo que después de todo no le sobraría tanto tiempo. Hablando de todo un poco, ambos estuvimos de acuerdo en que, aunque es agradable compartir unos días de viaje con alguien que se encuentra por el camino, el verdadero viaje tiene que ser en soledad, para que sea interior como lo es siempre exterior. Así que, aunque hubiese coincidido el sentido de nuestras rutas, nos hubiésemos comprendido mutuamente en no querer viajar juntos más que, tal vez, unas pocas horas antes de decirnos adiós. Hasta la fecha, Bambino, que así se hacía llamar, era el primer asiático que yo conocía viajando en la dureza de la bicicleta, así que me dejó gratamente sorprendido.
Separándose del mar, el camino se hacía más crudo para internarse en un valle a cuyo fondo aparecía un callejón sin salida de picos y glaciares; acabó como no podía ser de otro modo, subiendo un puerto que me llevase al siguiente valle. Ganando rápidamente altura por las curvas que salvaban en zigzag el desnivel, se alcanzaba una perspectiva más ajustada a la realidad, y las moles de roca y hielo tomaban un aspecto ajeno, casi extraterrestre, monstruoso e inhumano. Si era morada de alguien, sólo podía serlo de titanes. Verticales farellones regalaban el agua de las cumbres heladas en cascadas que llegaban al suelo convertidas en una lluvia difusa sobre las hojas de los árboles centenarios. Las nubes viajaban a gran velocidad, y algún claro pasajero se alternaba con lloviznas que me obligaban durante unos minutos a vestirme el impermeable y sudar con él ascendiendo la cuesta. Coronado el collado ya no me quitaría el impermeable durante el resto del día, ya no por lluvia, sino por el aire helador que cortaba la piel al bajar por el camino encajonado bajo paredes de roca de mil metros. Me costaba entender cómo aquellas estructuras gigantescas no se colapsaban bajo su propio peso, y podían seguir erguidas soportando los glaciares en los ventisqueros que daban al sur.
Varios ríos y varios aguaceros más adelante, al final de una buena cuesta que de repente estaba cubierta de asfalto en lugar de ripio y tierra suelta, llegué al primer lugar habitado en 100 kilómetros de recorrido. Amengual era un desolado plano rodeado de una belleza insólita, donde se enclavaban unas pocas calles y cabañas solitarias. Las calles estaban desiertas, y tuve que ir de puerta en puerta y preguntar muchas veces hasta que dí con una casa donde alojarme. La habían llenado de literas para hospedar a los obreros de los tramos cercanos de la carretera, y por fortuna sobraba una cama para mí. Llegaron del trabajo mientras cenaba algo en la cocina, justo a tiempo de acomodarse frente al televisor para ver la Teletón. Aguanté un par de horas, tratando de comprender su humor en un acento cerrado que se me hacía difícil seguir. En la televisión se desataba el festival del consumo patrocinado por marcas que donarían, según aseguraban, grandes sumas si se superaba un número de compras en sus establecimientos; uno tras otro, los famosos desfilaban rascándose las carteras para contribuir a la causa, y el gobierno en pleno ocupaba la primera fila del auditorio, y tomaba la palabra para asegurar que destinaría el importe completo de su próxima revisión salarial para la colecta. Sentía algo de vergüenza ajena, tengo que reconocerlo.
Compartiendo un mate con los compañeros, traté sin mucho éxito de entender sus chistes. Entretanto, seguía pendiente de la gala en televisión, y pensaba para mí que la limosna y la caridad, a menudo suelen delatar una mala conciencia que se intenta lavar por la vía fácil; ¿cómo tomarse el olvido intencionado del resto de graves problemas del país? Los huérfanos, los niños abandonados; los ancianos arrinconados en su soledad indefensa, los barrios marginales sin recursos ni futuro; los salarios de miseria, las jóvenes obligadas por la pobreza a ejercer la prostitución… el sistema de salud que no atendía a quien no podía pagarlo, la educación pública que carecía de valor frente a la educación privada… tantas cosas que pasaban por alto las buenas voluntades cristianas aquella noche.
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