16/12/08

Martes 25 de Noviembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de Chaitén a río cerca de La Vanguardia: 99 km
Recorrido total: 1.746 km
Cuando poco a poco la espesa niebla se fue disipando, aparecieron a la vista algunas de las islas por entre las que navegábamos, lejanas, innumerables y deshabitadas, como un rosario de mundos por descubrir. La mayoría de los pasajeros volvían a Chaitén para recuperar algunas de sus pertenencias; la ciudad había sido abandonada a la carrera en medio de la erupción, y había personas que todavía no sabían con seguridad si su casa había desaparecido bajo el lodo o si aún guardaba los recuerdos de toda una vida. Todo el mundo se agolpó en la barandilla de la borda cuando por fin apareció la línea neblinosa de la ciudad de Chaitén, bajo la imponente mole de montañas que habían sido su abrigo, y más tarde su destrucción. El cono volcánico no quiso aparecer tras el velo de nubes, como avergonzado ante quienes tantos años lo habían visto con indiferencia o admiración, y hoy lo maldecían por haberlos exiliado. Me quedé con ganas de ver la fumarola que, según me contaban, todavía salía de las entrañas de la tierra, amenazando con terminar el trabajo que había comenzado en mayo pasado.


Una vez en tierra busqué un rinconcito para no dar demasiado espectáculo, montando la bici y cambiándome de ropa, y en unos minutos salí compuesto, a enfrentarme a la carretera austral. A doscientos metros ésta desaparecía en un socavón de cien metros de diámetro, que al final de una calle había sido cauce de la avenida de los lodos procedentes del deslave de los hielos, derretidos de repente. Un pequeño sendero lo rodeaba para llegar a Chaitén, desierta, fantasmal. De buena parte de la ciudad sólo quedaba una gran extensión de lodo y cenizas junto al mar; se sabía que había sido ciudad porque un par de casas asomaban del barro humeante en medio de la nada. Las calles que quedaban enteras estaban cubiertas de una fina ceniza gris, y por cualquier lado se veían los signos de un abandono precipitado: coches nuevos con las puertas abiertas dejados en medio de la calle; la mesa puesta tras los cristales de alguna casa que habían dejado sin cerrar. Afortunadamente, cuando la riada destruyó buena parte de la ciudad, hacía dos días que había sido evacuado el último de sus habitantes. Desde entonces no habían pasado muchos meses, y aunque algunos todavía soñaban con volver, la mayoría se había hecho ya a la idea de vivir en Puerto Montt, que es a donde los habían llevado, y donde poco a poco iniciaban una nueva vida. El día que el volcán despertó, un ruido ensordecedor procedente del interior de la tierra había aterrorizado a sus habitantes. La rápida reacción evitó tener que lamentar víctimas, pero la hasta recientemente próspera ciudad lucía hoy como una muda devastación nuclear.








Los primeros 30 kilómetros de carretera fueron agradables, sin tráfico en absoluto y sobre un asfalto sólo parcialmente cubierto de la omnipresente ceniza gris. Discurría por un ancho valle cercado por enormes montañas. Entre sus bosques tenía cada vez más la sensación de encontrarme en lo más remoto del planeta; a lo largo del día, con suerte me crucé algún coche cada dos horas, y las pocas granjas familiares que pasaba mostraban igualmente signos de su apresurado abandono al principio de la erupción; en su huída desesperada más de uno había dejado en la cuneta su viejo auto para subirse en algún otro que pasaba más veloz.

Pero poco duró el asfalto. Los siguientes días recorrería 400 kilómetros de un camino de tierra y cantos rodados que me hubiesen desesperado si no me hubiese estado mentalizando durante muchos días antes de iniciarlo. Lo único que tenía que hacer era no plantearme ninguna meta ni distancia para cada día, y sólo disfrutar de los remotos parajes de increíble belleza de este extremo del mundo. Más espectaculares se hacían las montañas, y sobre algunas de sus cimas se distinguían ya los glaciares, los ríos eternos de hielo con aspecto quebrado y fiero. Era rara la montaña de la que no cayera media docena de cascadas altísimas entre bosque y rocas, completando una visión impactante sobre las copas de los árboles, que en plena ebullición primaveral, coloreaban el valle con sus flores y brotes. También los ríos, naciendo en los hielos para arrastrar disueltas las cenizas de la erupción que cubrían toda la región, sorprendían por su extraño color de acuarela, de un intenso azul traslúcido. Tan lejos de cualquier parte, tan aislado del resto del mundo, y bendecido por un inesperado día soleado, saboreaba la deliciosa pureza de la belleza y la vida, de la libertad (si es que tal cosa existe, es aquí dónde uno la puede llegar a sentir); y de la majestad de la Naturaleza en su estado más inmaculado. Estaba entusiasmado, fascinado y feliz.








La pista se complicó justo cuando menos a cuento venía, en la subida a un pequeño puerto que daba acceso al siguiente valle. La piedra suelta hacía patinar las ruedas, y el esfuerzo se multiplicaba para a penas poder avanzar. Los tábanos, que no conseguían acercarse a mí en los llanos o las bajadas, aprovechaban mi lento avance cuesta arriba para atormentarme y añadir una dificultad extra.

Después de matar unos cuantos y de recibir algún que otro picotazo, llegué al collado, y desde allí me descolgué aliviado para, más veloz, librarme de ellos al fin. Abajo me esperaba un pueblito, Santa Lucía, a penas unas casas, pero con tienda para recomponer la despensa, y lugar donde echarme un café mientras charlaba con un comerciante que abastecía los pueblitos perdidos como este con su camioneta. Era un tipo viajado, y pudimos hablar de lugares conocidos por ambos, Perú, Bolivia, Paraguay, tan relativamente cercanos y tan distintos entre sí, y con respecto al propio Chile.









Aún seguí el recorrido una treintena de kilómetros, ahora con la energía renovada de una buena merienda y el café; una estupenda luz de atardecer iba llenando el valle y coloreando las cumbres nevadas; enormes ríos zigzagueaban en el fondo del paisaje y desembocaban en el principal, que poco a poco se hacía más y más caudaloso; y en un recodo de su orilla encontré el sitio ideal para acampar. Lástima que no pude disfrutar de un paseo entre los arroyos que llegaban al río; entre tanta agua los mosquitos eran soberanos, y pese a enfundarme toda la ropa larga y embadurnarme de repelente, me picaban rabiosos mientras a duras penas trataba de poner en pie la tienda de camping. Aliviado tras la mosquitera dejé irse las luces contemplando a su través el cuadro maravilloso de los Andes chilenos.
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