29/8/08

Sábado 23 de Agosto de 2008

La impresión de los primeros días nos estaba asustando en lo crematístico, por llamarlo de alguna manera que no suene a lo que es: que sólo podemos viajar si es a un coste ridículo, y México estaba superando todas las espectativas. No sabíamos si la causa era la proximidad de Cancún, el hecho de que todo este litoral fuese el destino de vacaciones preferido por la clase media mexicana; o si bien todo el país resultaría así de caro. Estábamos pagando precios casi españoles por el alojamiento, la comida y el transporte. Con un proyecto de viaje económico, como no podía ser de otro modo en nuestro caso, esto nos conducía a tener que reducir al mínimo los caprichos, y optar siempre por lo más cutre para dormir o para comer. Nuestro siguiente destino era Playa del Carmen, destino del turismo local y extranjero más refinado que el de Cancún; y antes de subir al autobús por la mañana yo estaba ya nervioso pensando que a este ritmo de gasto no llegábamos al final del viaje sin tener que pedir en alguna esquina. Sin duda, este era el lugar más caro por el que yo había pasado en mis viajes.

Tras una hora de autobús hacia el sur, llegamos a Playa del Carmen. En contraste con el casi desierto y tranquilo Puerto Morelos, nuestra siguiente parada aparecía repleta de turistas europeos y norteamericanos, que paseaban por sus calles comerciales abarrotadas de artesanías, joyerías, telas típicas y ropa, centros de buceo, restaurantes finos y hoteles de autor. El ambiente era barroco, y daba la espalda a la luminosa y espectacular playa que aparecía de vez en cuando al final de sendos accesos enarenados. Bajando hasta el mar se veía en el horizonte, tras unos kilómetros de mil matices turquesa, una plana silueta, la isla de Cozumel, con sus moles de apartamentos estropeando el paisaje de cirros blancos y algodonosos que formaban torres deslumbrantes en el cielo.

No era aquél uno de los lugares donde queríamos emplear nuestro tiempo de viaje. Como paraíso del turismo organizado, ni el ambiente ni el tipo de turistas que podíamos encontrar nos ofrecía interés alguno. Sin embargo, a Susana le habían dado un contacto de utilidad en esta ciudad, un tipo español que tenía aquí un negocio de actividades submarinas; parecía una buena idea tratar de conseguir un buen precio por un bautismo de buceo, por ejemplo, en el arrecife de coral que distaba pocos cientos de metros de la playa. Con las mochilas a cuestas caminamos durante un buen rato por toda la extensión de la ciudad, que poco a poco se iba alejando del turismo para adoptar un aspecto más desolado y autóctono, con solares escombrados y casas bajas de techos de lata junto a comercios impersonales de los que salían bocanadas del aire acondicionado cuando alguien abría la puerta. Tanto caminar para nada, ya que al llegar al negocio del tipo que buscábamos no había nadie. De hecho, más que un próspero establecimiento para turistas, parecia un destartalado almacén con algunos vidrios de la puerta rotos, en perfecta armonía con el barrio. No había peligro, pero me empezaba a mosquear el que Susana atrajera la atención más de la cuenta; y eso que vestía ropas anchas disimulando al máximo su silueta. Así que era cuestión de volver hacia el centro y al menos dejar las mochilas a buen recaudo. Tal vez el cine y el turismo globalizado han hecho mucho daño presentando en todo el mundo el modelo de mujer europea y blanca como la belleza por antonomasia. Para los mexicanos de calle, más bien chaparritos, de cuello corto y tez oscura, cualquier mujer europea desplazaba de su atención a las mexicanas. Y no precisamente en una manera agradable.

Cuando regresamos cerca del centro se había pasado el mediodía, y no nos apetecía seguir de peregrinación. Encontramos una de esas típicas posadas de viajeros, cutre y colorista, con escaleras empinadas de madera, terrazas acolchadas y sucias con techados de guano, y catacumbas con mesas y paredes forradas de fotografías de tantos como por allí habían pasado. La habitación daba a la terraza del primer piso, y a unas duchas compartidas con un aspecto tirando a desolador. La cama era tan sólo un jergón en el suelo, y la higiene misión imposible. Pero la otra opción era un hotel de demasiados euros como para poder tirar durante dos meses, así que hicimos de tripas corazón, y nos acomodamos como pudimos. El sol nos había horneado, y los rodales de salitre del contínuo sudor del día se asomaban por la camiseta. Lavar la ropa y ponérsela empapada garantizaba un cierto alivio al calor durante al menos diez o quince minutos, el tiempo que tardaba en secarse sobre la piel, brevemente, antes de recalentarse y volverse a empapar en sudor.


Después de un almuercito seguimos un instinto más allá del pensamiento, y sin saber cómo ni cuándo, aparecimos ya dentro del caldo caribeño, azotados por unas olas agitadas por una preciosa tormenta que crecía sobre la isla de Cozumel, y que desafortunadamente nunca llegó hasta Playa del Carmen.

Después de todo, el pueblo, por más artificial y turístico que fuese, estaba construído con buen gusto, y ofrecía un paseo agradable entre las tienditas, demasiado caras para comprar, pero suficientemente bonitas como para curiosear. El atardecer llegó cuando, sentados junto al mar sobre un espolón al final de la línea de costa de Playa del Carmen, disfrutábamos de las cambiantes tonalidades del mar. Un par de recién casados, vestidos según la tradición occidental más peliculera, posaban con dificultad ante el fotógrafo sobre la arena de la playa, mientras entre todos no daban abasto para sostener la cola del vestido de novia que entre la arena y el viento daba más guerra de la necesaria.

El calor seguía rindiéndonos; todavía inadaptados, teníamos el cuerpo hinchado, los pies doloridos, la ropa siempre mojada y el ánimo casi vencido. Aunque la pensión hubiera sido un lugar estupendo para conocer viajeros e intercambiar impresiones, nos conformamos con tumbarnos a dormir cuando la vida nocturna no había ni empezado.