18/12/08

Jueves 4 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de Cerro Castillo a orilla del lago Carrera: 110 km
Recorrido total: 2.310 km








Mientras desayunaba en el comedor de la pensión sonaba en la radio un reguetón; lo escuché con atención, porque era el primero que no me repugnaba con una letra machista, violenta y descarnada. Éste me sorprendía con un alegato en contra del plan de construcción de pantanos que se estaba iniciando en la Patagonia, y que iba a anegar numerosos valles de sus caudalosos ríos. Desde que había pasado de Chaitén me había encontrado por todas partes pintadas y pegatinas, carteles en fachadas o en muros de la carretera, protestando contra este plan y llamando a la acción. En cualquier lugar al que llegara, en cuanto se enteraban de que yo era español me recordaban que era Endesa la compañía que iba a destruir la increíble naturaleza de la Patagonia.








Seguía sonando el reguetón reivindicativo en la radio, y le pregunté a la señora su opinión sobre el tema. Me dijo que le daba igual. ¿Igual? La gente de la región parecía muy movilizada, ¿no era así? Según ella, los que protestaban contra los nuevos pantanos eran cuatro gatos, aunque hicieran mucho ruido. El resto de los patagones no hacía caso a la cuestión; y no porque quisieran los pantanos, sino porque sabían que el gobierno los construiría de todos modos, y de nada servía protestar. Para mí era evidente que si algo había conseguido la dictadura, era anular y desmovilizar la voluntad popular. Acomplejar a todo un pueblo que sentía que no pintaba nada en las decisiones políticas, ni tenía capacidad de influir en su propio destino.








A partir de Cerro Castillo, el asfalto desaparecía definitivamente por el resto de la carretera Austral. Más impracticable que nunca, ascendía por la cordillera entre bosques, y ofrecía miradores estupendos hacia el valle del río Ibáñez, y a los torreones del Cerro Castillo que se elevaban tras una interminable ladera. El río había sido movido de su cauce por un aluvión de cenizas volcánicas procedentes de la última erupción del Hudson, una década atrás. Los bosques que antaño le habían servido de rivera en el amplio valle se habían convertido en un pantano natural, y todos los árboles habían muerto. Un extraño bosque de troncos secos rellenaba un lecho grisáceo, y la carretera se rodeaba ya de depósitos de cenizas volcánicas de más de un metro de altura.

Ya en el norte había recorrido paisajes despoblados, pero esta zona que seguía a Cerro Castillo lo superaba. Durante los siguientes días no me encontraría más que alguna aldeita cada 100 km más o menos, recorriendo caminos duros y relieves espectaculares. La espesura de los bosques se rompía de vez en cuando por extensos vacíos repletos de enormes troncos muertos, y árboles mucho más jóvenes que poco a poco crecían sobre la tierra quemada. Con la colonización de la zona en la década de 1920, muchos de los bosques vírgenes de la región habían sido quemados para crear campos para pastos; pero fuera de control, los incendios habían arrasado incluso las improductivas verticales de las montañas. Noventa años después, a penas asomaban arbolillos de tres metros de altura; y es que con el extremo clima de la región, el bosque tardaba siglos en crecer.

Aunque a menudo las vistas eran imponentes desde alguna altura alcanzada con esfuerzo, a penas podía pararme a disfrutarlas por culpa de los tábanos. Como hordas suicidas volaban directos a la piel descubierta, y la única manera de librarse de ellos era matándolos de un tortazo; aunque eran tan numerosos, que de poco servía esto, y al final sólo cabía seguir pedaleando para que el airecillo los despistara.








Ganado de nuevo el valle, seguí un río de aguas azules por los arrastres del deshielo, hasta alcanzar la orilla del lago General Carrera. Con tiempo de día por delante, busqué una playa de hierba junto a las aguas del inmenso lago, y monté la tienda donde no se viera desde el camino. Los tábanos se iban a dormir al atardecer, pero entonces llegaban las oleadas de mosquitos; vestido de arriba abajo, y embadurnado de repelente, me relajé junto a la transparente agua, bebiéndola tras cada bocado de la cena. Dejé que la noche cubriera de estrellas el cielo, y poco a poco aparecieron ante mis ojos las Nubes de Magallanes y la Cruz del Sur.






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