Lo primero de todo era comprar los billetes para Xpujil, nuestra siguiente parada y punto de acceso a las ruinas mayas de Calakmul. En la ventanilla de la terminal de autobuses nos habían dicho que la única ruta salía a la 1:30 del mediodía, un autobús de primera clase bastante caro. Habíamos preguntado a la gente del pueblo, y nos hablaban de otros buses de segunda clase, económicos y con horarios más amplios; pero si en la estación nos decían que no existían, ¿qué más podíamos hacer? Compramos los billetes rascando de nuevo la cartera con pena, no había más remedio. Pero a eso del mediodía ya sabíamos que haberlos de segunda, los había; una vez más nos habían engañado, esta vez en la terminal, para vendernos el de la compañía más cara. Yo estaba acostumbrado a este tipo de rateros a pie de calle; pero no a que en la propia estación, o en la autoridad del aeropuerto, como nos pasó en la Habana, me vendiesen gatos por liebre. Teníamos que acostumbrarnos a esto, pero a mí se me estaban agriando las ganas de seguir viajando por un país tan bananero.
Para aprovechar las horas de la mañana decidimos volver a la playa Paraíso, a despedirnos por unas semanas del mar. De nuevo la única manera de llegar era mediante un taxi, y de nuevo todos querían cobrar mucho más de lo que sabíamos que en realidad valía. Tras varios intentos taxista a taxista, por fin obtuvimos el precio correcto, aunque sabíamos que a la vuelta no tendríamos tanto poder de negociación. Me empezaban a tocar las narices estos mexicanos. Estaba viviendo el tipo de situaciones de las que Pako, un viajero que conocí en Laos, contaba acerca de su estancia en Vietnam, mientras yo le insistía que viajando en bicicleta jamás me había sucedido nada parecido.
Al menos la playa Paraíso no dejaba de hacer justicia a su nombre. Estaba casi desierta, aunque el amanecer quedaba lejos ya. Con las gafas de buceo nos sumergimos de nuevo en el habitual colorido en movimiento, dejando en la arena nuestra mochila, y sin quitarle ojo de vez en cuando por si había que correr para recuperarla. Una majestuosa manta-raya de una envergadura de más de un metro, y dos metros de longitud se desplazaba como un ave que volase bajo el agua. Una espeluznante barracuda de un par de metros pasó justo por debajo de nosotros; estos bichos tienen malas pulgas, y en el Caribe causan peores encuentros que los tiburones, que por lo visto son en realidad bastante pacíficos. No sé cómo me las apañé para distraer a Susana señalándole un banco de peces azules, de modo que no se percatara de la presencia del depredador. No le hablé de ello hasta que salimos a la arena de la playa, creo que le ahorré un buen susto.
Durante varias horas nuestro autobús recorrió unas llanuras inmensas pobladas de un bosque algo reseco, pero esplendoroso. Algunas plantaciones de caña de azúcar, papaya y banana, recortaban de vez en cuando la selva, sobre la que no sobresalía ni el más mínimo cerro. Poco a poco dejábamos la costa para adentrarnos en el interior de la península. Todavía no teníamos experiencia suficiente con el país, así que un cierto estado de ansiedad me evidenciaba que no las tenía yo todas conmigo sobre el hecho de dejar la zona turística y adentrarnos en un pueblo del México profundo perdido en una carreterilla. Menos aún de llegar al atardecer, que es cuando en los lugares conflictivos de Hispanoamérica comienzan a salir a la calle los que yo llamo Vampiros.
Pero aun era de día cuando llegamos a Xpujil, y no parecía que atrajésemos más miradas que la de un taxista que esperaba en la puerta de la estación. Mi primera impresión, que muchas veces es una buena guía, no me producía ninguna desconfianza. Esto me tranquilizó un poco, pero no quise que nos expusiéramos tan pronto, así que pregunté al taxista por algún alojamiento económico, y al ofrecerme llevarnos por unos pocos pesos, ni me lo pensé. Nos acercó a unas cabañas a la salida del pueblo, algo primarias y no muy limpias, pero enclavadas en un precioso jardín tropical que crecía sobre una loma elevada desde la que se divisaba el mar de selva que se perdía hacia el horizonte, entre flores y sonidos de aves, ranas y grillos. Una estupenda tormenta se acercaba, y la selva bullía de excitación.
Para aprovechar las horas de la mañana decidimos volver a la playa Paraíso, a despedirnos por unas semanas del mar. De nuevo la única manera de llegar era mediante un taxi, y de nuevo todos querían cobrar mucho más de lo que sabíamos que en realidad valía. Tras varios intentos taxista a taxista, por fin obtuvimos el precio correcto, aunque sabíamos que a la vuelta no tendríamos tanto poder de negociación. Me empezaban a tocar las narices estos mexicanos. Estaba viviendo el tipo de situaciones de las que Pako, un viajero que conocí en Laos, contaba acerca de su estancia en Vietnam, mientras yo le insistía que viajando en bicicleta jamás me había sucedido nada parecido.
Al menos la playa Paraíso no dejaba de hacer justicia a su nombre. Estaba casi desierta, aunque el amanecer quedaba lejos ya. Con las gafas de buceo nos sumergimos de nuevo en el habitual colorido en movimiento, dejando en la arena nuestra mochila, y sin quitarle ojo de vez en cuando por si había que correr para recuperarla. Una majestuosa manta-raya de una envergadura de más de un metro, y dos metros de longitud se desplazaba como un ave que volase bajo el agua. Una espeluznante barracuda de un par de metros pasó justo por debajo de nosotros; estos bichos tienen malas pulgas, y en el Caribe causan peores encuentros que los tiburones, que por lo visto son en realidad bastante pacíficos. No sé cómo me las apañé para distraer a Susana señalándole un banco de peces azules, de modo que no se percatara de la presencia del depredador. No le hablé de ello hasta que salimos a la arena de la playa, creo que le ahorré un buen susto.
Durante varias horas nuestro autobús recorrió unas llanuras inmensas pobladas de un bosque algo reseco, pero esplendoroso. Algunas plantaciones de caña de azúcar, papaya y banana, recortaban de vez en cuando la selva, sobre la que no sobresalía ni el más mínimo cerro. Poco a poco dejábamos la costa para adentrarnos en el interior de la península. Todavía no teníamos experiencia suficiente con el país, así que un cierto estado de ansiedad me evidenciaba que no las tenía yo todas conmigo sobre el hecho de dejar la zona turística y adentrarnos en un pueblo del México profundo perdido en una carreterilla. Menos aún de llegar al atardecer, que es cuando en los lugares conflictivos de Hispanoamérica comienzan a salir a la calle los que yo llamo Vampiros.
Pero aun era de día cuando llegamos a Xpujil, y no parecía que atrajésemos más miradas que la de un taxista que esperaba en la puerta de la estación. Mi primera impresión, que muchas veces es una buena guía, no me producía ninguna desconfianza. Esto me tranquilizó un poco, pero no quise que nos expusiéramos tan pronto, así que pregunté al taxista por algún alojamiento económico, y al ofrecerme llevarnos por unos pocos pesos, ni me lo pensé. Nos acercó a unas cabañas a la salida del pueblo, algo primarias y no muy limpias, pero enclavadas en un precioso jardín tropical que crecía sobre una loma elevada desde la que se divisaba el mar de selva que se perdía hacia el horizonte, entre flores y sonidos de aves, ranas y grillos. Una estupenda tormenta se acercaba, y la selva bullía de excitación.
Con las últimas luces de la tarde salimos a pasear por nuestro primer pueblito auténtico, y disfrutamos de un café en la cochambrosa terraza de un puestito callejero, bajo un techo de lata sobre el que la lluvia se estrellaba con estrépito. Un altavoz algo saturado cargaba el ambiente algo barroco con cumbias mexicanas, mientras los amigos bromeaban, y alguna mujer indígena recogía la ropa de su puesto en el mercado. Era aquél un pueblo agradable y tranquilo, con casitas sencillas de las que se construyen en un rato, muchas de ellas en madera y tejado de chapa pintadas de vivos colores.
Queríamos emplear el día siguiente en visitar Calakmul, la segunda ciudad maya en extensión e importancia, y un sorprendente enclave en medio de la segunda selva más extensa de la Tierra, a la que todavía no había llegado el turismo de masas. Por eso, la única manera de llegar consistía en tomar un taxi del pueblo. Y negociar un buen precio con el conductor, ya que las ruinas estaban a 120 km de Xpujil, y el precio de partida que nos pedían era excesivo. Sabiendo cómo se las gastaban las mafias de los taxistas, no podíamos ir a la parada de taxis a negociar, ya que ninguno estaría dispuesto a rebajar el precio por miedo a las represalias de los demás. Más bien paseamos por la calle principal, y cuando encontramos un taxista aislado del resto, parado frente a la farmacia, entramos con gesto fingidamente distraído a dejarnos querer. No tardó en ofrecernos transporte a Calakmul, a lo que respondí que, en efecto, queríamos ir, pero como sólo éramos dos y no había más viajeros en todo el pueblo, se nos hacía muy caro lo que nos habían pedido, y por eso pensábamos marcharnos sin ver las ruinas. El regateo tiene éxito si se disimula el interés por el producto, y de esta manera conseguimos rebajar el precio, de los 800 pesos oficiales que para todos los demás eran innegociables, a los 500 por los que nos llevaría Ezequiel. Acordamos encontrarnos a las 6:30 de la mañana, y nos volvimos a nuestra cabaña.
A mí el trópico me resulta ya un viejo conocido, aunque no por ello deja de gustarme y motivarme. Pero Susana estaba maravillada por los aromas, por el concierto de sonidos que ofrecía la noche viva tras el aguacero. La contrapartida fue la propia vida del gran bosque: dos ranas de buen tamaño habitaban nuestro cuarto de baño, y alguien que yo conozco se fue a dormir sin pasar por el susodicho.