29/8/08

Domingo 24 de Agosto de 2008

Susana intentó de nuevo localizar al tipo del buceo en su oficina a primera hora de la mañana, sin éxito. Al menos ya teníamos su teléfono, y le llamamos después de desayunar. Nos dio cita para tomar algo y charlar casi día y medio después. No tenía sentido seguir allí por tan poca cosa, así que decidimos marcharnos a Tulum, un pueblito en la costa conocido por las ruinas de una antigua ciudad portuaria maya construida en un acantilado sobre la playa, una de las postales más idílicas del México de los circuitos turísticos.

En un país como México, donde cualquiera va a intentar engañar al extranjero cobrándole el doble por cualquier cosa, desde el billete de autobús hasta los caramelos de la tienda, es una sana costumbre preguntar a alguien que nada tiene que ver con aquello de lo que se está buscando información, por el precio habitual de lo buscado. Es decir, aquella mañana, por ejemplo, antes de tomar el transporte a Tulum preguntamos al recepcionista de la posada cuál era el modo más económico de llegar a Tulum, y qué precio tenía. Los colectivos, esas furgonetas adaptadas para transportar viajeros en cortos recorridos, de un modo más o menos anárquico, que abundan en Hispanoamérica, costaban 20 pesos; y el autobús regular 45. Evidentemente fuimos directos al colectivo; el tipo que lo conducía en seguida nos ofreció acomodo para Tulum. Pero el precio no era el legal, sino 35 pesos. Hasta aquí bien, siempre tratan de aprovecharse del que lleva una mochila; pero en otros países, con contestarle que todo el mundo sabe que son 20 pesos, hubiera bastado para que con una sonrisa nos dejase pasar por ese precio. Aquel tipo de bigote bien recortado y grasiento, que lucía al cuello una gruesa cadena de oro a juego con su reloj, también de oro, y un sombrero de vaquero al más puro estilo western bajo el que cobijaba unas impecables gafas de sol de marca, sin más perdió los modales para decir que en nuestro país ganábamos mucho más que en México, y que por tanto teníamos que pagar más. Con desaires nos dijo que si no nos gustaba así, podíamos ir a pie. Ya no era por pagar 15 pesos más, que no llega a ser un euro; sino porque me repugna ser tratado como un gringo estúpido. Sin decir más tomamos la calle que llevaba a la terminal de autobuses, y tomamos el de 45 pesos, más caro, pero regulado. Era cuestión de honor. En unos pocos días me estaban empezando a caer mal estos mexicanos.

Una hora de autobús más tarde nos bajamos en la calle principal de Tulum, la carretera general, que lo cruzaba por el medio. Aquél era el típico pueblo sin sombra azotado por un sol polvoriento, de construcciones sencillas de hormigón de poca altura, que lo mismo servían como viviendas que como tiendas de alimentos, farmacias abiertas a la calle, o taquerías donde entre fuerte olor de asado y parrillas humeantes, el sudor hervía en los rostros curtidos por el sol. El pueblo distaba unos kilómetros de la playa y las ruinas, pero era el centro de alojamiento de los viajeros de bajo presupuesto, aunque no por ello dejaba de inflar los precios hasta lo absurdo, sobre todo teniendo en cuenta que el salario medio mexicano no pasaba de los 200 euros mensuales.

Tras la usual búsqueda calle por calle, acabamos decidiéndonos por una pensioncita apartada de la ruidosa carretera, que alquilaba unas bonitas cabañas de madera construidas alrededor de un patio techado con una estructura de madera más grande, abierta al viento y salteada de hamacas y tumbonas. La atendían dos indígenas chiquitas y encantadoras, algo ya entradas en años, que creaban un ambiente familiar y relajado con los pocos viajeros que allí nos encontrábamos.

Después de comer tomamos otro colectivo para ir, a poca distancia del pueblo, al cruce del que salía el camino a las ruinas de Tulum y a la playa adyacente. La mafia local, formada entre otros por los taxistas, monopolizaba el transporte de turistas en este tramo, por lo que ningún colectivo o autobús hacía el recorrido a partir del cruce. La opción era pagar un buen montón de pesos a un taxista, o caminar un par de kilómetros por un bosque cocido por el sol. No estábamos por derrochar, así que disfrutamos del paseo entre iguanas, lagartos y aves de plumaje azul. Las ruinas aparecían majestuosas y evocadoras justo antes de la playa; pero habíamos decidido emplear la tarde en el mar y dejar a los mayas para la mañana siguiente. Seguimos caminando otro par de kilómetros rodeando la vieja muralla maya, tras la cual se podía acceder a una idílica playa de cocoteros moldeados por el viento del Caribe, ancha, blanquísima y muy extensa, tras la que se abría un mar inventado por algún poeta.
Se nos murió el día disfrutando del espectáculo, con las ruinas de Tulum al borde del acantilado que se veía hacia el norte; paseando por la orilla del mar, bañándonos en sus aguas transparentes. Respirando un viento húmedo que llegaba del océano.


Pensando que tras la puesta del sol los mosquitos podían adueñarse del bosque, antes de que esto sucediese volvimos a atravesar las pequeñas dunas deslumbrantes tras los cocoteros, y la explanada de cabañas circulares pintadas de colores suaves y sombreadas por sus tejados de guano bajo las palmeras.

Era de noche cuando regresamos al pueblo, y después de una buena ducha salimos a buscar donde cenar por las callejas que se escondían tras la principal, evidentemente turística y sobrepreciada. No tuvimos que caminar demasiado para encontrar una taquería, con un ambiente autóctono inconfundible. Susana era la única mujer entre varios hombres que bebían en silencio en las mesas, mientras observaban sin demasiado entusiasmo, en un ambiente indiferente y parado en el tiempo, los videos musicales de corridos y rancheras de la televisión. Nos habían mirado todos con un gesto de sorprendida curiosidad al entrar, pero tal vez juzgando que no había mucho interés en nuestra presencia, parecieron ignorarnos durante el resto de la cena.


Conocimos en otro local a una pareja de mexicanos que pasaban una semana de vacaciones haciendo un recorrido por Yucatán. Las mesas estaban llenas, y el mesero nos preguntó si teníamos problema en compartir la nuestra con ellos, así que de pronto una animada conversación estaba servida para empezar a conocer a las gentes de México. Para completar el día, al regreso a la pensión conocimos a un grupo de varios italianos con un español bastante reconocible, y con los que en seguida congeniamos. Un detalle bonito de los viajes es el estado de apertura mental con que se sale al mundo, y que permite en poco tiempo darse a la charla, en situaciones distendidas y agradables, con personas variopintas cuyos puntos de vista enriquecen los propios. Uno de ellos, Giulianno, era un viajero de fondo que, como yo, cada pocos años dejaba el trabajo para, con lo ahorrado, vivir aventuras allende los mares. Estuvimos de acuerdo en considerar a nuestros respectivos países como los menos aventurados del mundo occidental; existe tal cultura de la estabilidad laboral (que por el contrario en la práctica desapareció hace mucho), que lleva a que el entorno social vea como una locura intolerable el sacrificar un prometedor trabajo (ja, ja) por conocer mundo. Esto, que es frecuente en los países anglosajones y escandinavos, en España e Italia se vuelve extraño e inusual. Y pensar que existe un mundo de sorpresas más allá de la Puerta de Alcalá…