19/12/08

Domingo 7 de Diciembre de 2008

Recorrido: Carretera Austral, de Cochrane a orilla de un río sin nombre: 91 km
Recorrido total: 2.542 km







La agradable urbanidad de Cochrane, con sus calles pavimentadas y sus casitas sencillas, no era más que un espejismo en una infinitud desierta; los habitantes del pueblo se consideraban a sí mismo pioneros, en el sentido de que tal vez habían sido sus abuelos los que habían llegado por primera vez al valle, moviendo a duras penas sus carretas por los pedregales casi ignotos que aún no soñaban con un camino que los conectara con el mundo. Viniendo desde el norte parecía que ningún lugar pudiera estar más olvidado de los tiempos que Cochrane; y para continuar al sur tenía un camino infame de 130 kilómetros para desesperarse, y sin un alma que los habitase. Nada que un buen trabajo de mentalización previo no pueda superar, y en eso había estado los últimos días. Madrugué bien para recoger a tiempo y comprar provisiones en la tienda nada más que abrieran, y después busqué la salida hacia el sur. Un decidido viento de cara anunciaba dificultades, pero al menos hacía más difícil el aterrizaje a los tediosos tábanos, auténticos guardianes de la pureza de la Patagonia. Los pocos huasos a caballo, versión chilena del gaucho argentino, que me cruzaba por el camino, daban fe del infierno que son estos bichos tapados de arriba abajo a excepción de los ojos, de los que sin pausa tenían que espantárselos.











En seguida llegó el primer lago del día, otra extensa masa de agua cristalina que ya no reflejaba grandes cordilleras. El relieve se había ido suavizando poco a poco, y a estas alturas sólo quedaban aislados ventisqueros en la lejanía, y lomas más bien redondeadas y cubiertas por los esqueletos de aquellos bosques que los pioneros quemaran allá por los años 30. Algunos tramos olvidados por estos bárbaros mostraban retazos del bosque increíble que alguna vez debió de cubrir todas estas tierras. Si ya tenía casi decidido no continuar más hacia el sur, hacia Ushuaia, el declive del atractivo del paisaje terminó por confirmar mis intenciones. Después de Caleta Tortel, regresaría en bus al norte de la carretera austral para recorrer algún otro tramo de Andes.







Después de unas decenas de kilómetros el paisaje recuperó algo de interés, con algunas moles de roca y hielo estrechando el desfiladero por el que pasaba el camino. La estrechez del paso tal vez lo había salvado de las quemas, al no poder ofrecer los extensos pastos que buscaban los pioneros. Algunos grandes ríos con el azul del deshielo sorprendían por su caudal; me llamó la atención uno de ellos, que según un letrero en el puente que lo cruzaba, era el Río Sin Nombre, como quien lo desprecia por insignificante; y no creo que en toda la península Ibérica haya un solo río con su caudal. Y es que lo magnífico de la carretera Austral era, sobre todo, la escala diferente con la que estaban hechas las cosas.








En todo el día a penas pasó media docena de coches por la carretera; uno de ellos paró a mi altura para charlar. Se trataba de un alemán aficionado al ciclismo que vivía hacía años en Santiago. Cada vez que tenía una semana de vacaciones recorría algún tramo de la carretera Austral, y así, tramo a tramo, pretendía completar el clásico hasta Ushuaia un año de estos. Justo regresaba de una más de estas etapas, y tenía un buen trecho de coche hasta Santiago. Cuando me preguntó si mi bicicleta estaba bien, o si necesitaba materiales de repuesto, le contesté convencido que todo estaba bien; justo cuando se marchó se me ocurrió mirar las ruedas de cerca: la trasera tenía tres radios rotos… y yo sin repuestos… y el alemán alejándose por el horizonte. Ahora sí que no había otra: desde Caleta Tortel, si es que conseguía llegar antes de que la rueda se convirtiese en un hierro inútil, no podía continuar hacia Villa O’Higgins, con cientos de kilómetros por delante sin un lugar civilizado donde arreglar los desperfectos.






Con mucha tarde por delante me rendí y busqué un recodo de un río para acampar. No había recorrido demasiada distancia, pero la desesperación del esfuerzo perdido contra la piedra suelta que no dejaba avanzar, y el ataque masivo de los tábanos, me retiraron de la competición.
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