19/12/08

Lunes 8 y Martes 9 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de la orilla de un río sin nombre a Caleta Tortel: 40 km
Recorrido total: 2.582 km






Me había dormido mirando el atardecer sobre los ventisqueros y el río a través de la mosquitera, y a media noche me tuve que despertar a cerrar la puerta de la tienda y así poder seguir durmiendo más calentito. Y es que el día había sido más agotador de lo que yo quería reconocer. Casi del tirón dormí más de doce horas, y me sacó de la tienda más el sol, que ya la convertía en un horno, que el haberme saciado de sueño. Desayuné dentro, sin prisas por salir a ese mundo agreste que me esperaba tras la mosquitera con hordas de voraces tábanos. Y fue salir para recoger la tienda, y empezar la batalla. Venían de diez en diez a posarse sobre cualquier trozo de piel que no estuviese cubierto, cara y manos nada más; pero no valía espantarlos; ni atizarles un sopapo que en realidad me llevaba yo. Si no caían aplastados al suelo, en menos de un segundo volvían a posarse al mismo lugar. Caía muerto al suelo uno tras otro, como los malos en una película de Hollywood; e igual que en ellas, seguían apareciendo decenas y decenas de malos impersonales para sustituirlos. Repartiendo mi energía entre matarme a tortazos y desmontar la tienda, se me fue más de una hora de infierno. Y con todo montado sobre la bici salí como pude, tratando de coordinar las pedaladas y los manotazos contra mi pobre cuerpito, molido y picoteado.






Con la rabia no podía disfrutar de las vistas, de los lagos que aparecían entre verticales roquedales y retazos de hielo. Debía de ser espectacular, pero yo no tenía más que maldiciones a viva voz contra el bicherío que no me dejaba respirar. El ripio se convirtió casi en escombrera, y con el matapesonas completo llegué a Caleta Tortel odiando el Universo. Un par de kilómetros antes de ver las primeras casas aparecieron por el camino, en una escena existencialista, cuatro siluetas cubiertas de ropa y capuchas, acarreando unas voluminosas mochilas en dirección a la nada, de la que yo venía, golpeados por el viento que los azotaba con polvo y arena del camino. Tenía que parar a preguntar a dónde se dirigían. Ya de cerca los vi mejor, una señora de mediana edad, y dos chicas y un chico de veintipocos años con un aspecto más urbano. Los tres jóvenes estaban rodando un documental en el pueblo, y la señora los llevaba a una finca próxima para rodar unas escenas. Bueno, después de todo había una explicación sencilla para la aparición; hay que tener en cuenta que cuando uno está solo tanto tiempo, acaba, como el Ingenioso Hidalgo, viendo gigantes en lugar de molinos.

Caleta Tortel era un pueblo peculiar, único; sus pioneros habían elegido para asentarse una tortuosa bahía del Pacífico, protegida por islotes, y desde tierra firme por montañas abruptas. No había ni una sola calle en todo el pueblo; las casas se desperdigaban por el terreno quebrado, y sobre todo por la estrecha línea de costa, conectándose las unas con las otras con pasarelas elevadas de madera y escaleras interminables. Dejé la bicicleta a la llegada, y comencé a recorrer el laberinto de tablas, entre coloridas casitas también de madera. Las placitas comunes, que también las había, eran plataformas más grandes sobre pilotes en el mar, cubiertas por techumbre de madera delicadamente decorada. Con razón me habían dicho que Tortel era el pueblo más bonito de Chile; y añadía yo, uno de los más remotos, y sin duda el más cansado de recorrer. Desde el inicio hasta las últimas casas del pueblo no se dejaba de pisar madera durante más de 40 minutos, que es lo que se tardaba en hacer el recorrido. Y tras tanta subida y bajada de escalones, con el primer paseo ya tenía agujetas en los gemelos. Valía la pena pasar una noche, así que regresé a por mis cosas para buscar hospedaje. Un ciclista de la Alemania oriental acababa de llegar, y como no hablaba ni una palabra de español, tuve que hacerle de traductor hasta que resolvió sus doscientas dudas. No viajaba por mucho tiempo, así que tenía planeado al milímetro cada etapa de su viaje. En mi vida he conocido varios alemanes orientales, y Hans confirmaba lo que había observado en ellos: su inclinación a la solidaridad desinteresada, supongo que un residuo fósil de otros tiempos, otros valores, y otra educación. Cuando le conté que tenía tres radios rotos, me ofreció los suyos; tenía precisamente tres de repuesto, y con gusto me los hubiese dado si no le hubiera dicho yo que mejor los guardase para él, que continuando por el ripio los iba a necesitar más que yo.






Los hospedajes más próximos quedaban junto al mar, unos 100 escalones más abajo; bajar la bicicleta y los bultos no parecía cosa fácil, y por fortuna pudimos hacerlo entre los dos, primero una bici y después la otra.

Acomodado y duchado salí a pasear con las últimas luces del atardecer. En la plaza principal de Tortel, por supuesto de madera, me encontré de nuevo a los reporteros intrépidos que me había cruzado en el dantesco camino de los tábanos. Regresaban a la casa donde estaban alojados, y me invitaron a acompañarlos. Durante el camino, Meribel me habló sobre la historia que relataban. Como tesis de fin de carrera realizaban un documental para mostrar la vida tradicional de Tortel, un pueblo de los pocos del país que era autosuficiente energéticamente, gracias a un torrente de agua que se hacía pasar por una turbina. Parecía el ejemplo perfecto de sostenibilidad, como contrapunto a los enormes pantanos que amenazaban con arruinar algunos de los paisajes más impresionantes de la Patagonia. La casa donde se alojaban durante el mes largo de la grabación pertenecía a un concejal del partido democratacristiano, que se encontraba en Coyhaique; qué cara hubiese puesto aquel tipo regordete y bonachón de las fotografías que colgaban en el salón, si se hubiese enterado de que sus huéspedes eran tres anarquistas idealistas luchando por cambiar el mundo.






La conversación y la jarana se fueron alargando en el comedor de la casa, con un quinto amigo que vivía en Tortel y que, también anarquista, se apuntó casi a medianoche. No sólo les apasionaba la política y el pensamiento libre; parecían apasionados devoradores de cine y literatura, y la conversación pasaba de la política a la cultura sin solución de continuidad. La cerveza hizo el resto, y a las cuatro de la madrugada tratábamos de no destrozar demasiado las canciones que aporreábamos con una guitarra y un acordeón. Cuando fue la hora de dormir no me atreví a recorrer los 40 minutos de pasarelas hasta mi posada, ni a despertar a esas horas al anciano matrimonio que lo atendía. Daniel me ofreció quedarme en una cama vacía de la casa, y con la primera claridad del amanecer austral me quedé dormido, encantado de la vida.


…..-------------------------------------------------------------…….


Nos despertamos más tarde del mediodía, y aún me entretuve conversando con Daniel y desayunando con ellos en la sala. Cuarenta minutos me separaban de la posada, y me puse en camino sin prisas, para darme una ducha y relajarme allí antes de volver por la tarde con mis amigos, que tenían pensado un paseo en lancha para filmar la instalación de la turbina hidroeléctrica que abastecía al pueblo. Cuando llegué a la pensión me recibieron con los aspavientos con los que se acoge a un difunto resucitado. Lo que son las cosas, no había regresado en la noche por no despertar a los dueños de la pensión, y éstos me habían dado por muerto. Se habían pasado la noche en vela esperándome, y por la mañana habían llamado al los carabineros para avisar de mi desaparición… Les expliqué mi versión de los hechos, y avergonzado no supe cómo pedirles perdón. Creo que nunca hube de dar explicaciones cuando tenía 14 años, y de pronto las tenía que dar con 34.







Después de comer regresé al otro lado de Tortel para reencontrar a mis amigos. Una lancha que les había ofrecido el ayuntamiento nos llevó hasta la turbina, y allí entrevistaron a los operarios. Los del pueblo hacían turnos para que siempre hubiese alguien a cargo de la instalación, y regulase la bajante de agua o solventara las incidencias o cortes de electricidad. Todo era autogestionado, y la mera palabra deslumbraba a mis amigos anarquistas. Por una interminable pasarela de escalones de madera ascendimos hasta el lago del que se tomaba el agua, desde el que se disfrutaba de unas vistas envidiables del pueblo, el mar y la bahía.






Cuando regresamos al pueblo me separé un rato de ellos. En la plaza me encontré con Hans y con Walter, el ciclista holandés que había conocido poco antes de Cochrane, y que acababa de llegar a Tortel, y ya charlaba con el alemán. Fue interesante escuchar detalles y consejos sobre rutas por las que habían pasado en este y otros viajes ciclistas; pero definitivamente, la ruta Austral estaba saturada. Yo había venido a recorrerla sin haber buscado información previa; pensando que no encontraría viajeros en mi camino. Sin saber que era una de las clásicas, y que multitud de ciclistas de todo el mundo la recorrían entre primavera y verano. A mí, que esto de las rutas marcadas y de la aglomeración no me apasiona, se me quitaron definitivamente las ganas de continuar a Ushuaia; aunque fuera por no ser uno más, desde allí mismo tenía que cambiar la ruta y hacer algo más original que seguir a la masa.

La segunda noche de fiesta cambió de formato. Al final del pueblo, una pasarela llevaba a una playa, y al final de su arena se juntaban los jóvenes del lugar para charlar y tomar cerveza al calor de una hoguera. Allí me acerqué con mis amigos reporteros, y una vez más tratando de entender el humor local y las expresiones prefabricadas, pasé un buen rato entre gente agradable. Esta vez no dejé que se me hiciese tan tarde, y después de despedirme hasta pronto, como un niño bueno volví a la posada para que no se preocupasen por mi ausencia.
.
.
.
.