16/12/08

Domingo 30, Lunes 1 y Martes 2 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, del santuario de San Estéban a Coyhaique: 37 km
Recorrido total: 2.101 km

Continuando por el valle del río me encontré varias cascadas más, próximas a la carretera y casi escondidas entre árboles. Poco después, la carretera se separó del río para subir una loma, y desde allí el paisaje cambió radicalmente. Tal vez la proximidad de Coyhaique, la ciudad más grande del entorno, se hacía notar en aquellas montañas peladas, desprotegidas de los vientos, y desprovistas de la belleza a la que estaba acostumbrado.








Aquella mañana noté que me faltaban las fuerzas. Desde que allá por marzo empezase a viajar, no me había alimentado de la forma más completa; en los tres meses de bicicleta por Asia experimenté la dieta única de las tres sopas picantes de tallarines al día; en los dos meses y medio por México habían sobrado las grasas y faltado las vitaminas y los minerales. Y por fin, en las soledades de Chile era rara la comida que no consistiera en un bocadillo de una pasta grasienta que llamaban paté. Subiendo las últimas cuestas antes de Coyhaique me di cuenta de que mi cuerpo tenía tantas carencias que no daba más de sí. Cuando a duras penas llegué a la ciudad, decidí quedarme un par de días para recuperarme y comer todo lo que me entrase en el estómago. Para ello busqué una pensioncita con derecho a cocina, y durante los siguientes días cociné carne, pasta y verduras como para tres personas, pero con un solo invitado a la mesa: yo mismo.









El centro de Coyhaique era pequeño y agradable, con una sombreada plaza de armas desde la que se disfrutaban las fabulosas vistas de unas montañas de aspecto marciano que la rodeaban no muy lejos. Por una calle peatonal y por la viva avenida repleta de comercios y cafeterías desfilaba un animado ambiente de gente dando la bienvenida al verano. Todo un lujo teniendo en cuenta los páramos desiertos que venía de recorrer. Después de tantos fríos y lluvias, para caminar a gusto por el centro tenía que vestirme de ropa corta y buscar el lado de la sombra.

Lo bueno de poder cocinar en la posada era que, además de comer más sano, daba para conocer al resto de inquilinos. La dueña era una chiquilla de 22 años que cargaba un bebé algo insoportable allá a donde iba para atender a los clientes. Cristina había corrido demasiado en la vida, y así había tenido que dejar sus estudios de odontología para atender al muchacho. Por fortuna tenía la pensión de sus padres, y con poco trabajo le sobraba para vivir. Durante los tres días que pasé allí tuve tiempo de hacer buena amistad con Cristina, un humor ingenioso y fresco que yo echaba ya en falta. También pasé buenos ratos con un matrimonio chileno que se alojaba allí por unos meses en la posada, mientras durasen las obras en las que él trabajaba. Javier era campechano, contador de chistes algo machista y siempre chisposo, que tendía a la fanfarronería como truco de humor, pero sin llegar a ofender: lo que los cubanos llaman un tipo jodedor. Cada noche se nos hicieron las tantas jugando al ping-pong de las paridas y los piques.

El lunes por la mañana aún llegó un circo en pleno a sumarse a la incipiente familia de la posada. Eran sólo siete, pero cundían como veinte, tanto en su circo, en el que se apañaban para hacer de todo, como en la casa, que nunca volvió a conocer el silencio. Yo salí a buscar una peluquería donde me quitasen el aspecto de vagabundo barbudo. Mientras me obraban el milagro comencé a charlar con una clienta que esperaba su turno. Mónica era profesora de lengua en un colegio de la ciudad, y llena de inquietudes y de una variada cultura humanista, fue sacando uno tras otro temas tan interesantes para conversar que, cuando me quise dar cuenta, llevábamos tres horas de plática en el reducido espacio de la peluquería. Ya era la hora de comer, así que aplazamos la conversación para después del almuerzo; hacía tiempo que no tenía un interlocutor tan ágil, y teníamos que retomar la charla con un café.

De ese modo nos volvimos a encontrar para pasar otras cuatro horas dando un buen repaso a nuestro abanico de ideas. Mónica se encontraba en una etapa delicada; sus cuatro hijos, ya crecidos, habían volado de casa. Su salud algo tocada se unía a su lúcida consciencia sobre el mundo imperfecto que la rodeaba para abocarla a un estado que rozaba la tristeza crónica. Yo compartía plenamente su escepticismo y su pesimismo sobre el valor de la especie humana, sobre los devenires y padeceres de nuestra Historia… pero yo, siendo consciente de lo poquita cosa que somos, y de lo poco a lo que podemos aspirar como género, soy en cambio muy optimista y feliz con respecto a mi propia vida y el pequeño mundo que me rodea. Mónica llevaba esa visión negativa del mundo al terreno personal, y acababa por apocarse. Era un privilegio para mí hablar con una de las personas más valiosas que había conocido últimamente, y sin embargo ella no se valoraba a sí misma como hubiera debido. Escuchándola hablar, conociendo sus ideas sobre las relaciones entre las personas, la psicología o la pedagogía, yo estaba seguro de que, pasados 20 años, sus afortunados alumnos no recordarían a ninguno de sus profesores con tanto cariño como a Doña Mónica.








De regreso a la pensión había crecido todavía más la familia. Una pareja de viajeros italianos cocinaba la inevitable pasta, y conversando con ellos completé mi ruptura con tantos días de voto de silencio. También ellos tenían una surtida variedad de puntos de vista en común conmigo, supongo que patrimonio compartido por quienes viajamos para tener una visión más cosmopolita de las cosas, una perspectiva más relativa y distante. Como yo, habían perdido la fe en este lío que entre todos habíamos montado, y llamábamos civilización occidental. Estábamos de acuerdo en que todo parecía a punto de reventar, y que no tenía mucho sentido esforzarse por levantar la vidita ideal y burguesa a la que casi todo el mundo aspira, cuando el próximo viento seguramente derribaría todo el castillo de naipes sobre el que se asentaba. Claro, que ellos me superaban por idealistas; creían que el necesario cambio de mentalidad global llegaría por sí solo; yo en cambio pienso que sólo las catástrofes, como la que sin duda nos aguardaba a la vuelta de la esquina, son capaces de obrar el cambio, despertándonos de una pesadilla con otra. O tal vez ni tan si quiera con el tortazo final sabríamos aprender la lección. La Humanidad no da para más, somos poco más que un montón de hormiguitas desorientadas.
Por ejemplo, frente a este engendro del crecimiento ilimitado y exponencial en que se basa el sistema que vivimos frenéticamente desde hace más de un siglo, y que antes o después nos llevará a una crisis energética que nos diezmará por hambre, ellos opinaban que era posible fomentar una nueva mentalidad del no consumo, de la sostenibilidad, del decrecimiento y el ahorro de recursos. Claro, tal vez en Europa, pensaba yo, se pueda convencer a una minoría de iluminados. Pero tras milenios de penurias, vaya usted ahora a convencer a los chinos e indios de que no consuman, justo cuando comienzan a saborear las mieles del consumismo. Y entre tanto, la bomba de relojería de la vida a crédito que con tanto esmero cultivábamos en Occidente, estaba a punto de mandarlo todo al carajo. Tiempos interesantes y duros los que estábamos por ver.
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