18/12/08

Miércoles 3 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de Coyhaique a Cerro Castillo: 99 km
Recorrido total: 2.200 km







Durante los días en Coyhaique había notado como la ligera alergia a las gramíneas que me ha aparecido en los últimos años comenzaba a generarme picores y estornuderas; la mañana que por fin me daba por recompuesto y dispuesto al pedaleo, me dolía la cabeza, tenía una abulia muy digna, y a penas podía separarme un minuto de los pañuelos de papel. Un viento frío en contra venía a complicarme el día, y alguna racha de lluvia a recordarme la agradable camita caliente que acababa de abandonar en pos del sueño mío de nómada perpetuo.








Pese a todo continué como pude, no podía atrincherarme en Coyhaique para siempre, y el paisaje que venía seguía siendo interesante. Empezó con relieves algo suaves y pelados, con algún balcón a la pampa infinita que por el este penetraba en Argentina. Pero poco a poco se fue internando en un paisaje solitario y terroso, de rocas desnudas y extensiones áridas. Por primera vez en todo el viaje no estaba rodeado de verde, y las montañas adquirían un aspecto primario y extraterrestre. Conforme fui ascendiendo el puerto, alguna de las vertientes del sur aparecieron más y más heladas, hasta recorrer un valle adornado por algunos glaciares pequeños. Descender hasta el siguiente valle fue menos agradable, un viento helado casi no me dejaba abrir los ojos, pero las vistas del la cadena montañosa que daba nombre al final de la etapa, Cerro Castillo, eran espléndidas. Unos torreones de roca sobresalían verticales sobre el hielo de tremendos ventisqueros, y sobre las agujas se enredaban las nubes. Para entonces, los síntomas de la alergia habían desaparecido y me encontraba perfectamente. Durante los próximos días comprobaría que la alergia remitía en cuanto me ponía a pedalear y a respirar fuerte por los campos llenos de polen, y me volvía a aparecer si pasaba demasiadas horas parado en un pueblo. No lo podía entender, pero el remedio ya estaba aprendido.













Después de una duchita salí a cenar algo; el lugar más económico parecía un restaurantito montado en un viejo autobús que había sustituido las butacas por mesitas y sillas. La cocina estaba en la parte de atrás, y el asiento del conductor dejaba lugar a la estufa de leña que calentaba el espacio. Y pese a lo rústico del montaje, había que hacer cola para poder pedir algo. Fue allí donde conocí a Alicia, Marcos y Ana María, tres amigos que venían de Coyhaique sólo para ver actuar a los Jaibas. Yo nunca había oído nombrarlos, pero se trataba del grupo más legendario de Chile, y por una extraña casualidad y la intercesión de un proyecto de cultura rural, tocaban esa misma noche en el gimnasio del pueblito perdido en el que me encontraba. En la puerta del gimnasio me topé con el control de policía registrando a todo el que llegaba. Con la navaja multiusos que siempre llevo encima no podía pasar, y seguramente sólo por ser extranjero me libré de algún problema con la ley… busqué una calle solitaria para dejar la navaja escondida entre la hierba y así poder recuperarla después del concierto, y ya sin suponer un peligro para el acontecimiento pasé el control y me encontré de nuevo con los tres amigos. Durante un par de horas descubrí a un grupo potente, vibrante, que aunaba la tradición indígena y regional chilena con el rock moderno desde los años 70. Muchos de los temas reivindicaban el legado nativoamericano frente a la destrucción cultural que supuso la conquista; otros cantaban poemas de Neruda, o marcaban tendencia política; los Jaibas acabaron en el exilio después del asesinato de Allende, y de alguna forma representaban todo un capítulo de la Historia chilena. La gente se emocionaba sintiendo como propia la exaltación indígena, por más que pocos genes mapuches sobrevivieran en una población de origen marcadamente europeo.








Compartiendo con mis amigos este momento pude, aunque a gritos, charlar con ellos para conocerlos un poco más. Marcos había sido marinero y viajero, y su próximo plan era recorrer los primeros 2.000 km del Amazonas desde su nacimiento en Perú. Ana María tampoco había sido demasiado casera, y desde hacía lustros vivía en Suecia, todo un contraste para una chilena.

Entre canción y canción me daban detalles de las canciones o me contaban curiosidades. Hasta hacía poco, aquella región no había estado comunicada por carretera con el resto de Chile, pero sí con la vecina Argentina; hasta el punto de que, tras un terrible terremoto que azotó algunas comarcas veinte años atrás, la ayuda llegó antes de los Gauchos que de las autoridades chilenas, generando un sentimiento de unión al país vecino, por ende más desarrollado y habitado que el lado chileno, olvidado a su suerte y casi deshabitado. Este sentimiento ya había desaparecido, pero la influencia argentina seguía viva en muchos aspectos de la cultura local.

Los Jaibas seguían haciendo bailar al público, y afloraban en las canciones los rasgados sentimientos del exilio; las letras y la forma, cultas y visionarias, contrastaban con la pobre pseudocultura de la farándula que hoy se imponía en los medios, para mostrar sin contarlo el Chile que podría haber sido, pero no fue. Me sentí feliz; por sorpresa, tras un día de duro pedaleo, viento y lluvia, estaba en un pueblito perdido bailando con unos amigos en un concierto de dimensión internacional. Acabé por emocionarme.
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