8/9/08

Miércoles 3 de Septiembre de 2008

Imagino que aquellos castellanos que fundaron la ciudad de San Cristóbal en el siglo XVI no eran muy amigos del calor tropical de estas latitudes. Con sus ropajes y sayas no debían de ser muy felices en lugares de la costa donde ya en ropa corta cuesta respirar. Y tal vez por eso decidieron fundar la ciudad a 2.200 metros de altura, donde por el día no se pasaba calor, y las noches podían hacer agradable un fuego bajo.

Nosotros, por el contrario, al haber pasado tan rápido de un extremo climático al otro, teníamos un ánimo extrañamente afectado, casi tristón por las nubes grises que cubrían la ciudad, y la llovizna heladora que a cada rato nos regaba. La ciudad estaba construida en una amplia planicie rodeada de montañas muy verdes que hacían girones las nubes provenientes del mar para precipitarlas sobre los tejados castellanos de sus casas. La teja roja, las fachadas monumentales y los grandes ventanales enrejados demostraban que esta villa había sido desde su origen un lugar próspero de familias que seguramente vivieron como quisieron durante siglos. El cielo plomizo no conseguía desvanecer el colorido de sus exteriores, y por las aceras elevadas sobre los adoquines de piedra palpitaba una ciudad universitaria y joven, repleta de cafés elegantes, tiendas de artesanía, facultades y centros culturales, que se acomodaban en el interior de sus grandes patios porticados. Amplias plazas presididas por una iglesia y sombreadas por viejos árboles, servían de crisol a la vida cosmopolita de esta ciudad que mezclaba lo hispano, lo indígena, y lo internacional, en un espacio amistoso y relajado.


Como centro neurálgico y símbolo del levantamiento zapatista del año 94, conservaba múltiples referencias a su espíritu rebelde y revolucionario. Por todas partes abundaban los centros cívicos, las asociaciones estudiantiles y culturales, anunciando debates y actividades reivindicativas. Yo había conocido pocos lugares en los que se respirase un ambiente de mundo nuevo como éste. Y en el fondo era a buscar eso a lo que habíamos venido.


El pasado indígena se reivindicaba con fuerza, y por todas partes se veían referencias a su cultura ancestral, a sus lenguas y costumbres. En una tienda de artesanía hablamos con la dependienta, una chiquilla que se empezaba a formar en la cosmología maya. Nos explicó cómo los antiguos mayas, y aún hoy sus descendientes, calculaban con su calendario cuál era el Nahual o nombre sagrado de cada niño que llegaba al mundo, según su fecha de nacimiento. Era una especie de horóscopo que describía los caracteres de personalidad predominantes del individuo, y que la comunidad ocultaba a las demás comunidades para que no pudieran prever sus comportamientos en función del nahual. Casi como juego leímos la descripción de las características psicológicas relacionadas con el nuestro, y he de reconocer que describían bastante acertadamente nuestra manera de ser y de ver la vida.


El diluvio se apoderó de la ciudad durante toda la tarde. Yo preferí quedarme leyendo y escribiendo mientras Susana se recorría la ciudad una y otra vez en busca de los contactos zapatistas que había obtenido por internet. La intención era poder conocer más de cerca las comunidades zapatistas, tal vez visitar los Caracoles, las comunidades organizadas por los revolucionarios, y aprender algo de ellos. Pero la pobre volvió empapada por la lluvia, con gesto decepcionado y alicaído. No había encontrado ninguna de las asociaciones que buscaba; y para una que estaba donde esperaba, la chica que atendía al público no parecía dispuesta a facilitarle el contacto. De hecho no había mostrado ningún interés por la disposición de Susana a colaborar en Chiapas o desde España como fuese posible, tal y como deseaba. No iba a ser tan fácil como había pensado, y aunque no íbamos a tirar la toalla tan pronto, la mirada de Susana evidenciaba que poco a poco se le iba escapando de las manos su mito de juventud, que seguramente no era como ella esperaba. Los supuestos zapatistas de Agua Azul convertidos en meros bandoleros salteadores de caminos; la ausencia de predisposición ante sus buenas intenciones; incluso el hecho de que las pintadas y carteles del EZLN tuviesen el aspecto de no haber sido renovadas en años... Entre unos y otros estaban completando una pequeña decepción a la adolescente que soñó con la lucha libertaria de los indígenas mexicanos.


Por lo menos la ciudad era el lugar perfecto para pasear, y con la luz de las farolas salimos nada más que se marchó el aguacero. En los cafés animados de la calle Hidalgo se respiraba un ambiente estudiantil y bohemio, alternativo y comprometido. Pero no parecía quedar ni rastro del subcomandante Marcos y del movimiento indígena.
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