29/8/08

Viernes 22 de Agosto de 2008




Yo había aprovechado cada momento del interminable trayecto desde España para dormir, por lo que más o menos ya estaba adaptado a la diferencia horaria cuando me desperté con el amanecer. Sin embargo Susana, alterada como estaba por el inicio de la pequeña aventura en México, llevaba sin dormir casi dos dias cuando se fue a la cama; y no tuvo pereza en levantarse con las primeras luces para empezar a empaparse de Yucatán. No me podía creer que no estuviese deshecha y deseando dormir hasta las doce. Aún no habíamos desayunado cuando, paseando por la placita del pueblo comenzó observando, y acabó uniéndose, a tres mexicanos de aspecto bohemio y maduro que, vestidos de un blanco impecable, hacían tai-chi para dar la bienvenida al nuevo día. Ellos nos contaron dónde podíamos bucear por nuestra cuenta, y en seguida volvimos a por las gafas para hacerlo.

La playa comenzaba al final de una callecita peatonal enarenada por el viento que llevaba a un pequeño faro que había quedado abandonado tras haber casi sucumbido a la furia del huracán Wilma. En la actualidad, inclinado cual torre de Pisa sobre su base mal enclavada en la misma arena, representaba tan sólo un mudo testigo de la devastación que sufrió todo el litoral de Yucatán. Alguien había colocado unos azulejos con la imagen de una virgen en uno de sus muros; no supe si para pedirle protección, o para pedirle cuentas por haberse dormido en su momento.

Las playas del Caribe se convierten en un horno no más tarde de las 9 de la mañana, y la luz de un sol siempre cerca del cénit ciega los ojos al reflejarse sobre la arena blanquísima formada por la abrasión de conchas y corales. No habían arruinado demasiado la playa al urbanizar aquella costa con pocas alturas y detalles de buen gusto, pero sin una mala sombra en que cobijarse pasamos casi toda la mañana dentro del agua, que lejos de refrescar daba la sensación de caldear más la piel, pero seguía siendo la mejor opción. Juraría que yo sudaba bajo el agua. Susana vio sus primeros peces tropicales entre las rocas que rodeaban el Ojo de Agua, teóricamente un manantial submarino a pocos metros mar adentro. No pudimos encontrar el supuesto manantial, pero sí una rica vida submarina, colorida y cadenciosa. Al final de un largo paseo por la arena llegamos a otro embarcadero de madera que penetraba en el verde turquesa del mar, y con las gafas de snorkel hicimos una segunda visita al inframundo. La habitual variedad de peces se veía eclipsada por un gigantesco banco de, seguramente, varios cientos de miles de pececillos de la misma especie que nadaban al unísono en una extraña nube viva a la sombra de la estructura de madera.

No podíamos marcharnos sin hacer una visita al legendario Cancún, así que después de comer otra buena ración de tacos bien grasientos, tomamos un autobús al cruce, y de allí otro hasta la ciudad. La geografía de la costa yucateca es tan absolutamente plana como que se trata del lecho emergido de un mar somero que retrocedió hace un par de millones de años; así que el recorrido ofreció poco atractivo a parte del bosquecillo de escasa altura, y en esta época del año reseco, que cubría la estéril y blanquecina caliza.

Cancún era un despropósito de cemento, de esos que adoramos los occidentales y sus simpatizantes. Sin a penas sombra, el sol caía como una losa sobre la espalda. Recordaba el urbanismo norteamericano que todos conocemos por las películas; un insufrible estrato de hormigón y asfalto pensado para los coches y no para las personas, donde cualquier lugar está demasiado lejos para caminar. Donde cruzar una calle es un ejercicio arriesgado que puede llevar tiempo y causar buenos sudores. Los centros comerciales, tiendas de lujo y franquicias de ropa ocupaban este insólito recorte de tierra arrancada al bosque caribeño. Nativos americanos, mayas de corta estatura vestidos con sus ropas tradicionales, deambulaban por el laberinto, tratando de vender sus productos de artesanía a los turistas que los miraban como a algo exótico pero fuera de lugar. Perdidos en su propia tierra, extranjeros en su casa ancestral. Antes del atardecer volvíamos de camino a Puerto Morelos, a disfrutar por unas horas de un rincón más humano que aún conservaba un toque de sabor mexicano. En nuestra posada ya habíamos congeniado con varios huéspedes oriundos, que nos hicieron sentir como en casa, y nos recomendaron lugares para visitar y playas que no nos debíamos perder.