18/12/08

Viernes 5 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, del lago Carrera a la orilla del río Baker: 97 km
Recorrido total: 2.407 km








La carretera continuaba hacia el sur por la accidentada orilla del lago, llena de penínsulas, bahías, playas e islotes que lo dotaban de una belleza remarcable. A unos kilómetros pasé por Río Tranquilo, un encantador pueblito junto al agua, rodeado de cien kilómetros de vacío y naturaleza. El rincón en el que se enclavaba era una islita de frondosidad y de prados cubiertos de flores en medio de un paisaje que se hacía cada vez más seco y desprovisto de árboles. Y para mi sorpresa, multitud de turistas paseaban por las calles y playas. Apenas había visto unos pocos viajeros después de Pucón, hacía ya más de un mes, y había empezado a tener la sensación de que el Mundo se había acabado y en Chile no nos habíamos enterado. Normalmente, en cualquier rincón del Mundo y en cualquier época del año, los mochileros se dejan ver sin falta, inconfundibles a la legua. Pero ya desde que recorría México con Susana habíamos reparado en que casi estábamos solos allá donde íbamos; tal vez la crisis los había retenido en casa, aferrados a los trabajos que en condiciones mejores habrían cambiado por unos meses de aventura en libertad.









Entré en un hostal para desayunar como dios manda y distraerme un poco charlando con quien se dejase. La señora no daba abasto para atender a los viajeros hospedados y para prepararme el desayuno. Cuando amainó el temporal vino a conversar a la mesa. Sus rasgos eran puramente mapuches, y su mirada traslucía una serena sabiduría de siglos. Conocía bien la tierra en que había crecido. Había montado el hostal hacía 20 años, llenando el jardín de frutales que ahora producían para vender excedentes. Pero el clima había cambiado rápidamente, ya no se entendía lo que sucedía. Antes, me contaba, podía obtener hasta 6 kg de patatas de cada mata que plantara; hoy con suerte conseguía 1 kg. La explicación, para ella, era que antes llovía mucho más, y en invierno la nieve se acumulaba sobre la tierra y la preparaba para la agricultura. La escasa nieve de los inviernos actuales empobrecía año tras año la tierra. Incluso los glaciares de las montañas, que antes atraían a los turistas de todo el mundo, se habían derretido ya completamente. Javiera era una persona religiosa, y recordó un pasaje de la Biblia según el cual, en los últimos días del Mundo la tierra dejaría de producir y se volvería estéril. Pensé que siempre es fácil predecir que, al final, será el final. Pero no andaba desencaminada la señora.








Después de Río Tranquilo la orilla del lago se volvía más arisca, empinada y azotada por el viento y el sol que no encontraban obstáculo en los árboles. El bosque había desaparecido y la belleza indiscutible del paisaje consistía sólo en montañas imponentes y lechos de hielo desprovistos de selva, y sus reflejos en el inmenso lago de color acuarela.









Finalmente, el camino dejó atrás el lago y, ascendiendo por un collado, ganó el balcón de lagos más pequeños a los pies de ventisqueros de hielos perpetuos que brillaban cegadores bajo el sol. En uno de estos lagos me detuve para nadar y lavarme, aprovechando que la semana de buena temperatura lo había dejado apetecible.








Sufrí el lento pedaleo contra el viento por un firme insoportable de pedruscos, y por unas interminables horas avancé entre tierra seca rodeada de picos nevados. Cuando alcancé la vertiente descendiente de las aguas, me dejé caer por una cuesta que se cubrió de nuevo de verde, hasta allegar al siguiente valle. Entre altas montañas apareció un estrecho lago con una franja de tierra plana donde se asentaba Puerto Bertrand, otro pueblito minúsculo de calles desiertas con algún hotel para el verano, y un par de turistas despistados paseando en soledad.









El atardecer estaba a punto de sumergir en la sombra de los picos la orilla del pueblo, cuando aún le quedaban muchas horas de sol al día para deleitar al resto del paisaje. De un extremo del lago nacía el poderoso Baker, un río de aguas turquesa que se abría paso con estrépito. Seguí su cauce durante unos kilómetros hasta encontrar un recodo agradable donde acampar, y a unos metros del río puse mi casita de tela, para con la faena hecha dedicarme al silencio y a la contemplación. A aquellas latitudes, y en tales fechas, la claridad del cielo no se desvanecía completamente hasta pasada la medianoche, y vencido por el sueño me fui a dormir cuando aún parecía de día.
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