7/9/08

Domingo 31 de Agosto de 2008

Cuando era niño me encantaba visitar con mi amigo David las chatarrerías que había alrededor de Teruel en busca de piezas con las que reparar nuestras bicicletas, o de tonterías varias con las que hacíamos inventos inútiles de todo tipo. Recuerdo una ocasión en que buscábamos una llanta, y el guardián de la chatarrería nos pilló in-fraganti. Creo que al principio me asusté, pero en unos minutos, aquel tipo ebrio con aspecto de vagabundo y un hálito del demonio nos estaba hablando tan tranquilo. No debía de recibir muchas visitas, y tal vez por eso se explayó con nosotros. Allí donde lo veíamos, cubierto de porquería hasta las orejas, con vedijas en lugar de cabellos, de joven había sido viajero y aventurero, había recorrido entre otros lugares el continente americano, y contaba historias de otros tiempos en los que una especie de esperanza en un inminente futuro casi mágico movía a miles de jóvenes del mundo, en una especie de hermandad que perdía la perspectiva y buceaba en lo esotérico, en las drogas indígenas, en las experiencias extrasensoriales. Según contaba, el lugar que más le había impactado y cambiado, de todos los que había visitado, era Palenque, un rinconcito casi salvaje de la selva mexicana donde no hacía mucho tiempo había sido descubierta la lápida de un antiguo rey maya que era representado manejando una nave espacial. Aquellos hombres volaban, nos decía mientras a duras penas conteníamos la respiración por el hedor que desprendía. Allí había probado las drogas indígenas, y había hecho sus viajes astrales. No sabría yo explicar cómo acabó viviendo entre la basura de un vertedero de Teruel. Tal vez aguardaba allí su revelación.

En su relato hablaba de árboles tan inmensos que no podía ver sus copas; de monos aulladores que se hacían dueños de la selva al amanecer. De ritos iniciáticos, de cascadas donde místicos de todo el mundo se bañaban entre espíritus de antiguos pueblos sabios.
Y allí nos encontrábamos al amanecer, por fin, caminando por la carretera que conducía a las ruinas, en la penumbra de esos árboles imponentes que tantas veces me había imaginado, sobrevolados por tucanes y mariposas desmesuradas. Por supuesto, jamás había dado ninguna relevancia al cuento místico de nuestro amigo el mendigo; pero había que reconocer que la atmósfera que se respiraba en el entorno de las ruinas era cuando menos interesante. Aún así, tal vez el turismo de masas había diluido definitivamente la magia de los años 60; los estudiosos no habían encontrado nada que se saliese del simbolismo clásico maya en la lápida del señor Pakal, echando por tierra la idea del astronauta que a tanta gente había atraído en peregrinación durante décadas. Seguíamos siendo vulgarmente corrientes en un mundo de piedras y barro. Pero la belleza permanecía inalterable.


Entre el escaso porcentaje descubierto, destacaban varios templos, como el soberbio Templo de las Inscripciones, una luminosa pirámide de líneas equilibradas y delicada estética culminada por un templo techado; allí descansaba la famosa lápida, aunque ya no se permitía ascender las empinadas escaleras para ver el prodigio. La selva seguía enseñoreada de la cara norte de la pirámide, y se ceñía por atrás anunciando unas montañas de brumosa belleza tropical que se encaramaban una tras otra hacia el interior.

Unos metros más al sur se levantaban los restos del gran palacio de los reyes de Palenque, con todo lujo de detalles aún en pie para poder situar a los personajes en su lugar. Era un extraño privilegio poder caminar por aquellas estancias exclusivas de la antigua estirpe desaparecida. Ver las losas de piedra elevadas sobre pilastras que hacían de camas reales; las ventanas con forma de T invertida que simbolizaban la complementariedad de lo vertical y lo horizontal, de la vida y la muerte como parte del todo y no como antagonistas. Por derrumbados pasillos se descubrían las letrinas, unas losas con un agujero que daba a un alcantarillado oculto bajo el suelo de piedra. Algunos relieves de estuco pobremente conservados permitían adivinar el aspecto de la familia que gobernó esta región. La deformación de cráneo a la que se sometían desde que eran a penas bebés, les confería de adultos un aspecto algo monstruoso, con el que seguramente se mostraban ante sus súbditos como una estirpe superior.


Los guías locales llevaban grupos de turistas occidentales a los que contaban una versión de la Historia que me parecía interesada y parcial. Por ejemplo culpaban a los españoles por las inscripciones que aparecían en el estuco de muchos muros del palacio. Se trataba de firmas en caracteres latinos de imprenta, que más podían pertenecer a alguien del siglo XIX o XX que a un español del siglo XVI, con sólo ver el tipo de letra. También era patente el hecho recurrente de referirse a los españoles como algo ajeno y lejano, como esos salvajes que vinieron, se lo llevaron todo y se marcharon; sin darse cuenta de que aquellos españoles a los que los sudamericanos actuales tachan de saqueadores y ladrones, se quedaron en esa tierra y allí siguen. Que se trata de sus ancestros; y no de los míos, que a lo largo de generaciones jamás salieron de su pueblo en las montañas de Guadalajara. Si hubo saqueadores fueron sus tatarabuelos y no los míos, y si hay alguien a quien culpar por los problemas de Hispanoamérica a día de hoy, es a los criollos de esos países, y no a los pobres nativos de la península ibérica, que ya tuvieron bastante con aguantar a sus propios reyes y dictadores en los siglos que siguieron a la independencia de las colonias de ultramar. Volviendo a Palenque, mucho menos sentido tenía mezclar a los españoles con los mayas, ya que cuando Colón llegó a estas costas, los mayas llevaban siglos desaparecidos, y sus ciudades abandonadas.

Pasado el palacio, un río sorprendentemente encauzado y enterrado bajo losas desaparecía antes de la plaza y reaparecía tras esta, cruzándola por debajo, tal cual lo habían dejado los mayas hace mil años. Siguiendo el cauce del río nos internamos unos cientos de metros montañas arriba en una selva vieja repleta de árboles monumentales, entre los cuales asomaban por todas partes las piedras de templos y viviendas mayas convertidos en meros montones de lajas naturalizadas por la vegetación. La mayor parte de la antigua ciudad seguía allí enterrada, guardando quién sabe qué tesoros. De vuelta a la zona excavada llegamos a otro grupo de templos, entre los que destacaba el pequeño pero hermoso templo del Sol, una pequeña pirámide coronada con unas espléndidas vistas del valle.


Mientras nos relajábamos sentados en lo alto de una de las pirámides, Susana escuchó una conversación entre unos chicos, y empezó a hablar con ellos. Gabriel, un chiapaneco de unos treinta y muchos, contaba la extendida historia de que los mayas venían de las estrellas, y por eso las adoraban; que llegaron de las Pléyades a crear un tiempo nuevo y a dejar un mensaje. Y que desaparecieron porque alcanzaron la perfección y pasaron a otra dimensión, un tipo de idea asiática tomada de bastante más allá de Yucatán. Según esta explicación, los muchos descendientes actuales de los mayas lo son de aquellos que entonces se encontraban en un estado espiritual más primitivo y no pudieron cruzar la puerta; me hubiera gustado saber qué opinan estos pueblos indígenas de esta explicación peregrina que los deja, digamos, un poco mal. El hecho es que sigue siendo un misterio por qué una civilización que construyó numerosas ciudades extensas y populosas, y alcanzó considerables logros arquitectónicos y un refinamiento cultural nada desdeñable, un buen día abandonó todo su legado a la selva y dejó como único rastro una colección de pueblos dispersos y atrasados. Una teoría más razonable y probable que la de Gabriel, sería que sencillamente vivían una vida insostenible, crecieron a lo tonto, y tal como nosotros hoy en día, acabaron por agotar los recursos naturales de los que vivían, viéndose obligados a abandonar la tierra quemada de sus ciudades para buscar alimento en lo que quedaba de selva virgen.


El calor nos había vencido de nuevo, y pasando casi por alto algunos otros edificios menos interesantes, salimos del recinto para volver en colectivo a por las mochilas, guardadas en la recepción de la posada de la noche anterior. Después de un almuerzo reparador nos cambiamos de cabaña, para estar más cerca del ambiente del Panchán, que bullía alrededor del Don Mucho’s. De nuevo una preciosa cabañita entre árboles y orquídeas; pero yo, que continuamente me reía del pavor que le tenía Susana a los bichos, y que andaba más o menos despreocupado por los senderitos, le tuve que dar la razón cuando nos topamos, cerca de la cabaña, con una serpiente roja y negra que bien podría haber sido la que llaman Coral, y cuya picadura envía al barrio de los mayas en un rato. A partir de ese momento anduve con más ojo por los oscuros caminitos del Panchán, a penas indicados por débiles lucecitas a un palmo del suelo que le daban un color de cuento de hadas, pero no permitían atisbar la abarrotada vida que lo poblaba.
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