27/12/08

Sábado 13 y Domingo 14 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, autobús desde Coyhaique a Lago Verde, frontera argentina; y de allí a Santa Lucía al día siguiente: 93 km
Recorrido total: 2.675 km


Todavía tenía mucho camino que desandar hacia el norte, y aunque me hubiera gustado pasar un día en Coyhaique con tantos amigos como ya tenía allí, no tuve más remedio que correr para tomar el único autobús que viajaba en dirección al norte; si lo perdía tenía que esperar hasta el lunes, y tampoco me apetecía mucho volver a probar fortuna con el autostop. En fin, compré el billete, y casi sin tiempo de despedirme de nadie salí para la estación.

Si había constituido toda una paliza hacer aquel recorrido en bicicleta, no lo fue menos deshacerlo en el minibús. El pedregal al que llamaban carretera Austral batía aún más el cuerpo en el autobús que la lenta bicicleta, y las curvas hacían vomitar a algún pasajero cada poco tiempo; yo, aunque estuve mareado todas las horas del trayecto, aguanté el desayuno en el estómago, que en tiempos de crisis no es cuestión de desperdiciar. Entreviendo los fabulosos paisajes a través de la escueta y sucia ventanilla del autobús me sentía privilegiado por haber recorrido aquellos parajes en el perfecto silencio y el total disfrute de la bicicleta. Nadie que viajase en autobús podía imaginarse la sensación de perderse por aquellas inmensidades, de tener sobre la cabeza la bóveda del cielo recortada por la belleza indescriptible de las montañas nevadas. De escuchar los cantos de las aves, de caminar junto al vuelo de las águilas o parar en cada arroyo para beber el agua pura del deshielo.


La idea de retorno era cruzar la frontera argentina y continuar por el lado oriental de los Andes, para así hacerme una idea completa del paisaje austral. Preguntando en varios sitios me había convencido de cruzar por Lago Verde, un paso fronterizo situado un centenar de kilómetros más al sur del de Futalefú, la última carretera que cruzaba antes de llegar a Chaitén, extremo norte de la carretera Austral. Después de una paliza de viaje llegamos por la tarde a Lago Verde, a penas un pueblito al final de un angosto desfiladero que con su sequedad y su campo pelado anunciaba la proximidad de Argentina. En la misma plaza de Armas se situaba la barrera del control fronterizo. Pero ya lo pasaría por la mañana, ahora tocaba limpiarse el polvo del camino y rearmar el sufrido esqueleto en una cama cómoda. Busqué una pensioncita agradable, y paseé con la última claridad del atardecer por las desiertas calles de Lago Verde, que se llenaban de una deliciosa luz anaranjada y llena de vida.


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Otro radiante día de sol me invitaba a retomar el pedaleo, después de unos cuantos días en astilleros. Armé todo en su sitio y compré algo de comida para un día en que no esperaba encontrar muchos lugares habitados en la desértica pampa argentina. Pero cuando llegué al paso fronterizo me llevé un buen chasco. No podía continuar por aquella carretera, del lado argentino había dos ríos que cruzar, y con los deshielos estaban demasiado crecidos. Si hubo puentes alguna vez, el mismo río se los había llevado, y nadie se había molestado en reconstruirlos. Tal vez podía esperar una semana por si remitía el aluvión, me decían los carabineros; pero no era una buena opción para mi viaje. En fin, sólo podía resignarme y tomar el camino de regreso al tronco principal de la carretera Austral. Volver al cruce de la Junta, seguir al norte hasta Santa Lucía, y desde allí cruzar a Argentina por Futalefú. Este paso tenía los puentes en su lugar, así que no me arriesgaba a otro contratiempo como el de Lago Verde.


Me puse en camino con la esperanza de que algún coche de paso me pudiera llevar, y evitar así recorrer un centenar de kilómetros que ya conocía. Por un penoso ripio avanzaba pesadamente, y las horas fueron transcurriendo sin que nadie apareciera para rescatarme. El desfiladero y los ríos que lo formaban valían, eso sí, el esfuerzo. Como tres horas después, con sólo 25 kilómetros en la cuenta del día, por fin escuché el motor de un vehículo y le hice la seña del autostop. Conducía Cristian, un ingeniero agrónomo que volvía a la Junta después de visitar a su novia en Lago Verde. Cristian había estudiado y vivido en la capital del país, pero su vida estaba en los pueblitos solitarios de la Patagonia. Necesitaba aquel aire limpio y aquel silencio perfecto para vivir. Y no le iba nada mal el negocio; los argentinos se habían descuidado con sus reses, y la brucelosis les impedía exportar. Así, de repente, la carne vacuna chilena era la más apreciada de la región, y se vendía a precios desorbitados en el mercado alemán.


Me despedí de Cristian en la Junta, y después de un almuercito en el restaurante del pueblo, tomé la carretera Austral hacia el norte. Santa Lucía, donde tenía que tomar el siguiente desvío hacia Argentina, se encontraba a 70 kilómetros, y como ya había recorrido en bicicleta este tramo en mi camino al sur, esperaba no tardar en parar algún vehículo que me ahorrase el trayecto, por no repetir paisaje y emplear mejor el tiempo. Pero las horas pasaban y de nuevo no había quien pasara por mi lado. Seguía recorriendo aquellos valles ya familiares para mí, aunque vistos con sol en vez de con nubes, aparecían casi nuevos y diferentes. La tarde se fue gastando, y haciéndome a la idea de que para la distancia que quedaba ya no merecía la pena hacer autostop, me dediqué a disfrutar de las vistas y de la buena temperatura. Poco antes de llegar al cruce de Santa Lucía busqué un rinconcito agradable junto al gran río que daba forma al valle, y acomodé la tienda de camping. En las gélidas aguas me dí un baño para entrar elegante en el saco, y cené frente al decorado de hielos y rocas que cerraba el paisaje. Durante varios días la meteorología había sido veraniega, facilitándome un recorrido que yo había temido especialmente por las malas condiciones, el frío y la lluvia que solían azotar aquellas tierras. Había tenido suerte, pero no podía durar en la Patagonia, y al anochecer aparecieron sobre las cumbres y los glaciares de las montañas del oeste unas espesas nubes que anunciaban un cambio. Antes de que me quedase dormido ya se escuchaba sobre la lona de la tienda el repiqueteo de las primeras gotas de lluvia.






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23/12/08

Miércoles 10, Jueves 11 y Viernes 12 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, autostop desde Caleta Tortel a Cochrane








Varias personas me habían asegurado que a las dos salía el único autobús de Tortel para Cochrane; por eso no tuve prisa en madrugar, y después de desayunar tranquilamente subí en tres viajes, y con gran esfuerzo, los bultos y la bicicleta escaleras arriba. Pensaba ponerme en la salida del puebo, y tratar de que alguien me llevase a Cochrane; si no tenía éxito siempre podría tomar el bus de las dos. Pero cuando estuve arriba, volví a preguntar y alguien me dijo que ese día el autobús había salido a primera hora de la mañana, y ya no habría más. La única opción era, por tanto, hacer autostop.

No llevaba ni 20 minutos esperando cuando apareció Inés, una viajera portuguesa que también venía a hacer autostop. Nos habíamos cruzado varias veces en Tortel, con a penas un saludo de cortesía. Pero la mañana sería larga, pasando una hora tras otra sin que ningún vehículo abandonase el pueblo; y con la viva conversación de Inés se hizo más amena la espera. A sus 28 años había tenido una vida de lo más interesante; había vivido en una casa okupa en Lisboa, gestionada por una comuna anarquista muy activa; y trabajando en un festival de cine independiente, conoció a un director de cine norteamericano. De la noche a la mañana se casó con él y lo acompañó a vivir a Los Ángeles. Allí había pasado seis años, rodeada del lujo y las luces de Hollywood. Pero su activismo político y sus principios morales no le dejaron ser feliz en medio de la alta burguesía. En Hollywood, me contaba, la gente sueña con que un día conocerá a alguien que la lance a la fama; cualquier evento social se llena de tensión, en la que cada uno trata de hacer sus contactos y estar atento para no dejar pasar esa oportunidad. Todo se convierte en una gran farsa, una puesta en escena, y la ambición deja poco espacio para el resto de las cosas importantes de la vida. Por otra parte, debido a su ideología política, era vista como algo exótico, como si de una especie rara se tratase, sin ser comprendida ni tomada en serio. Durante años había militado en el Partido Comunista de Portugal, aunque rebelde por naturaleza y poco convencida de la teoría leninista de la vanguardia revolucionaria, había acabado derivando hacia el anarquismo. No era con nuevas jerarquías como se crearía el nuevo mundo más justo; sino con democracia plena y de base, con autogestión libertaria. Claro que, no por idealista era del todo utópica; para ella el anarquismo era una opción moral que trataba de llevar a cada uno de los actos y decisiones de su vida; pero ni por asomo creía que un mundo tan complejo como el de hoy pudiera llegar a ver una autogestión libertaria, de paz y libertad planetarias.

Recién divorciada, seguramente para escapar de esa vida burguesa que la atenazaba, ahora que justo terminaba estudios de periodismo se mudaba a Boston con una amiga; y en el intermedio estaba haciendo lo que siempre había soñado: viajar en libertad, sólo de autostop, con muchos meses por delante y ningún plan prefijado.

En seguida superó conmigo su ligero prejuicio contra los españoles: le dí la razón, era indignante la arrogancia y el desprecio con la que la mayoría de españoles tratan a los portugueses, especialmente cuando viajan por el país vecino; con un injustificado complejo de superioridad, tratan con desden a los portugueses y ni si quiera hacen un esfuerzo por aprender unas palabras de su lengua. En lo que yo conozco de Portugal, siempre me ha parecido un país mucho más refinado y europeo que España. Y con un culto a la belleza, a la armonía del conjunto, al buen gusto y a los pequeños detalles, que ya quisiéramos en la insoportable España de los mamotretos de ladrillo y cemento. Su gente linda y educada merecería admiración por el mero hecho de haber regalado al Mundo una maravilla cultural como Brasil. A mi modesto juicio, todas las culturas que dominaron los siglos pasados, desde China hasta Occidente, llegaban en decadencia y envejecidas al siglo XXI; sólo la mestiza y sincrética cultura brasileira tenía la mezcla adecuada de ingredientes, de hedonismo y de seriedad, de trabajo y de amor por la vida, que hacía falta para el mundo del futuro.

La arrogancia española tenía en mi opinión una cierta explicación. La mejor generación de la Historia de mi país se había perdido defendiendo la República, una tímida apertura a un sistema laico que llevaba un siglo funcionando en Francia sin suponer grandes riesgos para el Capital, la Iglesia o las oligarquías. Luchando por ella, una generación idealista que podía haber cambiado el sino fatalista de España murió en batalla, fue asesinada en la posguerra, o acabó en el exilio. España quedó poblada por beatos ultraconservadores, y ni si quiera los republicanos que quedaron se atrevieron a transmitir a sus hijos otros valores que los franquistas. Con este mar de mojigatería y provincianismo, poca evolución cultural podía esperarse. Cuando en las últimas décadas del siglo el espejismo de bonanza económica nos convenció, pese a trabajar más por menos, de que éramos más ricos, los españoles nos volvimos engreídos, con un complejo de “porque yo lo valgo” que nos daba derecho a tratar así a los portugueses, o a cualquiera que no estuviese en esa nube de prosperidad. A despreciar lo que no conocemos, a actuar como borregos. Lo siento por quien me lea, en nombre de todos mis paisanos le pedí una sincera disculpa a Inés: no era maldad, sino ignorancia.

Pasaban las horas, y ni un solo vehículo salía de Tortel; los tábanos nos acuciaban, pero la conversación era para mí muy interesante, y me descubría todo el talento de una mujer de mundo. Había un dicho chileno que venía a cuento, mientras esperábamos y casi desesperábamos: el que se apura en Patagonia, pierde el tiempo.

Por fin, después de cinco horas de espera, pasó una furgoneta y nos recogió de la carretera. La bicicleta y las mochilas fueron al remolque, y nosotros a protegernos de los tábanos tras los cristales. En un par de horas llegamos a Cochrane, demasiado tarde ya como para tratar de proseguir viaje hacia el norte, como ambos habíamos planeando inicialmente. De todos modos, estábamos disfrutando tanto de la charla que estuvimos de acuerdo en quedarnos en Cochrane aquella tarde, y aún todo el día siguiente. Así pasamos horas y horas conversando durante más de dos días, y nunca nos quedamos sin tema; aunque he de reconocer que, desacostumbrado como estaba yo a tanta charla, a menudo ella me superaba y acababa llevando la iniciativa de la conversación.

A veces contradictoria, mostraba su lado humano. Confesó, por ejemplo, que necesitaba de la estabilidad del matrimonio, y que su experiencia de 6 años casada había sido muy buena; pero a la vez era incapaz de ser fiel a su pareja y necesitaba tener aventuras y amor libre. ¿A qué estabilidad se refería pues cuando hablaba de matrimonio?

Volviendo a la política me contó una versión desconocida para mí de la Revolución e los Claveles. La gente del PC se fue infiltrando en el ejército, aunque para ello tuviera que ir a pegar tiros a Angola, en una guerra tardocolonialista en la que por supuesto no creían. Tras una ardua labor de años, el día indicado sonó en la radio una canción, y el ejército infiltrado se alzó contra la dictadura de Salazar. Radio y TV fueron tomadas, el dictador fue derrocado, y la gente avisada de no salir a la calle hasta que todo hubiera acabado; pero la gente salió, y en masa, a abrazar a los insurgentes. Durante un año, ejército y PC dirigieron el país, nacionalizaron banca y el grueso de empresas estratégicas. La gente vivió una época dorada de esperanza que, fundada o infundada, no podía durar. Todo acabo con una invasión norteamericana disfrazada de golpe de estado para restituir la democracia. Poco nos habían contado de esta historia.

Entre café y café, algún paseo por el pueblo y un intento de baño en las heladas aguas del lago Cochrane, se nos fueron los dos días sin darnos cuenta. Nos habíamos hecho buenos amigos en poco tiempo, pero el viaje debía continuar. Yo volvía hacia el norte, para desandar el camino Austral y cruzar al lado argentino hasta Bariloche; ella en cambio cruzaría por Chile Chico, mucho más al sur, hacia Argentina, para ir descendiendo hacia el sur y culminar en Ushuaia antes de las navidades. El viernes por la mañana caminamos hacia la salida de Cochrane, y esperamos de nuevo varias horas antes de que un coche nos recogiera; los poco transitados caminos de esta remota zona hacían arduo el viaje en autostop, pero no era problema en la buena compañía de aquella viajera total. Marcelo, el conductor que se apiadó de los dos pedigüeños, volvía a Coyhaique después de unos días trabajando en los equipos de comunicaciones por satélite de Cochrane. Era un tipo culto que leía tratados de Historia, y que en las 6 horas de viaje que siguieron me demostró tener más conocimientos del pasado de mi propio país que yo mismo. Inés se quedó en el cruce de caminos a Chile Chico, y allí me despedí de ella deseándole lo mejor. Marcelo y yo continuamos hacia el norte.

Durante el trayecto hablamos de tantas cosas que acabamos haciéndonos amigos, y cuando llegamos a Coyhaique me invitó a cenar con su familia. Su cuñado era hijo de españoles huidos de la posguerra, pero nunca había conocido el país de sus padres. Durante la cena volví a verme envuelto en una animada charla, en un ambiente amistoso y acogedor. Personas que me acababan de conocer me trataban como si de un amigo de toda la vida se tratase, y es que había que reconocer que los chilenos que me estaba encontrando por el camino tenían un corazón de oro.

Volví ya de noche a alojarme a la pensión de Cristina, la misma donde había estado unos días en mi camino hacia el sur; de nuevo viejos conocidos, de nuevo alegres de verme, acabé por fin agotado conversando hasta las tantas. Después de días en soledad, de repente había pasado cinco días en que no había parado ni un minuto, demasiado contraste para una mente que se había acostumbrado al silencio de las inmensidades patagónicas.
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19/12/08

Lunes 8 y Martes 9 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de la orilla de un río sin nombre a Caleta Tortel: 40 km
Recorrido total: 2.582 km






Me había dormido mirando el atardecer sobre los ventisqueros y el río a través de la mosquitera, y a media noche me tuve que despertar a cerrar la puerta de la tienda y así poder seguir durmiendo más calentito. Y es que el día había sido más agotador de lo que yo quería reconocer. Casi del tirón dormí más de doce horas, y me sacó de la tienda más el sol, que ya la convertía en un horno, que el haberme saciado de sueño. Desayuné dentro, sin prisas por salir a ese mundo agreste que me esperaba tras la mosquitera con hordas de voraces tábanos. Y fue salir para recoger la tienda, y empezar la batalla. Venían de diez en diez a posarse sobre cualquier trozo de piel que no estuviese cubierto, cara y manos nada más; pero no valía espantarlos; ni atizarles un sopapo que en realidad me llevaba yo. Si no caían aplastados al suelo, en menos de un segundo volvían a posarse al mismo lugar. Caía muerto al suelo uno tras otro, como los malos en una película de Hollywood; e igual que en ellas, seguían apareciendo decenas y decenas de malos impersonales para sustituirlos. Repartiendo mi energía entre matarme a tortazos y desmontar la tienda, se me fue más de una hora de infierno. Y con todo montado sobre la bici salí como pude, tratando de coordinar las pedaladas y los manotazos contra mi pobre cuerpito, molido y picoteado.






Con la rabia no podía disfrutar de las vistas, de los lagos que aparecían entre verticales roquedales y retazos de hielo. Debía de ser espectacular, pero yo no tenía más que maldiciones a viva voz contra el bicherío que no me dejaba respirar. El ripio se convirtió casi en escombrera, y con el matapesonas completo llegué a Caleta Tortel odiando el Universo. Un par de kilómetros antes de ver las primeras casas aparecieron por el camino, en una escena existencialista, cuatro siluetas cubiertas de ropa y capuchas, acarreando unas voluminosas mochilas en dirección a la nada, de la que yo venía, golpeados por el viento que los azotaba con polvo y arena del camino. Tenía que parar a preguntar a dónde se dirigían. Ya de cerca los vi mejor, una señora de mediana edad, y dos chicas y un chico de veintipocos años con un aspecto más urbano. Los tres jóvenes estaban rodando un documental en el pueblo, y la señora los llevaba a una finca próxima para rodar unas escenas. Bueno, después de todo había una explicación sencilla para la aparición; hay que tener en cuenta que cuando uno está solo tanto tiempo, acaba, como el Ingenioso Hidalgo, viendo gigantes en lugar de molinos.

Caleta Tortel era un pueblo peculiar, único; sus pioneros habían elegido para asentarse una tortuosa bahía del Pacífico, protegida por islotes, y desde tierra firme por montañas abruptas. No había ni una sola calle en todo el pueblo; las casas se desperdigaban por el terreno quebrado, y sobre todo por la estrecha línea de costa, conectándose las unas con las otras con pasarelas elevadas de madera y escaleras interminables. Dejé la bicicleta a la llegada, y comencé a recorrer el laberinto de tablas, entre coloridas casitas también de madera. Las placitas comunes, que también las había, eran plataformas más grandes sobre pilotes en el mar, cubiertas por techumbre de madera delicadamente decorada. Con razón me habían dicho que Tortel era el pueblo más bonito de Chile; y añadía yo, uno de los más remotos, y sin duda el más cansado de recorrer. Desde el inicio hasta las últimas casas del pueblo no se dejaba de pisar madera durante más de 40 minutos, que es lo que se tardaba en hacer el recorrido. Y tras tanta subida y bajada de escalones, con el primer paseo ya tenía agujetas en los gemelos. Valía la pena pasar una noche, así que regresé a por mis cosas para buscar hospedaje. Un ciclista de la Alemania oriental acababa de llegar, y como no hablaba ni una palabra de español, tuve que hacerle de traductor hasta que resolvió sus doscientas dudas. No viajaba por mucho tiempo, así que tenía planeado al milímetro cada etapa de su viaje. En mi vida he conocido varios alemanes orientales, y Hans confirmaba lo que había observado en ellos: su inclinación a la solidaridad desinteresada, supongo que un residuo fósil de otros tiempos, otros valores, y otra educación. Cuando le conté que tenía tres radios rotos, me ofreció los suyos; tenía precisamente tres de repuesto, y con gusto me los hubiese dado si no le hubiera dicho yo que mejor los guardase para él, que continuando por el ripio los iba a necesitar más que yo.






Los hospedajes más próximos quedaban junto al mar, unos 100 escalones más abajo; bajar la bicicleta y los bultos no parecía cosa fácil, y por fortuna pudimos hacerlo entre los dos, primero una bici y después la otra.

Acomodado y duchado salí a pasear con las últimas luces del atardecer. En la plaza principal de Tortel, por supuesto de madera, me encontré de nuevo a los reporteros intrépidos que me había cruzado en el dantesco camino de los tábanos. Regresaban a la casa donde estaban alojados, y me invitaron a acompañarlos. Durante el camino, Meribel me habló sobre la historia que relataban. Como tesis de fin de carrera realizaban un documental para mostrar la vida tradicional de Tortel, un pueblo de los pocos del país que era autosuficiente energéticamente, gracias a un torrente de agua que se hacía pasar por una turbina. Parecía el ejemplo perfecto de sostenibilidad, como contrapunto a los enormes pantanos que amenazaban con arruinar algunos de los paisajes más impresionantes de la Patagonia. La casa donde se alojaban durante el mes largo de la grabación pertenecía a un concejal del partido democratacristiano, que se encontraba en Coyhaique; qué cara hubiese puesto aquel tipo regordete y bonachón de las fotografías que colgaban en el salón, si se hubiese enterado de que sus huéspedes eran tres anarquistas idealistas luchando por cambiar el mundo.






La conversación y la jarana se fueron alargando en el comedor de la casa, con un quinto amigo que vivía en Tortel y que, también anarquista, se apuntó casi a medianoche. No sólo les apasionaba la política y el pensamiento libre; parecían apasionados devoradores de cine y literatura, y la conversación pasaba de la política a la cultura sin solución de continuidad. La cerveza hizo el resto, y a las cuatro de la madrugada tratábamos de no destrozar demasiado las canciones que aporreábamos con una guitarra y un acordeón. Cuando fue la hora de dormir no me atreví a recorrer los 40 minutos de pasarelas hasta mi posada, ni a despertar a esas horas al anciano matrimonio que lo atendía. Daniel me ofreció quedarme en una cama vacía de la casa, y con la primera claridad del amanecer austral me quedé dormido, encantado de la vida.


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Nos despertamos más tarde del mediodía, y aún me entretuve conversando con Daniel y desayunando con ellos en la sala. Cuarenta minutos me separaban de la posada, y me puse en camino sin prisas, para darme una ducha y relajarme allí antes de volver por la tarde con mis amigos, que tenían pensado un paseo en lancha para filmar la instalación de la turbina hidroeléctrica que abastecía al pueblo. Cuando llegué a la pensión me recibieron con los aspavientos con los que se acoge a un difunto resucitado. Lo que son las cosas, no había regresado en la noche por no despertar a los dueños de la pensión, y éstos me habían dado por muerto. Se habían pasado la noche en vela esperándome, y por la mañana habían llamado al los carabineros para avisar de mi desaparición… Les expliqué mi versión de los hechos, y avergonzado no supe cómo pedirles perdón. Creo que nunca hube de dar explicaciones cuando tenía 14 años, y de pronto las tenía que dar con 34.







Después de comer regresé al otro lado de Tortel para reencontrar a mis amigos. Una lancha que les había ofrecido el ayuntamiento nos llevó hasta la turbina, y allí entrevistaron a los operarios. Los del pueblo hacían turnos para que siempre hubiese alguien a cargo de la instalación, y regulase la bajante de agua o solventara las incidencias o cortes de electricidad. Todo era autogestionado, y la mera palabra deslumbraba a mis amigos anarquistas. Por una interminable pasarela de escalones de madera ascendimos hasta el lago del que se tomaba el agua, desde el que se disfrutaba de unas vistas envidiables del pueblo, el mar y la bahía.






Cuando regresamos al pueblo me separé un rato de ellos. En la plaza me encontré con Hans y con Walter, el ciclista holandés que había conocido poco antes de Cochrane, y que acababa de llegar a Tortel, y ya charlaba con el alemán. Fue interesante escuchar detalles y consejos sobre rutas por las que habían pasado en este y otros viajes ciclistas; pero definitivamente, la ruta Austral estaba saturada. Yo había venido a recorrerla sin haber buscado información previa; pensando que no encontraría viajeros en mi camino. Sin saber que era una de las clásicas, y que multitud de ciclistas de todo el mundo la recorrían entre primavera y verano. A mí, que esto de las rutas marcadas y de la aglomeración no me apasiona, se me quitaron definitivamente las ganas de continuar a Ushuaia; aunque fuera por no ser uno más, desde allí mismo tenía que cambiar la ruta y hacer algo más original que seguir a la masa.

La segunda noche de fiesta cambió de formato. Al final del pueblo, una pasarela llevaba a una playa, y al final de su arena se juntaban los jóvenes del lugar para charlar y tomar cerveza al calor de una hoguera. Allí me acerqué con mis amigos reporteros, y una vez más tratando de entender el humor local y las expresiones prefabricadas, pasé un buen rato entre gente agradable. Esta vez no dejé que se me hiciese tan tarde, y después de despedirme hasta pronto, como un niño bueno volví a la posada para que no se preocupasen por mi ausencia.
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Domingo 7 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de Cochrane a orilla de un río sin nombre: 91 km
Recorrido total: 2.542 km







La agradable urbanidad de Cochrane, con sus calles pavimentadas y sus casitas sencillas, no era más que un espejismo en una infinitud desierta; los habitantes del pueblo se consideraban a sí mismo pioneros, en el sentido de que tal vez habían sido sus abuelos los que habían llegado por primera vez al valle, moviendo a duras penas sus carretas por los pedregales casi ignotos que aún no soñaban con un camino que los conectara con el mundo. Viniendo desde el norte parecía que ningún lugar pudiera estar más olvidado de los tiempos que Cochrane; y para continuar al sur tenía un camino infame de 130 kilómetros para desesperarse, y sin un alma que los habitase. Nada que un buen trabajo de mentalización previo no pueda superar, y en eso había estado los últimos días. Madrugué bien para recoger a tiempo y comprar provisiones en la tienda nada más que abrieran, y después busqué la salida hacia el sur. Un decidido viento de cara anunciaba dificultades, pero al menos hacía más difícil el aterrizaje a los tediosos tábanos, auténticos guardianes de la pureza de la Patagonia. Los pocos huasos a caballo, versión chilena del gaucho argentino, que me cruzaba por el camino, daban fe del infierno que son estos bichos tapados de arriba abajo a excepción de los ojos, de los que sin pausa tenían que espantárselos.











En seguida llegó el primer lago del día, otra extensa masa de agua cristalina que ya no reflejaba grandes cordilleras. El relieve se había ido suavizando poco a poco, y a estas alturas sólo quedaban aislados ventisqueros en la lejanía, y lomas más bien redondeadas y cubiertas por los esqueletos de aquellos bosques que los pioneros quemaran allá por los años 30. Algunos tramos olvidados por estos bárbaros mostraban retazos del bosque increíble que alguna vez debió de cubrir todas estas tierras. Si ya tenía casi decidido no continuar más hacia el sur, hacia Ushuaia, el declive del atractivo del paisaje terminó por confirmar mis intenciones. Después de Caleta Tortel, regresaría en bus al norte de la carretera austral para recorrer algún otro tramo de Andes.







Después de unas decenas de kilómetros el paisaje recuperó algo de interés, con algunas moles de roca y hielo estrechando el desfiladero por el que pasaba el camino. La estrechez del paso tal vez lo había salvado de las quemas, al no poder ofrecer los extensos pastos que buscaban los pioneros. Algunos grandes ríos con el azul del deshielo sorprendían por su caudal; me llamó la atención uno de ellos, que según un letrero en el puente que lo cruzaba, era el Río Sin Nombre, como quien lo desprecia por insignificante; y no creo que en toda la península Ibérica haya un solo río con su caudal. Y es que lo magnífico de la carretera Austral era, sobre todo, la escala diferente con la que estaban hechas las cosas.








En todo el día a penas pasó media docena de coches por la carretera; uno de ellos paró a mi altura para charlar. Se trataba de un alemán aficionado al ciclismo que vivía hacía años en Santiago. Cada vez que tenía una semana de vacaciones recorría algún tramo de la carretera Austral, y así, tramo a tramo, pretendía completar el clásico hasta Ushuaia un año de estos. Justo regresaba de una más de estas etapas, y tenía un buen trecho de coche hasta Santiago. Cuando me preguntó si mi bicicleta estaba bien, o si necesitaba materiales de repuesto, le contesté convencido que todo estaba bien; justo cuando se marchó se me ocurrió mirar las ruedas de cerca: la trasera tenía tres radios rotos… y yo sin repuestos… y el alemán alejándose por el horizonte. Ahora sí que no había otra: desde Caleta Tortel, si es que conseguía llegar antes de que la rueda se convirtiese en un hierro inútil, no podía continuar hacia Villa O’Higgins, con cientos de kilómetros por delante sin un lugar civilizado donde arreglar los desperfectos.






Con mucha tarde por delante me rendí y busqué un recodo de un río para acampar. No había recorrido demasiada distancia, pero la desesperación del esfuerzo perdido contra la piedra suelta que no dejaba avanzar, y el ataque masivo de los tábanos, me retiraron de la competición.
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18/12/08

Sábado 6 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de la orilla del río Baker a Cochrane: 44 km
Recorrido total: 2.451 km








No estaba ya lejos de Cochrane, la última población más grande que una aldea en lo que quedaba de carretera Austral. Parecía buena idea llegar y pasar un día relajado, recuperando fuerzas y preparando las últimas etapas hacia el sur. Para entonces, la idea de continuar hasta Punta Arenas y Ushuaia se había desinflado. Si quería hacer este recorrido tendría que tomar el barco del siguiente sábado, el único a la semana que cruzaba de Villa O’Higgins hacia el lado argentino. Pero eso suponía tener que esperar un mínimo de 3 o 4 días en uno de los tres pueblos que me quedaban en el recorrido de 300 kilómetros hasta Villa O’Higgins. Luego venía un periplo desagradable por un bosque sin camino trazado, acarreando la bici y los bártulos, otro barco, y por fin la continuación a Ushuaia. Ese era el plan original, pero contando los días que me quedaban no era ya posible llegar a la ciudad más austral del planeta, y el camino intermedio parecía más una ginkana inútil que un disfrute de viaje o un reto. Así que a estas alturas, mi meta era el extremo chileno de la carretera Austral cuando llega al mar, Caleta Tortel, y de allí regresar en autobús hacia el norte para hacer alguna ruta más en lo que me quedase de viaje.








Por otra parte, comparado con las montañas, bosques impenetrables y glaciares del norte de la ruta Austral, llegando a Cochrane estaba decepcionado por el paisaje seco y pelado, dominado por vientos que arrastraban la arena a su paso. No estaba disfrutando igual que antes de lo que recorría, y esto terminó por decidirme a dejar para mejor ocasión el tramo final a Ushuaia. Los secarrales eran dominio de los tábanos, y el suplicio aumentaba en las cuestas o cada vez que pretendía parar para tomar aire. Trepando por las costaneras se alcanzaban buenas vistas del colorido Baker, ya fundido con otros afluentes de deshielo que traían colores azulados opacos. Mientras hacía una parada en un risco de una curva disfrutando del espectáculo de los ríos, apareció por detrás otro ciclista. Walter era un holandés que seguía el mismo camino que yo, aunque él lo vivía casi como algo profesional. Llevaba 18 meses pedaleando, desde el extremo de Alaska, por toda la carretera Panamericana, y se proponía terminar en Ushuaia para poder decir que había cruzado el continente en bicicleta. A priori parecía que algo de obsesivo había en su aventura, pero charlando con él me encontré a una persona perfectamente equilibrada. Había planteado el viaje con unos cuantos amigos, pero después de Ecuador el grupo se había roto y todos habían continuado en solitario. No es fácil adaptar el ritmo y los deseos de todos, y ahora seguía más tranquilo a su aire.







Pedaleamos juntos la parte de desierto que quedaba hasta Cochrane. Teníamos presupuestos diferentes, así que no nos alojamos en el mismo lugar, y quedamos para tomar algo por la tarde. Aunque Walter seguramente había vivido multitud de experiencias en tantos meses de viaje, no era demasiado hablador, y parecía tener más curiosidad por mi viaje que ganas de contarme sobre el suyo. Cenando en un restaurante y paseando por el pueblo conversamos hasta que se hizo de noche. Él descansaría un día más en Cochrane, y yo en cambio prefería continuar, pues no era éste un pueblo con mucho que ofrecer a parte de la conversación del otro viajero. Así que nos deseamos buena suerte y nos despedimos.






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Viernes 5 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, del lago Carrera a la orilla del río Baker: 97 km
Recorrido total: 2.407 km








La carretera continuaba hacia el sur por la accidentada orilla del lago, llena de penínsulas, bahías, playas e islotes que lo dotaban de una belleza remarcable. A unos kilómetros pasé por Río Tranquilo, un encantador pueblito junto al agua, rodeado de cien kilómetros de vacío y naturaleza. El rincón en el que se enclavaba era una islita de frondosidad y de prados cubiertos de flores en medio de un paisaje que se hacía cada vez más seco y desprovisto de árboles. Y para mi sorpresa, multitud de turistas paseaban por las calles y playas. Apenas había visto unos pocos viajeros después de Pucón, hacía ya más de un mes, y había empezado a tener la sensación de que el Mundo se había acabado y en Chile no nos habíamos enterado. Normalmente, en cualquier rincón del Mundo y en cualquier época del año, los mochileros se dejan ver sin falta, inconfundibles a la legua. Pero ya desde que recorría México con Susana habíamos reparado en que casi estábamos solos allá donde íbamos; tal vez la crisis los había retenido en casa, aferrados a los trabajos que en condiciones mejores habrían cambiado por unos meses de aventura en libertad.









Entré en un hostal para desayunar como dios manda y distraerme un poco charlando con quien se dejase. La señora no daba abasto para atender a los viajeros hospedados y para prepararme el desayuno. Cuando amainó el temporal vino a conversar a la mesa. Sus rasgos eran puramente mapuches, y su mirada traslucía una serena sabiduría de siglos. Conocía bien la tierra en que había crecido. Había montado el hostal hacía 20 años, llenando el jardín de frutales que ahora producían para vender excedentes. Pero el clima había cambiado rápidamente, ya no se entendía lo que sucedía. Antes, me contaba, podía obtener hasta 6 kg de patatas de cada mata que plantara; hoy con suerte conseguía 1 kg. La explicación, para ella, era que antes llovía mucho más, y en invierno la nieve se acumulaba sobre la tierra y la preparaba para la agricultura. La escasa nieve de los inviernos actuales empobrecía año tras año la tierra. Incluso los glaciares de las montañas, que antes atraían a los turistas de todo el mundo, se habían derretido ya completamente. Javiera era una persona religiosa, y recordó un pasaje de la Biblia según el cual, en los últimos días del Mundo la tierra dejaría de producir y se volvería estéril. Pensé que siempre es fácil predecir que, al final, será el final. Pero no andaba desencaminada la señora.








Después de Río Tranquilo la orilla del lago se volvía más arisca, empinada y azotada por el viento y el sol que no encontraban obstáculo en los árboles. El bosque había desaparecido y la belleza indiscutible del paisaje consistía sólo en montañas imponentes y lechos de hielo desprovistos de selva, y sus reflejos en el inmenso lago de color acuarela.









Finalmente, el camino dejó atrás el lago y, ascendiendo por un collado, ganó el balcón de lagos más pequeños a los pies de ventisqueros de hielos perpetuos que brillaban cegadores bajo el sol. En uno de estos lagos me detuve para nadar y lavarme, aprovechando que la semana de buena temperatura lo había dejado apetecible.








Sufrí el lento pedaleo contra el viento por un firme insoportable de pedruscos, y por unas interminables horas avancé entre tierra seca rodeada de picos nevados. Cuando alcancé la vertiente descendiente de las aguas, me dejé caer por una cuesta que se cubrió de nuevo de verde, hasta allegar al siguiente valle. Entre altas montañas apareció un estrecho lago con una franja de tierra plana donde se asentaba Puerto Bertrand, otro pueblito minúsculo de calles desiertas con algún hotel para el verano, y un par de turistas despistados paseando en soledad.









El atardecer estaba a punto de sumergir en la sombra de los picos la orilla del pueblo, cuando aún le quedaban muchas horas de sol al día para deleitar al resto del paisaje. De un extremo del lago nacía el poderoso Baker, un río de aguas turquesa que se abría paso con estrépito. Seguí su cauce durante unos kilómetros hasta encontrar un recodo agradable donde acampar, y a unos metros del río puse mi casita de tela, para con la faena hecha dedicarme al silencio y a la contemplación. A aquellas latitudes, y en tales fechas, la claridad del cielo no se desvanecía completamente hasta pasada la medianoche, y vencido por el sueño me fui a dormir cuando aún parecía de día.
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Jueves 4 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de Cerro Castillo a orilla del lago Carrera: 110 km
Recorrido total: 2.310 km








Mientras desayunaba en el comedor de la pensión sonaba en la radio un reguetón; lo escuché con atención, porque era el primero que no me repugnaba con una letra machista, violenta y descarnada. Éste me sorprendía con un alegato en contra del plan de construcción de pantanos que se estaba iniciando en la Patagonia, y que iba a anegar numerosos valles de sus caudalosos ríos. Desde que había pasado de Chaitén me había encontrado por todas partes pintadas y pegatinas, carteles en fachadas o en muros de la carretera, protestando contra este plan y llamando a la acción. En cualquier lugar al que llegara, en cuanto se enteraban de que yo era español me recordaban que era Endesa la compañía que iba a destruir la increíble naturaleza de la Patagonia.








Seguía sonando el reguetón reivindicativo en la radio, y le pregunté a la señora su opinión sobre el tema. Me dijo que le daba igual. ¿Igual? La gente de la región parecía muy movilizada, ¿no era así? Según ella, los que protestaban contra los nuevos pantanos eran cuatro gatos, aunque hicieran mucho ruido. El resto de los patagones no hacía caso a la cuestión; y no porque quisieran los pantanos, sino porque sabían que el gobierno los construiría de todos modos, y de nada servía protestar. Para mí era evidente que si algo había conseguido la dictadura, era anular y desmovilizar la voluntad popular. Acomplejar a todo un pueblo que sentía que no pintaba nada en las decisiones políticas, ni tenía capacidad de influir en su propio destino.








A partir de Cerro Castillo, el asfalto desaparecía definitivamente por el resto de la carretera Austral. Más impracticable que nunca, ascendía por la cordillera entre bosques, y ofrecía miradores estupendos hacia el valle del río Ibáñez, y a los torreones del Cerro Castillo que se elevaban tras una interminable ladera. El río había sido movido de su cauce por un aluvión de cenizas volcánicas procedentes de la última erupción del Hudson, una década atrás. Los bosques que antaño le habían servido de rivera en el amplio valle se habían convertido en un pantano natural, y todos los árboles habían muerto. Un extraño bosque de troncos secos rellenaba un lecho grisáceo, y la carretera se rodeaba ya de depósitos de cenizas volcánicas de más de un metro de altura.

Ya en el norte había recorrido paisajes despoblados, pero esta zona que seguía a Cerro Castillo lo superaba. Durante los siguientes días no me encontraría más que alguna aldeita cada 100 km más o menos, recorriendo caminos duros y relieves espectaculares. La espesura de los bosques se rompía de vez en cuando por extensos vacíos repletos de enormes troncos muertos, y árboles mucho más jóvenes que poco a poco crecían sobre la tierra quemada. Con la colonización de la zona en la década de 1920, muchos de los bosques vírgenes de la región habían sido quemados para crear campos para pastos; pero fuera de control, los incendios habían arrasado incluso las improductivas verticales de las montañas. Noventa años después, a penas asomaban arbolillos de tres metros de altura; y es que con el extremo clima de la región, el bosque tardaba siglos en crecer.

Aunque a menudo las vistas eran imponentes desde alguna altura alcanzada con esfuerzo, a penas podía pararme a disfrutarlas por culpa de los tábanos. Como hordas suicidas volaban directos a la piel descubierta, y la única manera de librarse de ellos era matándolos de un tortazo; aunque eran tan numerosos, que de poco servía esto, y al final sólo cabía seguir pedaleando para que el airecillo los despistara.








Ganado de nuevo el valle, seguí un río de aguas azules por los arrastres del deshielo, hasta alcanzar la orilla del lago General Carrera. Con tiempo de día por delante, busqué una playa de hierba junto a las aguas del inmenso lago, y monté la tienda donde no se viera desde el camino. Los tábanos se iban a dormir al atardecer, pero entonces llegaban las oleadas de mosquitos; vestido de arriba abajo, y embadurnado de repelente, me relajé junto a la transparente agua, bebiéndola tras cada bocado de la cena. Dejé que la noche cubriera de estrellas el cielo, y poco a poco aparecieron ante mis ojos las Nubes de Magallanes y la Cruz del Sur.






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Miércoles 3 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de Coyhaique a Cerro Castillo: 99 km
Recorrido total: 2.200 km







Durante los días en Coyhaique había notado como la ligera alergia a las gramíneas que me ha aparecido en los últimos años comenzaba a generarme picores y estornuderas; la mañana que por fin me daba por recompuesto y dispuesto al pedaleo, me dolía la cabeza, tenía una abulia muy digna, y a penas podía separarme un minuto de los pañuelos de papel. Un viento frío en contra venía a complicarme el día, y alguna racha de lluvia a recordarme la agradable camita caliente que acababa de abandonar en pos del sueño mío de nómada perpetuo.








Pese a todo continué como pude, no podía atrincherarme en Coyhaique para siempre, y el paisaje que venía seguía siendo interesante. Empezó con relieves algo suaves y pelados, con algún balcón a la pampa infinita que por el este penetraba en Argentina. Pero poco a poco se fue internando en un paisaje solitario y terroso, de rocas desnudas y extensiones áridas. Por primera vez en todo el viaje no estaba rodeado de verde, y las montañas adquirían un aspecto primario y extraterrestre. Conforme fui ascendiendo el puerto, alguna de las vertientes del sur aparecieron más y más heladas, hasta recorrer un valle adornado por algunos glaciares pequeños. Descender hasta el siguiente valle fue menos agradable, un viento helado casi no me dejaba abrir los ojos, pero las vistas del la cadena montañosa que daba nombre al final de la etapa, Cerro Castillo, eran espléndidas. Unos torreones de roca sobresalían verticales sobre el hielo de tremendos ventisqueros, y sobre las agujas se enredaban las nubes. Para entonces, los síntomas de la alergia habían desaparecido y me encontraba perfectamente. Durante los próximos días comprobaría que la alergia remitía en cuanto me ponía a pedalear y a respirar fuerte por los campos llenos de polen, y me volvía a aparecer si pasaba demasiadas horas parado en un pueblo. No lo podía entender, pero el remedio ya estaba aprendido.













Después de una duchita salí a cenar algo; el lugar más económico parecía un restaurantito montado en un viejo autobús que había sustituido las butacas por mesitas y sillas. La cocina estaba en la parte de atrás, y el asiento del conductor dejaba lugar a la estufa de leña que calentaba el espacio. Y pese a lo rústico del montaje, había que hacer cola para poder pedir algo. Fue allí donde conocí a Alicia, Marcos y Ana María, tres amigos que venían de Coyhaique sólo para ver actuar a los Jaibas. Yo nunca había oído nombrarlos, pero se trataba del grupo más legendario de Chile, y por una extraña casualidad y la intercesión de un proyecto de cultura rural, tocaban esa misma noche en el gimnasio del pueblito perdido en el que me encontraba. En la puerta del gimnasio me topé con el control de policía registrando a todo el que llegaba. Con la navaja multiusos que siempre llevo encima no podía pasar, y seguramente sólo por ser extranjero me libré de algún problema con la ley… busqué una calle solitaria para dejar la navaja escondida entre la hierba y así poder recuperarla después del concierto, y ya sin suponer un peligro para el acontecimiento pasé el control y me encontré de nuevo con los tres amigos. Durante un par de horas descubrí a un grupo potente, vibrante, que aunaba la tradición indígena y regional chilena con el rock moderno desde los años 70. Muchos de los temas reivindicaban el legado nativoamericano frente a la destrucción cultural que supuso la conquista; otros cantaban poemas de Neruda, o marcaban tendencia política; los Jaibas acabaron en el exilio después del asesinato de Allende, y de alguna forma representaban todo un capítulo de la Historia chilena. La gente se emocionaba sintiendo como propia la exaltación indígena, por más que pocos genes mapuches sobrevivieran en una población de origen marcadamente europeo.








Compartiendo con mis amigos este momento pude, aunque a gritos, charlar con ellos para conocerlos un poco más. Marcos había sido marinero y viajero, y su próximo plan era recorrer los primeros 2.000 km del Amazonas desde su nacimiento en Perú. Ana María tampoco había sido demasiado casera, y desde hacía lustros vivía en Suecia, todo un contraste para una chilena.

Entre canción y canción me daban detalles de las canciones o me contaban curiosidades. Hasta hacía poco, aquella región no había estado comunicada por carretera con el resto de Chile, pero sí con la vecina Argentina; hasta el punto de que, tras un terrible terremoto que azotó algunas comarcas veinte años atrás, la ayuda llegó antes de los Gauchos que de las autoridades chilenas, generando un sentimiento de unión al país vecino, por ende más desarrollado y habitado que el lado chileno, olvidado a su suerte y casi deshabitado. Este sentimiento ya había desaparecido, pero la influencia argentina seguía viva en muchos aspectos de la cultura local.

Los Jaibas seguían haciendo bailar al público, y afloraban en las canciones los rasgados sentimientos del exilio; las letras y la forma, cultas y visionarias, contrastaban con la pobre pseudocultura de la farándula que hoy se imponía en los medios, para mostrar sin contarlo el Chile que podría haber sido, pero no fue. Me sentí feliz; por sorpresa, tras un día de duro pedaleo, viento y lluvia, estaba en un pueblito perdido bailando con unos amigos en un concierto de dimensión internacional. Acabé por emocionarme.
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16/12/08

Domingo 30, Lunes 1 y Martes 2 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, del santuario de San Estéban a Coyhaique: 37 km
Recorrido total: 2.101 km

Continuando por el valle del río me encontré varias cascadas más, próximas a la carretera y casi escondidas entre árboles. Poco después, la carretera se separó del río para subir una loma, y desde allí el paisaje cambió radicalmente. Tal vez la proximidad de Coyhaique, la ciudad más grande del entorno, se hacía notar en aquellas montañas peladas, desprotegidas de los vientos, y desprovistas de la belleza a la que estaba acostumbrado.








Aquella mañana noté que me faltaban las fuerzas. Desde que allá por marzo empezase a viajar, no me había alimentado de la forma más completa; en los tres meses de bicicleta por Asia experimenté la dieta única de las tres sopas picantes de tallarines al día; en los dos meses y medio por México habían sobrado las grasas y faltado las vitaminas y los minerales. Y por fin, en las soledades de Chile era rara la comida que no consistiera en un bocadillo de una pasta grasienta que llamaban paté. Subiendo las últimas cuestas antes de Coyhaique me di cuenta de que mi cuerpo tenía tantas carencias que no daba más de sí. Cuando a duras penas llegué a la ciudad, decidí quedarme un par de días para recuperarme y comer todo lo que me entrase en el estómago. Para ello busqué una pensioncita con derecho a cocina, y durante los siguientes días cociné carne, pasta y verduras como para tres personas, pero con un solo invitado a la mesa: yo mismo.









El centro de Coyhaique era pequeño y agradable, con una sombreada plaza de armas desde la que se disfrutaban las fabulosas vistas de unas montañas de aspecto marciano que la rodeaban no muy lejos. Por una calle peatonal y por la viva avenida repleta de comercios y cafeterías desfilaba un animado ambiente de gente dando la bienvenida al verano. Todo un lujo teniendo en cuenta los páramos desiertos que venía de recorrer. Después de tantos fríos y lluvias, para caminar a gusto por el centro tenía que vestirme de ropa corta y buscar el lado de la sombra.

Lo bueno de poder cocinar en la posada era que, además de comer más sano, daba para conocer al resto de inquilinos. La dueña era una chiquilla de 22 años que cargaba un bebé algo insoportable allá a donde iba para atender a los clientes. Cristina había corrido demasiado en la vida, y así había tenido que dejar sus estudios de odontología para atender al muchacho. Por fortuna tenía la pensión de sus padres, y con poco trabajo le sobraba para vivir. Durante los tres días que pasé allí tuve tiempo de hacer buena amistad con Cristina, un humor ingenioso y fresco que yo echaba ya en falta. También pasé buenos ratos con un matrimonio chileno que se alojaba allí por unos meses en la posada, mientras durasen las obras en las que él trabajaba. Javier era campechano, contador de chistes algo machista y siempre chisposo, que tendía a la fanfarronería como truco de humor, pero sin llegar a ofender: lo que los cubanos llaman un tipo jodedor. Cada noche se nos hicieron las tantas jugando al ping-pong de las paridas y los piques.

El lunes por la mañana aún llegó un circo en pleno a sumarse a la incipiente familia de la posada. Eran sólo siete, pero cundían como veinte, tanto en su circo, en el que se apañaban para hacer de todo, como en la casa, que nunca volvió a conocer el silencio. Yo salí a buscar una peluquería donde me quitasen el aspecto de vagabundo barbudo. Mientras me obraban el milagro comencé a charlar con una clienta que esperaba su turno. Mónica era profesora de lengua en un colegio de la ciudad, y llena de inquietudes y de una variada cultura humanista, fue sacando uno tras otro temas tan interesantes para conversar que, cuando me quise dar cuenta, llevábamos tres horas de plática en el reducido espacio de la peluquería. Ya era la hora de comer, así que aplazamos la conversación para después del almuerzo; hacía tiempo que no tenía un interlocutor tan ágil, y teníamos que retomar la charla con un café.

De ese modo nos volvimos a encontrar para pasar otras cuatro horas dando un buen repaso a nuestro abanico de ideas. Mónica se encontraba en una etapa delicada; sus cuatro hijos, ya crecidos, habían volado de casa. Su salud algo tocada se unía a su lúcida consciencia sobre el mundo imperfecto que la rodeaba para abocarla a un estado que rozaba la tristeza crónica. Yo compartía plenamente su escepticismo y su pesimismo sobre el valor de la especie humana, sobre los devenires y padeceres de nuestra Historia… pero yo, siendo consciente de lo poquita cosa que somos, y de lo poco a lo que podemos aspirar como género, soy en cambio muy optimista y feliz con respecto a mi propia vida y el pequeño mundo que me rodea. Mónica llevaba esa visión negativa del mundo al terreno personal, y acababa por apocarse. Era un privilegio para mí hablar con una de las personas más valiosas que había conocido últimamente, y sin embargo ella no se valoraba a sí misma como hubiera debido. Escuchándola hablar, conociendo sus ideas sobre las relaciones entre las personas, la psicología o la pedagogía, yo estaba seguro de que, pasados 20 años, sus afortunados alumnos no recordarían a ninguno de sus profesores con tanto cariño como a Doña Mónica.








De regreso a la pensión había crecido todavía más la familia. Una pareja de viajeros italianos cocinaba la inevitable pasta, y conversando con ellos completé mi ruptura con tantos días de voto de silencio. También ellos tenían una surtida variedad de puntos de vista en común conmigo, supongo que patrimonio compartido por quienes viajamos para tener una visión más cosmopolita de las cosas, una perspectiva más relativa y distante. Como yo, habían perdido la fe en este lío que entre todos habíamos montado, y llamábamos civilización occidental. Estábamos de acuerdo en que todo parecía a punto de reventar, y que no tenía mucho sentido esforzarse por levantar la vidita ideal y burguesa a la que casi todo el mundo aspira, cuando el próximo viento seguramente derribaría todo el castillo de naipes sobre el que se asentaba. Claro, que ellos me superaban por idealistas; creían que el necesario cambio de mentalidad global llegaría por sí solo; yo en cambio pienso que sólo las catástrofes, como la que sin duda nos aguardaba a la vuelta de la esquina, son capaces de obrar el cambio, despertándonos de una pesadilla con otra. O tal vez ni tan si quiera con el tortazo final sabríamos aprender la lección. La Humanidad no da para más, somos poco más que un montón de hormiguitas desorientadas.
Por ejemplo, frente a este engendro del crecimiento ilimitado y exponencial en que se basa el sistema que vivimos frenéticamente desde hace más de un siglo, y que antes o después nos llevará a una crisis energética que nos diezmará por hambre, ellos opinaban que era posible fomentar una nueva mentalidad del no consumo, de la sostenibilidad, del decrecimiento y el ahorro de recursos. Claro, tal vez en Europa, pensaba yo, se pueda convencer a una minoría de iluminados. Pero tras milenios de penurias, vaya usted ahora a convencer a los chinos e indios de que no consuman, justo cuando comienzan a saborear las mieles del consumismo. Y entre tanto, la bomba de relojería de la vida a crédito que con tanto esmero cultivábamos en Occidente, estaba a punto de mandarlo todo al carajo. Tiempos interesantes y duros los que estábamos por ver.
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Sábado 29 de Noviembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de Amengual al santuario de San Esteban: 120 km
Recorrido total: 2.064 km







De nuevo cambió el clima y me regaló un día soleado. Coincidió además con un tramo casi enteramente de asfalto, rara cosa que era de agradecer. A poca distancia de Amengual, entre las magníficas montañas que delineaban el valle, apareció un lago que reflejaba en su quietud perfecta el paisaje que lo circundaba, incluido un pico nevado de armoniosa simetría, dibujando contra el azul del cielo una pirámide muy empinada. Lo siguieron tremendas paredes de granito desnudo, esculpiendo formas caprichosas en la roca.








Durante un tramo de unos 20 kilómetros volvió el ripio, pero era más llevadero sabiendo que duraría poco antes de regresar al asfalto. La primavera andaba ya muy avanzada, y sobre verdes praderas se apilaban macizos de flores amarillas y violetas que aprovechaban el breve estío para dar todo de sí. Los árboles se sumaban al despliegue, y laderas enteras se volvían rojizas con sus flores adornando las riberas serpenteantes de los ríos. Cada día suponía un disfrute para mis sentidos, y yo me hallaba como pez en el agua haciendo lo que más me podía apetecer en el mundo.








De pronto alcancé por el camino a otro ciclista que seguía en mi misma dirección. Se trataba de Paolo, un italiano de unos 60 años con un estado de forma envidiable, y que sólo por su cabello cano delataba su edad. Tal vez el ejercicio de la bicicleta lo había conservado así de bien; no necesitaba trabajar para ganarse la vida desde hacía varios años, y no dejaba pasar muchos meses sin hacer alguna ruta ciclista curiosa. Con etapas mucho más cortas que las mías, eso sí, de unos 50 kilómetros al día; pero sin ninguna prisa, se proponía esta vez llegar hasta Ushuaia.
Seguimos pedaleando juntos mientras disfrutábamos de las vistas y los campos de flores, y nos contábamos alguna anécdota de este viaje y de otros pasados. Llegados a Mañihuales, un pueblito a la orilla de otro precioso lago, Paolo daba por terminada su etapa del día. Para mí 50 kilómetros eran muy pocos, y preferí aprovechar el sol, últimamente inusual, a pesar de que así me perdía una conversación con un tipo bien interesante. Nos deseamos un feliz viaje, y busqué un restaurantito donde comer algo cocinado después de alguna que otra penuria con la comida. Pero en la mesa contigua almorzaba una pareja de españoles de unos 35 años, que conversaba con un matrimonio chileno de más edad. Sin poder evitarlo, escuchándolos regresé de pronto a la España de pandereta que tanto detesto, la que está por exiliarme definitivamente. Se trataba del típico engreído que de nada sabe pero de todo entiende, y pontifica sobre cualquier tema aunque no tenga ni la más remota idea sobre él. En fin, un manojo de dogmas heredados, bien enlazados para aparentar ser algo más que el garrulo arrogante que en realidad era. Lo peor no es que exista este tipo de sujetos, que de todo tiene que haber en esta vida. Lo peor es que de este género suelen ser los trepas que llegan a jefes, y a los que casi todos tenemos que padecer en el trabajo. Y es que España ha sido gobernada desde siempre, en todos los niveles, por personajes como éste, que no saben, pero ejercen. Y así nos ha ido siempre; y así nos sigue yendo. Con su gesto adusto y autosuficiente soltaba tontada tras tontada, fumaba, se rascaba… macho, muy macho, del tipo que por desgracia exportamos a todo el mundo y por el que se nos reconoce en el rincón más apartado. Demostrando un desprecio lamentable por el país en el que estaba, el educado y correcto Chile, enlazaba taco tras taco, y no hacía el menor esfuerzo de adaptación para usar los términos que resultan familiares a los chilenos. Ah, por supuesto: su novia no abría la boca, embelesada por el portento.








Con un estado casi depresivo salí del restaurante sin haber abierto la boca porque no reconocieran mi nacionalidad. Acababa de darme cuenta de que, por más flores y picos nevados, por más lagos que estuviese disfrutando con la mirada de un niño, en un mes estaría de vuelta en mi país, a la cruda realidad de los madrugones, el metro atestado, y el sol a sol entre impresentables como el zángano de la mesa de al lado. A pelearme con ellos, a sentir que de nada sirve la inteligencia, que el mundo seguirá siendo patrimonio de los idiotas. O al menos mi país.

Realmente me supuso un bajón psicológico, y me afectó tanto al ánimo que durante el resto del día no pude mirar igual los prados floridos ni los ríos monumentales. Un leve viento en contra me doblegó, pedaleando sin alma y desorientado. Acudí al remedio fácil, a evadirme escuchando mi mejor música para dejarme mecer por otros sentimientos.

Casi al atardecer pasé por una aldea con una cafetería, y entré a hacer una parada. El bar estaba vacío, y el señor regordete y parlanchín que lo atendía me rescató el ánima con su buena conversación. Volviendo al tema del día, me habló de un español que había llegado al pueblo con 22 años, se compró un terrenito y montó un invernadero. Siete años después el negocio le iba tan bien que ya era dueño de extensas tierras y gestionaba un gran número de invernaderos. Cosas como ésta son ya imposibles en la Europa superpoblada en que vivimos, donde todo está ya hecho y donde casi todos los nichos ecológicos hace tiempo que fueron ocupados. Me hubiera encantado hablar con aquel muchacho, pero había salido por unos días. A veces nos embaucan y nos obligan de tal manera en nuestro estrecho terruño, que no nos damos cuenta de lo sencilla que puede ser la vida con un poco de imaginación.

Tan agradable fue la charla que el hombre no me quiso cobrar el café y los panecillos; nos deseamos buena suerte, y volví al camino. No me quedaba ya mucha luz para encontrar dónde acampar. Después de unos kilómetros dí con un rinconcito sin vallar junto a un río, y cerca de una cascada. Penetrando por el bosquecillo encontré donde nadie me pudiera ver, y después de enfundarme la ropa larga para evitar tábanos y mosquitos, monté la tienda y me pude relajar cenando tras la mosquitera. Pensaba lo increíblemente variados que podían ser los días; de la mañana a la noche mi ánimo había vagado cual barco a la deriva, y después de todo me dormía cansado, pero con el alma amarrada a buen puerto.







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Viernes 28 de Noviembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de Puyuhuapi a Amengual: 95 km
Recorrido total: 1.944 km

Amaneció una tamizada luz de sol a través de los jirones de nubes que se deslizaban, vencidas, laderas abajo, y salí de la cama con la alegría de poder seguir camino y no quedarme otro día varado en un pueblo sin casi nada ni nadie.








Inicié el recorrido de la pista de tierra que bordeaba el fiordo marino por el este, y al poco me topé con mis colegas de la pensión. Me hicieron apresurarme, debía cruzar los próximos kilómetros antes de media hora; si no, tendría que aguardar dos horas más a que terminasen de reventar la montaña con explosivos. Me dio tiempo a cruzar el tramo, y al salir del control me encontré con la cola de los que, viniendo en sentido contrario, ya no tenían más remedio que esperar. Entre ellos había un ciclista viajero, un filipino que hacía tiempo fumando marihuana sentado en una piedra, y con el que me paré a charlar un rato. Había empezado su viaje en Ushuaia, y se había puesto un plazo de 8 meses para llegar a Ecuador y hacer allí algunas rutas. Me parecía demasiado tiempo para esa distancia, pero él debía de tomarse la ruta con mucha más parsimonia que yo, con largas paradas, semanas enteras en los lugares que más le gustasen, por lo que después de todo no le sobraría tanto tiempo. Hablando de todo un poco, ambos estuvimos de acuerdo en que, aunque es agradable compartir unos días de viaje con alguien que se encuentra por el camino, el verdadero viaje tiene que ser en soledad, para que sea interior como lo es siempre exterior. Así que, aunque hubiese coincidido el sentido de nuestras rutas, nos hubiésemos comprendido mutuamente en no querer viajar juntos más que, tal vez, unas pocas horas antes de decirnos adiós. Hasta la fecha, Bambino, que así se hacía llamar, era el primer asiático que yo conocía viajando en la dureza de la bicicleta, así que me dejó gratamente sorprendido.








Separándose del mar, el camino se hacía más crudo para internarse en un valle a cuyo fondo aparecía un callejón sin salida de picos y glaciares; acabó como no podía ser de otro modo, subiendo un puerto que me llevase al siguiente valle. Ganando rápidamente altura por las curvas que salvaban en zigzag el desnivel, se alcanzaba una perspectiva más ajustada a la realidad, y las moles de roca y hielo tomaban un aspecto ajeno, casi extraterrestre, monstruoso e inhumano. Si era morada de alguien, sólo podía serlo de titanes. Verticales farellones regalaban el agua de las cumbres heladas en cascadas que llegaban al suelo convertidas en una lluvia difusa sobre las hojas de los árboles centenarios. Las nubes viajaban a gran velocidad, y algún claro pasajero se alternaba con lloviznas que me obligaban durante unos minutos a vestirme el impermeable y sudar con él ascendiendo la cuesta. Coronado el collado ya no me quitaría el impermeable durante el resto del día, ya no por lluvia, sino por el aire helador que cortaba la piel al bajar por el camino encajonado bajo paredes de roca de mil metros. Me costaba entender cómo aquellas estructuras gigantescas no se colapsaban bajo su propio peso, y podían seguir erguidas soportando los glaciares en los ventisqueros que daban al sur.








Varios ríos y varios aguaceros más adelante, al final de una buena cuesta que de repente estaba cubierta de asfalto en lugar de ripio y tierra suelta, llegué al primer lugar habitado en 100 kilómetros de recorrido. Amengual era un desolado plano rodeado de una belleza insólita, donde se enclavaban unas pocas calles y cabañas solitarias. Las calles estaban desiertas, y tuve que ir de puerta en puerta y preguntar muchas veces hasta que dí con una casa donde alojarme. La habían llenado de literas para hospedar a los obreros de los tramos cercanos de la carretera, y por fortuna sobraba una cama para mí. Llegaron del trabajo mientras cenaba algo en la cocina, justo a tiempo de acomodarse frente al televisor para ver la Teletón. Aguanté un par de horas, tratando de comprender su humor en un acento cerrado que se me hacía difícil seguir. En la televisión se desataba el festival del consumo patrocinado por marcas que donarían, según aseguraban, grandes sumas si se superaba un número de compras en sus establecimientos; uno tras otro, los famosos desfilaban rascándose las carteras para contribuir a la causa, y el gobierno en pleno ocupaba la primera fila del auditorio, y tomaba la palabra para asegurar que destinaría el importe completo de su próxima revisión salarial para la colecta. Sentía algo de vergüenza ajena, tengo que reconocerlo.

Compartiendo un mate con los compañeros, traté sin mucho éxito de entender sus chistes. Entretanto, seguía pendiente de la gala en televisión, y pensaba para mí que la limosna y la caridad, a menudo suelen delatar una mala conciencia que se intenta lavar por la vía fácil; ¿cómo tomarse el olvido intencionado del resto de graves problemas del país? Los huérfanos, los niños abandonados; los ancianos arrinconados en su soledad indefensa, los barrios marginales sin recursos ni futuro; los salarios de miseria, las jóvenes obligadas por la pobreza a ejercer la prostitución… el sistema de salud que no atendía a quien no podía pagarlo, la educación pública que carecía de valor frente a la educación privada… tantas cosas que pasaban por alto las buenas voluntades cristianas aquella noche.







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