16/12/08

Sábado 29 de Noviembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de Amengual al santuario de San Esteban: 120 km
Recorrido total: 2.064 km







De nuevo cambió el clima y me regaló un día soleado. Coincidió además con un tramo casi enteramente de asfalto, rara cosa que era de agradecer. A poca distancia de Amengual, entre las magníficas montañas que delineaban el valle, apareció un lago que reflejaba en su quietud perfecta el paisaje que lo circundaba, incluido un pico nevado de armoniosa simetría, dibujando contra el azul del cielo una pirámide muy empinada. Lo siguieron tremendas paredes de granito desnudo, esculpiendo formas caprichosas en la roca.








Durante un tramo de unos 20 kilómetros volvió el ripio, pero era más llevadero sabiendo que duraría poco antes de regresar al asfalto. La primavera andaba ya muy avanzada, y sobre verdes praderas se apilaban macizos de flores amarillas y violetas que aprovechaban el breve estío para dar todo de sí. Los árboles se sumaban al despliegue, y laderas enteras se volvían rojizas con sus flores adornando las riberas serpenteantes de los ríos. Cada día suponía un disfrute para mis sentidos, y yo me hallaba como pez en el agua haciendo lo que más me podía apetecer en el mundo.








De pronto alcancé por el camino a otro ciclista que seguía en mi misma dirección. Se trataba de Paolo, un italiano de unos 60 años con un estado de forma envidiable, y que sólo por su cabello cano delataba su edad. Tal vez el ejercicio de la bicicleta lo había conservado así de bien; no necesitaba trabajar para ganarse la vida desde hacía varios años, y no dejaba pasar muchos meses sin hacer alguna ruta ciclista curiosa. Con etapas mucho más cortas que las mías, eso sí, de unos 50 kilómetros al día; pero sin ninguna prisa, se proponía esta vez llegar hasta Ushuaia.
Seguimos pedaleando juntos mientras disfrutábamos de las vistas y los campos de flores, y nos contábamos alguna anécdota de este viaje y de otros pasados. Llegados a Mañihuales, un pueblito a la orilla de otro precioso lago, Paolo daba por terminada su etapa del día. Para mí 50 kilómetros eran muy pocos, y preferí aprovechar el sol, últimamente inusual, a pesar de que así me perdía una conversación con un tipo bien interesante. Nos deseamos un feliz viaje, y busqué un restaurantito donde comer algo cocinado después de alguna que otra penuria con la comida. Pero en la mesa contigua almorzaba una pareja de españoles de unos 35 años, que conversaba con un matrimonio chileno de más edad. Sin poder evitarlo, escuchándolos regresé de pronto a la España de pandereta que tanto detesto, la que está por exiliarme definitivamente. Se trataba del típico engreído que de nada sabe pero de todo entiende, y pontifica sobre cualquier tema aunque no tenga ni la más remota idea sobre él. En fin, un manojo de dogmas heredados, bien enlazados para aparentar ser algo más que el garrulo arrogante que en realidad era. Lo peor no es que exista este tipo de sujetos, que de todo tiene que haber en esta vida. Lo peor es que de este género suelen ser los trepas que llegan a jefes, y a los que casi todos tenemos que padecer en el trabajo. Y es que España ha sido gobernada desde siempre, en todos los niveles, por personajes como éste, que no saben, pero ejercen. Y así nos ha ido siempre; y así nos sigue yendo. Con su gesto adusto y autosuficiente soltaba tontada tras tontada, fumaba, se rascaba… macho, muy macho, del tipo que por desgracia exportamos a todo el mundo y por el que se nos reconoce en el rincón más apartado. Demostrando un desprecio lamentable por el país en el que estaba, el educado y correcto Chile, enlazaba taco tras taco, y no hacía el menor esfuerzo de adaptación para usar los términos que resultan familiares a los chilenos. Ah, por supuesto: su novia no abría la boca, embelesada por el portento.








Con un estado casi depresivo salí del restaurante sin haber abierto la boca porque no reconocieran mi nacionalidad. Acababa de darme cuenta de que, por más flores y picos nevados, por más lagos que estuviese disfrutando con la mirada de un niño, en un mes estaría de vuelta en mi país, a la cruda realidad de los madrugones, el metro atestado, y el sol a sol entre impresentables como el zángano de la mesa de al lado. A pelearme con ellos, a sentir que de nada sirve la inteligencia, que el mundo seguirá siendo patrimonio de los idiotas. O al menos mi país.

Realmente me supuso un bajón psicológico, y me afectó tanto al ánimo que durante el resto del día no pude mirar igual los prados floridos ni los ríos monumentales. Un leve viento en contra me doblegó, pedaleando sin alma y desorientado. Acudí al remedio fácil, a evadirme escuchando mi mejor música para dejarme mecer por otros sentimientos.

Casi al atardecer pasé por una aldea con una cafetería, y entré a hacer una parada. El bar estaba vacío, y el señor regordete y parlanchín que lo atendía me rescató el ánima con su buena conversación. Volviendo al tema del día, me habló de un español que había llegado al pueblo con 22 años, se compró un terrenito y montó un invernadero. Siete años después el negocio le iba tan bien que ya era dueño de extensas tierras y gestionaba un gran número de invernaderos. Cosas como ésta son ya imposibles en la Europa superpoblada en que vivimos, donde todo está ya hecho y donde casi todos los nichos ecológicos hace tiempo que fueron ocupados. Me hubiera encantado hablar con aquel muchacho, pero había salido por unos días. A veces nos embaucan y nos obligan de tal manera en nuestro estrecho terruño, que no nos damos cuenta de lo sencilla que puede ser la vida con un poco de imaginación.

Tan agradable fue la charla que el hombre no me quiso cobrar el café y los panecillos; nos deseamos buena suerte, y volví al camino. No me quedaba ya mucha luz para encontrar dónde acampar. Después de unos kilómetros dí con un rinconcito sin vallar junto a un río, y cerca de una cascada. Penetrando por el bosquecillo encontré donde nadie me pudiera ver, y después de enfundarme la ropa larga para evitar tábanos y mosquitos, monté la tienda y me pude relajar cenando tras la mosquitera. Pensaba lo increíblemente variados que podían ser los días; de la mañana a la noche mi ánimo había vagado cual barco a la deriva, y después de todo me dormía cansado, pero con el alma amarrada a buen puerto.







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