23/12/08

Miércoles 10, Jueves 11 y Viernes 12 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, autostop desde Caleta Tortel a Cochrane








Varias personas me habían asegurado que a las dos salía el único autobús de Tortel para Cochrane; por eso no tuve prisa en madrugar, y después de desayunar tranquilamente subí en tres viajes, y con gran esfuerzo, los bultos y la bicicleta escaleras arriba. Pensaba ponerme en la salida del puebo, y tratar de que alguien me llevase a Cochrane; si no tenía éxito siempre podría tomar el bus de las dos. Pero cuando estuve arriba, volví a preguntar y alguien me dijo que ese día el autobús había salido a primera hora de la mañana, y ya no habría más. La única opción era, por tanto, hacer autostop.

No llevaba ni 20 minutos esperando cuando apareció Inés, una viajera portuguesa que también venía a hacer autostop. Nos habíamos cruzado varias veces en Tortel, con a penas un saludo de cortesía. Pero la mañana sería larga, pasando una hora tras otra sin que ningún vehículo abandonase el pueblo; y con la viva conversación de Inés se hizo más amena la espera. A sus 28 años había tenido una vida de lo más interesante; había vivido en una casa okupa en Lisboa, gestionada por una comuna anarquista muy activa; y trabajando en un festival de cine independiente, conoció a un director de cine norteamericano. De la noche a la mañana se casó con él y lo acompañó a vivir a Los Ángeles. Allí había pasado seis años, rodeada del lujo y las luces de Hollywood. Pero su activismo político y sus principios morales no le dejaron ser feliz en medio de la alta burguesía. En Hollywood, me contaba, la gente sueña con que un día conocerá a alguien que la lance a la fama; cualquier evento social se llena de tensión, en la que cada uno trata de hacer sus contactos y estar atento para no dejar pasar esa oportunidad. Todo se convierte en una gran farsa, una puesta en escena, y la ambición deja poco espacio para el resto de las cosas importantes de la vida. Por otra parte, debido a su ideología política, era vista como algo exótico, como si de una especie rara se tratase, sin ser comprendida ni tomada en serio. Durante años había militado en el Partido Comunista de Portugal, aunque rebelde por naturaleza y poco convencida de la teoría leninista de la vanguardia revolucionaria, había acabado derivando hacia el anarquismo. No era con nuevas jerarquías como se crearía el nuevo mundo más justo; sino con democracia plena y de base, con autogestión libertaria. Claro que, no por idealista era del todo utópica; para ella el anarquismo era una opción moral que trataba de llevar a cada uno de los actos y decisiones de su vida; pero ni por asomo creía que un mundo tan complejo como el de hoy pudiera llegar a ver una autogestión libertaria, de paz y libertad planetarias.

Recién divorciada, seguramente para escapar de esa vida burguesa que la atenazaba, ahora que justo terminaba estudios de periodismo se mudaba a Boston con una amiga; y en el intermedio estaba haciendo lo que siempre había soñado: viajar en libertad, sólo de autostop, con muchos meses por delante y ningún plan prefijado.

En seguida superó conmigo su ligero prejuicio contra los españoles: le dí la razón, era indignante la arrogancia y el desprecio con la que la mayoría de españoles tratan a los portugueses, especialmente cuando viajan por el país vecino; con un injustificado complejo de superioridad, tratan con desden a los portugueses y ni si quiera hacen un esfuerzo por aprender unas palabras de su lengua. En lo que yo conozco de Portugal, siempre me ha parecido un país mucho más refinado y europeo que España. Y con un culto a la belleza, a la armonía del conjunto, al buen gusto y a los pequeños detalles, que ya quisiéramos en la insoportable España de los mamotretos de ladrillo y cemento. Su gente linda y educada merecería admiración por el mero hecho de haber regalado al Mundo una maravilla cultural como Brasil. A mi modesto juicio, todas las culturas que dominaron los siglos pasados, desde China hasta Occidente, llegaban en decadencia y envejecidas al siglo XXI; sólo la mestiza y sincrética cultura brasileira tenía la mezcla adecuada de ingredientes, de hedonismo y de seriedad, de trabajo y de amor por la vida, que hacía falta para el mundo del futuro.

La arrogancia española tenía en mi opinión una cierta explicación. La mejor generación de la Historia de mi país se había perdido defendiendo la República, una tímida apertura a un sistema laico que llevaba un siglo funcionando en Francia sin suponer grandes riesgos para el Capital, la Iglesia o las oligarquías. Luchando por ella, una generación idealista que podía haber cambiado el sino fatalista de España murió en batalla, fue asesinada en la posguerra, o acabó en el exilio. España quedó poblada por beatos ultraconservadores, y ni si quiera los republicanos que quedaron se atrevieron a transmitir a sus hijos otros valores que los franquistas. Con este mar de mojigatería y provincianismo, poca evolución cultural podía esperarse. Cuando en las últimas décadas del siglo el espejismo de bonanza económica nos convenció, pese a trabajar más por menos, de que éramos más ricos, los españoles nos volvimos engreídos, con un complejo de “porque yo lo valgo” que nos daba derecho a tratar así a los portugueses, o a cualquiera que no estuviese en esa nube de prosperidad. A despreciar lo que no conocemos, a actuar como borregos. Lo siento por quien me lea, en nombre de todos mis paisanos le pedí una sincera disculpa a Inés: no era maldad, sino ignorancia.

Pasaban las horas, y ni un solo vehículo salía de Tortel; los tábanos nos acuciaban, pero la conversación era para mí muy interesante, y me descubría todo el talento de una mujer de mundo. Había un dicho chileno que venía a cuento, mientras esperábamos y casi desesperábamos: el que se apura en Patagonia, pierde el tiempo.

Por fin, después de cinco horas de espera, pasó una furgoneta y nos recogió de la carretera. La bicicleta y las mochilas fueron al remolque, y nosotros a protegernos de los tábanos tras los cristales. En un par de horas llegamos a Cochrane, demasiado tarde ya como para tratar de proseguir viaje hacia el norte, como ambos habíamos planeando inicialmente. De todos modos, estábamos disfrutando tanto de la charla que estuvimos de acuerdo en quedarnos en Cochrane aquella tarde, y aún todo el día siguiente. Así pasamos horas y horas conversando durante más de dos días, y nunca nos quedamos sin tema; aunque he de reconocer que, desacostumbrado como estaba yo a tanta charla, a menudo ella me superaba y acababa llevando la iniciativa de la conversación.

A veces contradictoria, mostraba su lado humano. Confesó, por ejemplo, que necesitaba de la estabilidad del matrimonio, y que su experiencia de 6 años casada había sido muy buena; pero a la vez era incapaz de ser fiel a su pareja y necesitaba tener aventuras y amor libre. ¿A qué estabilidad se refería pues cuando hablaba de matrimonio?

Volviendo a la política me contó una versión desconocida para mí de la Revolución e los Claveles. La gente del PC se fue infiltrando en el ejército, aunque para ello tuviera que ir a pegar tiros a Angola, en una guerra tardocolonialista en la que por supuesto no creían. Tras una ardua labor de años, el día indicado sonó en la radio una canción, y el ejército infiltrado se alzó contra la dictadura de Salazar. Radio y TV fueron tomadas, el dictador fue derrocado, y la gente avisada de no salir a la calle hasta que todo hubiera acabado; pero la gente salió, y en masa, a abrazar a los insurgentes. Durante un año, ejército y PC dirigieron el país, nacionalizaron banca y el grueso de empresas estratégicas. La gente vivió una época dorada de esperanza que, fundada o infundada, no podía durar. Todo acabo con una invasión norteamericana disfrazada de golpe de estado para restituir la democracia. Poco nos habían contado de esta historia.

Entre café y café, algún paseo por el pueblo y un intento de baño en las heladas aguas del lago Cochrane, se nos fueron los dos días sin darnos cuenta. Nos habíamos hecho buenos amigos en poco tiempo, pero el viaje debía continuar. Yo volvía hacia el norte, para desandar el camino Austral y cruzar al lado argentino hasta Bariloche; ella en cambio cruzaría por Chile Chico, mucho más al sur, hacia Argentina, para ir descendiendo hacia el sur y culminar en Ushuaia antes de las navidades. El viernes por la mañana caminamos hacia la salida de Cochrane, y esperamos de nuevo varias horas antes de que un coche nos recogiera; los poco transitados caminos de esta remota zona hacían arduo el viaje en autostop, pero no era problema en la buena compañía de aquella viajera total. Marcelo, el conductor que se apiadó de los dos pedigüeños, volvía a Coyhaique después de unos días trabajando en los equipos de comunicaciones por satélite de Cochrane. Era un tipo culto que leía tratados de Historia, y que en las 6 horas de viaje que siguieron me demostró tener más conocimientos del pasado de mi propio país que yo mismo. Inés se quedó en el cruce de caminos a Chile Chico, y allí me despedí de ella deseándole lo mejor. Marcelo y yo continuamos hacia el norte.

Durante el trayecto hablamos de tantas cosas que acabamos haciéndonos amigos, y cuando llegamos a Coyhaique me invitó a cenar con su familia. Su cuñado era hijo de españoles huidos de la posguerra, pero nunca había conocido el país de sus padres. Durante la cena volví a verme envuelto en una animada charla, en un ambiente amistoso y acogedor. Personas que me acababan de conocer me trataban como si de un amigo de toda la vida se tratase, y es que había que reconocer que los chilenos que me estaba encontrando por el camino tenían un corazón de oro.

Volví ya de noche a alojarme a la pensión de Cristina, la misma donde había estado unos días en mi camino hacia el sur; de nuevo viejos conocidos, de nuevo alegres de verme, acabé por fin agotado conversando hasta las tantas. Después de días en soledad, de repente había pasado cinco días en que no había parado ni un minuto, demasiado contraste para una mente que se había acostumbrado al silencio de las inmensidades patagónicas.
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