2/9/08

Lunes 25 de Agosto de 2008







A diferencia de otros enclaves arqueológicos de México, Tulum había sido recuperado de manos de la Naturaleza a base de hacha y machete, así que en lugar de estar protegido por la sombra de la selva, se quemaba bajo el insoportable sol del trópico. Por eso habíamos pensado que valía la pena madrugar y acudir a la misma hora de apertura de las ruinas, y evitar tal vez lo más caluroso del día. En la avenida principal compramos unas empanadas para pasar el día, y un par de litros de agua. Volvimos a hacer el recorrido del día anterior caminando desde el cruce por la carreterita del bosque que ya a las 8 de la mañana hervía sin compasión. Aquél era nuestro primer contacto con los misteriosos mayas, y por eso nos tomamos todo el tiempo del mundo para recorrer el espacio relativamente reducido del que fue pueblito portuario más de una docena de siglos atrás. No era ninguno de aquellos un edificio portentoso. Más bien se trataba de estructuras pequeñas, de escasa altura, construidas sin demasiada idea; las hileras de piedras irregulares no trataban de formar lineas horizontales que le dieran equilibrio a la estructura. Su disposición desordenada explicaba que la mayoría de los edificios estuviesen hechos añicos sin mediar saqueo o conquista, que no fuera la del tiempo y el olvido. Algunos relieves de estuco eran aún reconocibles en la fachada de uno de los templos. En su mayoría, estos templos habían tenido usos astronómicos relacionados con el Sol, Venus, y algunas constelaciones con un simbolismo especial para los mayas.


La mayor parte del espacio estaba ocupado por muros de escasa altura que delimitaban estructuras elevadas a penas medio metro del suelo, con unas escaleras frontales como acceso a las viviendas de madera y guano que alguna vez se habían asentado en ellas. No era difícil imaginarse una plácida vida en aquellas callejitas jalonadas de cabañas, en un promontorio de roca sobre un mar de belleza inigualable. No era difícil imaginarse muchos siglos después del esplendor maya, a los descendientes de aquellos asomarse al acantilado para divisar, atónitos, a los primeros barcos españoles que venían del oriente para traer el final de un mundo. Aquellos españoles compararon la linea de la ciudad con la de Sevilla, tal vez por las torres que aparecían sobre las rocas.

A los pies del templo principal, que seguramente daba la bienvenida al sol cada mañana en alguna ceremonia ya olvidada, se abría una pequeña playa a la que se podía bajar por una escalera de madera. Caminando despacio, curioseando cada perspectiva y cada iguana que trepaba por las viejas piedras, se nos había hecho mediodía. La playa era la tentación perfecta para los dos calcetines sudados que estábamos hechos Susana y yo. Sin quitarme si quiera la ropa, me metí de cabeza en el agua.

La playa estaba abarrotada de los muchos turistas que habían venido a ver Tulum, así que era difícil imaginarse aquel marco de belleza inusitada con sus niños mayas corriendo por la arena, o con las embarcaciones de caña y madera varadas en la playa o recorriendo los acantilados para comerciar con otros enclaves al norte y al sur. La mejor vista, y tal vez la más evocadora para mí, era la que se disfrutaba desde unas decenas de metros mar adentro.


Cuando ya estaba todo más que visto, decidimos dejar las ruinas y volver a la playa idílica de la tarde anterior, pasada la muralla de Tulum. Veníamos con la idea de tantear precios para hacer una excursión en barca a los arrecifes mar adentro, y hacer snorkel entre peces y corales. Uno de los muchos propietarios de barcas nos hizo un buen precio, y sin pensarlo mucho nos decidimos. A trescientos o cuatrocientos metros de la playa, el mar de aguas cristalinas se hacía más somero hasta que el fondo se elevaba y tocaba la superficie del agua. Era el arrecife coralino, y un espectáculo para nadar con unas gafas de snorkel. Yo ya había buceado en el Mar Rojo de Egipto, un paraíso del color y las formas; pero Susana se iniciaba prácticamente aquella tarde, y se llevó una bellísima sorpresa. Decenas de especies diferentes de peces coloridos, numerosos bancos nadando al unísono entre corales y recovecos de las rocas; extrañas criaturas que nos miraban tal vez con una curiosidad semejante a la que los observaba. Un mundo extraterrestre bien dentro del nuestro, un desconocido que habita cerca de nosotros y que solemos ignorar. En el siglo de la tecnología que acabó con todo bicho viviente sobre la faz de la tierra, sólo en el fondo del mar se podía deleitar la vista con la abundancia y la variedad de la vida, con la miríada de seres armoniosos en agitada existencia, en frenética actividad.

De nuevo había sido éste un día completo, y volvíamos a la pensión agotados pero encantados, con mucho de lo que hablar y comentar. Después de mucho tiempo viajando solo, se me hacía agradablemente extraño poder compartir un día repleto de sensaciones, y la charla que tiene que seguirlo para poderlo saborear como se merece. La única pega de ir dos era el riesgo de cerrarse a la gente, y no buscar activamente el conocer a otros. Cuando se viaja solo no hay más remedio que abrirse al exterior y ponerse a hablar con todo lo que se cruza en el camino (lo digo así porque he hablado con cabras en Tailandia tras mucha soledad…) Pero acompañado, esta necesidad está cubierta.

Para evitar este aislamiento incosciente, al volver a la posada nos sentamos un rato con nuestros amigos italianos, que ya empezaban a sernos cotidianos. Formaban un animado grupo de viejos colegas viajando en un coche alquilado y, a punto de terminar sus tres semanas de viaje por el sur de México, tenían mucho que contar. Giulianno y yo encontramos en común muchos recorridos pasados, y la idea de dejar algún día Europa y su frenética y su estética y su dialéctica, para tratar de vivir de una manera agradable y sencilla en Asia. Con gente que se conforma con poco, que sonríe tenga o no tenga, que es feliz con ver felices a los que le rodean. Que no envidia, ni roba ni mata por lo que no tiene, y vive la vida con la perspectiva, la dulzura y la relatividad que se merece. Era un tipo interesante, Giulianno.