16/12/08

Jueves 27 de Noviembre de 2008

Bajo la lluvia en Puyuhuapi.








Quedarse pegado a la estufa parecía mucho mejor plan que padecer el desolador clima que volvía a regar la tierra ya saturada. Las cortinas de agua no dejaban ver si quiera las montañas que rodeaban el pueblito, así que me dejé querer por el acogedor calor de la sala de estar. La dueña de la posada era una señora ya mayor que vivía sola y había acondicionado su casa para alojar temporalmente a los obreros que trabajaban en la mejora del camino. Bueno, más que mejorarlo, a menudo pareciera que sólo desgranaban sus pedruscos y ahuecaban las arenas para hacer más difícil aún el tránsito; pero se suponía que en dos o tres años, toda la carretera austral estaría finalmente asfaltada, y en ello estaban.

Pasé un día sedentario a la fuerza, leyendo o escribiendo en mi cuarto, o tomando un té caliente frente al televisor. Las cadenas chilenas eran pura farándula y cotilleos, aún más deplorables que las españolas. Pero para un viajero siempre es curioso tomar el pulso de la que, desgraciadamente, se ha terminado convirtiendo en generadora y portadora de la cultura popular de un país. En seguida, por ejemplo, quedaba en evidencia el respeto casi religioso que se profesaba por todo lo relacionado con el ejército y los carabineros; y una admiración casi exagerada por un excéntrico advenedizo de nombre Farkas que se había hecho millonario recientemente y hacía leyenda con sus fabulosas propinas. Como si fuera esa la manera de hacer funcionar un país, un tipo como Farkas, que proclamaba ignorarlo todo sobre la política y la economía, se había hecho popular con su generosidad hacia taxistas y camareros, y ya se presentaba veladamente como futurible candidato presidencial. Su golpe maestro era donar un buen montón de dinero cada año en la Teletón. Durante semanas había visto y oído anunciar la Teletón hasta la saciedad, una telemaratón que llevaba 30 años enfervoreciendo a los chilenos en pleno para, anualmente, recoger fondos en un show televisivo destinado a la construcción de varios centros de rehabilitación para minusválidos. Una loable intención, que para mí no hacía otra cosa que delatar a un Estado incapaz de resolver los problemas del país, y que dejaba a la caridad la que era su exclusiva responsabilidad. Sólo quedaba un día para la maratón televisiva, y ya nadie hablaba de otra cosa.








Por la tarde volvieron del trabajo los currantes de la carretera, y cenando con ellos en el salón de la pensión disfruté de un par de horas de relajada charla, con poca miga pero mucha guasa. Como habitualmente en conversaciones de este tipo, en las que no se pretende gran cosa, surgía la rivalidad contra lo español y la historia de la conquista, que no se llevaba como algo serio, pero sí como un fácil chivo expiatorio al que achacar el origen de todos los problemas del país. Había ocasiones en que trataba de explicar cuántos siglos habían pasado ya desde que el país había logrado su independencia, y qué poco sentido tenía echarle la culpa de todo al muerto. Cómo sus gobiernos achacaban los males del país a un chivo expiatorio que llevaba dos siglos pensando en otra cosa. Pero esta vez preferí reírme, dejarlo estar, y así picarlos un poco más.








La lluvia paró durante unos 20 minutos cuando poca luz le quedaba ya al día, y aproveché para dar un corto paseo y fotografiar la extraña luz que dejó la tregua. El escondido brazo de mar junto al que se situaba Puyuhuapi bien podría haber sido el refugio perfecto de piratas, si no fuese porque las aguas que los conocieron quedaban muy lejos de allí, en otro océano.








Con la misma naturalidad con la que me habían predicho un diluvio al saber de la rabia con que atacaban los mosquitos, la dueña de la pensión contradijo al aguacero que volvía a caer ruidosamente sobre los tejados metálicos, y al mismo parte meteorológico del noticiero, para adelantarme que por la mañana habría pasado la lluvia y podría continuar. No supe si fue una intuición o cosa de brujería, pero el caso es que acertó.
.
.
.
.