29/8/08

Jueves, 21 de Agosto de 2008

No quedaba ya mucho para la hora de embarque, y el vuelo no tenía retraso. Nadie nos había avisado, ni en persona ni por megafonía para recoger la documentación y las tarjetas de embarque. Así que fuimos a preguntar al personal del aeropuerto. Nos aguardaba una sorpresa desagradable. El funcionario de turno nos dijo que no sabía dónde estaban los pasaportes ni las tarjetas, y que el vuelo ya estaba completo. Tras mucho esperar y desesperar viendo cómo nuestro avión partía sin nosotros, un funcionario más en la cuenta apareció con nuestros pasaportes y cara de cordero apesadumbrado para contarnos que habían tenido un problema y que por sobreventa, no teníamos más remedio que esperar al vuelo de las 4 de la tarde. La sospecha inicial venía a ser que, por un lado habíamos sido víctimas del famoso overbooking, y que por otro lado la inoperancia de la manada de funcionarios nos había dejado en tierra en lugar de otros pasajeros, por no haber generado las tarjetas en su momento, unas cuantas horas más pronto. Pedimos hablar con alguien de la compañía aérea; su respuesta fue que sin visado no podíamos salir de la terminal de tránsito, por lo que ellos hablarían por nosotros. En seguida volvío el de la cara de cordero famélico para pedirnos que no diésemos cuenta de su parte de responsabilidad en el asunto, y entregarnos las tarjetas de embarque para las 4 de la tarde, y 20 dólares para poder comer durante el día en el aeropuerto. Como uno está acostumbrado a confiar en la autoridad, pensamos que, aunque era una faena tener que esperar otras 8 horas, y más el llegar a México al anochecer en lugar de bien temprano, tal vez un descuido lo puede tener cualquiera, y no valía la pena hacer un mundo de aquello y denunciarlos a sus superiores para exponerlos a vaya a saber qué amonestación. Así que nos conformamos a regañadientes, y pensamos que, ya que en aquella terminal no podíamos salir a hacer una reclamación, la presentaríamos al llegar a Cancún.


La espera se terminó por hacer eterna; pero cuando por fin elevamos el vuelo sobre la verde alfombra cubana y nos adentramos en un paisaje de nubes gigantes, cayos y matices de esmeralda tras las líneas de la costa, todo se olvidó para dejar paso a una renovada ilusión por el nuevo país que se abría ante nuestros ojos. Por fin México, le había costado…


Ya en el aeropuerto de Cancún nos dirigimos a la oficina de la compañía aérea para plantear nuestra reclamación por overbooking. Cuando el encargado nos dijo que no había ninguna notificación de sobreventa y que no teníamos nada que reclamar, comprendimos lo que había sucedido. Los funcionarios del aeropuerto de la Habana habían tirado nuestros pasaportes a una canasta aquella noche; así por la mañana, sin haber generado nuestro embarque, dispusieron de dos plazas libres en nuestro avión, seguramente para vender al estilo del mercado negro a cualquier mangante que pagase bien por ellas. Habíamos estado casi 24 horas abandonados en un aeropuerto por la falta de vergüenza de la gentucilla del aeropuerto. Todo un retrato de lo que hacía que este país entrañable que sueña con mundos nuevos se quede enfangado y desencantado.

Comenzaba el viaje en sí. Con una llegada tan accidentada se me habían olvidado los nervios que siempre me produce el desembarco en un país como éste, tan lleno de relatos de violencia descarnada, de barbarie cotidiana. Cancún era una ciudad monstruosa, turística y sin ningún encanto, por lo que tomamos un autobús directamente del aeropuerto a Puerto Morelos, un pueblito en la costa que la guía señalaba como uno de los últimos rincones con encanto de todo el litoral. El autobús nos dejó en un cruce de carreteras a unos kilómetros del pueblo. Ya era casi de noche, y sin conocer el país estábamos algo asustados por acaso descubrir demasiado pronto qué había de verdad en los testimonios de malandros y vampiros que yo había vivido en otros países del entorno. Alguien nos indicó dónde tomar el transporte a Puerto Morelos, y en un minuto estábamos a bordo de un autobús sucio y ruidoso que nos llevaba hacia el mar. Los minutos en el cruce me habían servido para tomar unas primeras impresiones. No había notado miradas especialmente punzantes, o grupos de hombres más atentos de lo necesario. Me sentía aliviado, el lugar parecía relativamente seguro. Susana me había oído tantas historias sobre los rincones infernales de hispanoamérica, que sufrió seguramente aquellos minutos por la pequeña paranoia que yo le había producido tratando de avisarla sobre los peligros de un viaje como éste, y que al menos aquella noche se revelaba infundada. En seguida estábamos en un precioso pueblito pegado a la playa, con bares y hotelitos de colores y tejados de guano tratando de conservar un estilo autóctono, en los que algunos viajeros europeos cenaban despreocupados. Un vistazo al mar, y un par de preguntas aquí y allá, y en cuestión de minutos teníamos habitación en la posada más barata del pueblo, un lugar con encanto alrededor de un patio arbolado.

La ducha se llevó por el desagüe los últimos lazos con España, y la cena a base de tacos y quesadillas en un rincón a un paso del mar, nos depositó poco a poco en el suelo Mexicano. Con todos los sustos del comienzo pasados y las mochilas a buen recaudo, la mente podía por fin sosegarse en la espesa atmósfera de la noche tropical, entre rostros sudorosos de facciones antiguas y poderosas. Susana disfrutaba con una ilusión deliciosamente infantil de sus primeras horas en aquel suelo con el que había soñado desde adolescente. Con la brisa fresca del mar fluían más despacio los pensamientos, en un familiar silencio de oscuridad sólo endulzado por el acento cantarín de los nativos que charlaban sentados sobre el embarcadero de madera que penetraba en el oscuro Caribe sin luna.