16/12/08

Miércoles 26 de Noviembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de La Vanguardia a Puyuhuapi: 103 km
Recorrido total: 1.849 km







La pelea con los mosquitos continuó por la mañana, pese a que en cualquier lugar civilizado éstos se hubieran ido a dormir con un sol como el que calentaba la hierba aquella mañana. De nuevo no pude detenerme en contemplaciones, ni en lavarme la cara en el arroyo si quiera. En unos minutos estaba listo para salir al camino y continuar la marcha. Poco duró el sol, y para cuando encontré una casita perdida con un cartel ofreciendo comidas, ya estaba de nuevo bajo un cielo que amenazaba lluvia. Entré en la casita a pedir desayuno, y a practicar mi español, que ya se me estaba olvidando de tanto rato conmigo mismo. La mujer que lo atendía también se veía feliz de recibir visita, algo que no debía de ser muy frecuente por allí. Al hablarle de lo fieros que habían andado los mosquitos desde la tarde anterior, me dijo que eso sólo podía significar una cosa: venía lluvia, y mucha. Con el estómago reconfortado pero con el ánimo entre amargo y resignado por el anuncio de diluvios, me marché para aprovechar lo que quedara de la efímera tregua que el clima me había dado. La temperatura ya había bajado bruscamente, y un fuerte viento en contra entró en escena.








Sin embargo, el magnífico paisaje seguía persuadiéndome de que todavía quedaban lugares en la Tierra donde la mano del Bicho no había hecho de las suyas. Aquellos bosques infinitos enroscados en montañas descomunales difícilmente podrían ser algún día devastados por el hambre incontenible de nuestra especie. Por cientos de kilómetros en todas direcciones no había ciudades, ni aldeas si quiera; sólo naturaleza en estado puro y completo, impenetrable y desafiante, que hacía sentirse al hombre que lo atravesaba pequeño e insignificante.








Por la tarde se agudizó el viento, ya helado, y por tramos el camino se hizo impracticable debido a las rodadas de los coches sobre un barro blando e incómodo. La vegetación enmarañada evidenciaba que allí llovía más si cabe que en otras regiones que hubiese recorrido en el viaje, y de cualquier pendiente de roca se descolgaba un sinfín de cascadas de agua cristalina. Pensaba acampar de nuevo, pero la espesura de las malezas lo imposibilitaba, y por decenas de kilómetros no dí con un huequito plano y despejado para pasar la noche. Acabé llegando a un precioso lago encerrado en el fondo de las paredes verticales de otra cordillera coronada de nieve. Durante una veintena de kilómetros recorrí la orilla del lago sin encontrar tampoco dónde acampar. El día se iba perdiendo y las frondas me impedían si quiera dar un paso fuera del camino o acercarme al agua del lago. Terminé de pasarlo casi de noche, y abriéndose por fin el paisaje, aunque ya tenía donde plantar la tienda, apareció el pueblito de Puyuhuapi en una ensenada del mar. Preferí, pues, buscar posada en el pueblo; y fue casi la providencia la que me guió, porque durante las siguientes 24 horas no paró ni un minuto de llover con fuerza.







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