29/8/08

Miércoles 20 de Agosto de 2008

Cuando el tembloroso pedazo de metal enfiló la pista y aceleró, un silencio sepulcral se adueñó de todos nosotros. Como habitualmente, los motores agudizaban paulatinamente su sonido de cuchilla giratoria. Como habitualmente, el relieve del pavimento, el viento y la mano humana del piloto hacian que el avión basculase y se escorase ligeramente a un lado y a otro. Avanzábamos por una pista que se nos hacía seguramente a todos demasiado corta, ¿quién tendría la idea de construir pistas tan limitadas seguidas de árboles y rocas? Creo que todos los ocupantes de la endeble estructura que nos protegía del abismo contuvimos la respiración durante unos segundos eternos. Por fin, y de algún modo evidenciando que no había vuelta atrás, el aparato se elevó tímidamente del suelo, vibrando y amenazando con partirse. Como es habitual.

Pero esta vez no lo sentíamos como de costumbre. Un miedo irracional anudaba las gargantas y resecaba las bocas. Un vértigo atávico nos paralizaba al rondar tan cerca la negra Dama. Aquél no era como los demás despegues.

Por la mañana habíamos llegado con mucho tiempo a la terminal 2 de Barajas. Nuestro vuelo salía a las tres de la tarde, y el embarque estaba marcado pasadas las dos. Sin que nadie supiera por qué, éste se iba retrasando más y más; quien más y quien menos se hacia sus cruces: otro retraso, tal vez un transbordo por perder, tal vez tener que comer demasiado tarde el catering del avión. Paseábamos por las tiendas de la sala de embarque cuando vimos un grupo de gente dentro de una de ellas que escuchaba paralizada una radio que daba un boletín de última hora. Ahí estaba la razón, un vuelo que se dirigía a Canarias se había estrellado nada más despegar. Hablaban de siete víctimas mortales, una cifra que a lo largo de las tres horas de espera hasta que por fin se reabrieron las pistas del aeropuerto se incrementaría hasta los 145. Con una tragedia semejante tan solo unos cientos de metros más allá, en la terminal 4, un ambiente de encogimiento y lenta pesadumbre se fue adueñando de todos los pasajeros que esperábamos nuestro vuelo. Seguramente pocas veces fue tan duro el paso de embarcar, ni tan fríio el sudor que empañó mi frente. Sin quererlo, mi mente se llenaba de imágenes de gente dentro de un avión, viendo, entre ruido y gritos estériles, cómo un día de encuentro se convertía en el final de sus días, envuelto en llamas y dolor.

Con un comienzo como éste, los nervios y la incertidumbre vibrante y agradable que precede a cada viaje, se habían cambiado por un estado casi febril que no dejaba pensar con calma. Ya tendríamos todo el tiempo del mundo para hacerlo en el aeropuerto de la Habana, donde esperando el transbordo a Cancún teníamos que pasar unas 9 horas. Por algo el billete nos había salido relativamente económico en plena temporada alta. Con más de dos meses por delante para viajar, no parecía mucha la pérdida por tanta espera, así que veníamos con la idea hecha de pasar la noche dormitando en los bancos del aeropuerto.

Yo creo que no las tuve todas conmigo hasta que el avión tocó tierra y se detuvo suavemente frente a la pasarela. Hasta ese momento no se esfumaron los irracionales miedos generados por el accidente. Pero allí estábamos, por fin en el trópico, con un aire húmedo y caluroso que a mí siempre me resulta evocador, para desempañar un pensamiento adormecido por los sucesos de la mañana.

Ya era de noche, y el pequeño aeropuerto habanero, decorado con banderas de todo el mundo recordaba más un palacio de deportes que un terminal de pasajeros. Con muchas horas de espera por delante, la prisa era poca, y con toda calma disfrutamos del hecho de pisar tierra cubana, aunque fuese tan sólo la del edificio del terminal. Mi recuerdo de aquel país era el de un lugar extraordinario de gentes refinadas y humanas. Más de una década me separaba ya de un viaje en bicicleta por su geografía alargada, dulce, verde y aromática, bajo su relajada atmósfera de café caliente a la sombra de las palmas y de música de otro tiempo; de guajiros de corazón noble, lengua vivaraz y humor chispeante. Una visión del país que aquella noche se enturbiaría, al menos temporalmente, en mi caldero de las pinceladas.

A diferencia de otros aeropuertos, en éste no se veían por ningún lugar indicaciones sobre mostradores de tránsito. No teníamos tarjetas de embarque, y sólo quedaba preguntar al personal del aeropuerto. Nos dirigimos a unas empleadas uniformadas que parecían trabajar atendiendo a los pasajeros para saber qué teníamos que hacer. Y nos contestaron al estilo cubano: el de este pueblo que ha sabido conservar en medio de esta vorágine de mundo del siglo XXI, donde el tiempo se paga y se cobra, el a veces ineficiente pero encantador gusto por la calma, la conversación tranquila, y el desprecio de la prisa y los malos modos. Un mundo ya perdido y entrañable que, por desgracia, ningún europeo sabrá juzgar como otra cosa que falta de eficiencia y desesperante lentitud. Nos indicaron que esperásemos; avisaron a una funcionaria con un uniforme más serio, y ésta debió de avisar a algún otro, y así sucesivamente hablamos con una docena de personajes con opiniones discordantes y una galvana que hubiera hecho perecer al mismísimo Job. Al cabo de un buen rato apareció alguien con otro uniforme más que nos pidió los pasaportes y las reservas del vuelo a Cancún, y nos indicó que sobre las cinco de la mañana nos avisarían por megafonía para recoger las tarjetas de embarque y los pasaportes, y tomar con tiempo el vuelo de las 7. Claro, los europeitos de pro estamos acostumbrados a confiar en la autoridad, y qué podía haber de extraño en todo aquello. Quién sabe, si así lo dice el policía será que es así como se hace en este aeropuerto. Un café para templar el estómago, y a tratar de dormir las muchas horas que quedaban hasta el vuelo.