7/9/08

Martes 2 de Septiembre de 2008





Durante toda la noche arreció una tormenta furiosa, que al amanecer se fue a otra parte para dejar un aire limpio y nítido, el río crecido, y una luminosidad anaranjada por el sol que se colaba entre las hojas mojadas de los árboles.


Había llegado la hora de dejar el Panchán y continuar viaje. De camino a San Cristóbal de las Casas teníamos una parada obligada, las cascadas de Agua Azul, lugar hermoso pero en medio de la nada. Hasta entonces no conocíamos más que algunos de los puntos turísticos y tranquilos del sureste del país, pero seguíamos siendo unos inexpertos en el rural mexicano; y más aún considerando que entrábamos en Chiapas, reducto de los zapatistas y escenario de un conflicto armado de baja intensidad, con múltiples intereses cruzados difíciles de identificar. También se hablaba de la peligrosidad de la carretera, que a menudo era asaltada por la noche. Yo no las tenía todas conmigo; hubiera preferido dejar nuestras mochilas en el Panchán, y hacer la visita a las cascadas como ida y vuelta en un día. Pero tampoco quería exagerar la situación, porque seguramente sólo hubiera conseguido asustar a Susana innecesariamente. Por eso no quise discutir mucho con ella sobre el tema, y acepté hacerlo como ella prefería, llevando con nosotros nuestras mochilas, para no tener que regresar a Palenque, y así continuar desde Agua Azul hasta San Cristóbal esa misma tarde.

Tomamos el colectivo que llevaba a Palenque, y desde allí el que partía hacia Ocosingo pasando por las cascadas. El camino tortuoso llevaba por unas bellísimas montañas laberínticas cubiertas de selva, aunque algo más dañada y recortada por la mano del hombre que la que viéramos en las cercanías de Calakmul. Poco antes de llegar al cruce del que salía la carreterita de 5 km hasta las cascadas, se subió un chaval indígena con aspecto de pandillero y muestras de haber tomado alguna droga. Esto ya me puso en guardia; pero cuando se apeó en el mismo cruce que nosotros, y se quedó a pocos metros mirándonos con su mirada de vampiro mientras recogíamos nuestras mochilas, terminé de bañarme en adrenalina. Llegó otro chaval a ofrecer llevarnos en su taxi. Según nos decía, en el camino a las cascadas había frecuentes asaltos, y era mejor que no fuésemos por nuestra cuenta. Entre esto y el pandillero, decidimos descartar la caminata y aceptar la oferta del taxista. No fue más tranquilizador subir al coche; en el asiento del copiloto dormitaba otro adolescente aún más drogado y perdido en el universo. El conductor pasó unos minutos que se me hicieron larguísimos hablándole en lengua indígena, supongo que pidiéndole que saliera del coche, mientras este se negaba. Por fin lo consiguió. Pero entonces acudió a sustituirle en el asiento delantero el pandillero que nos miraba con sus ojos de vampiro, como si conociera de toda la vida al conductor. Me temblaban las piernas, aunque trataba de mostrar calma y no perder los papeles. El coche se puso en marcha, y en seguida pasamos el primero de los dos controles, supuestamente zapatistas, en los que tuvimos que pagar 10 pesos cada uno. Al menos la presencia de más gente de cierta edad me tranquilizó, pero la situación seguía siendo extremadamente tensa. Me arrepentía de haber venido con todas mis pertenencias encima…

Al pasar el segundo control vimos en una pared un mural acerca de la “Otra campaña” zapatista, de la que habíamos oído hablar, y comentamos en voz alta algo positivo sobre el tema. En ese momento la actitud del chaval de aspecto pandillero cambió, y comenzó a hablar normalmente conmigo. Incluso nos recomendó dónde alojarnos en las cabañas de los alrededores de la cascada. De repente el susto se había quedado en nada, y aún con el tembleque en las piernas cogimos nuestras mochilas y caminamos hacia la entrada del parque. En un restaurantito dejamos los bultos para que nos los cuidaran, y tratando de relajarnos, comenzamos el recorrido por la orilla del río. Por más de 500 metros, una sucesión de escalones de roca de un centenar de metros de anchura rompía el cauce del río, que se precipitaba en unas cortinas blancas de agua enmarcadas en una selva espesa y vibrante. Con el mal cuerpo de la llegada, creo que ninguno de los dos tenía espíritu para disfrutar del espectáculo, y supongo que ambos andábamos pensando cómo saldríamos de allí, y si llegaríamos enteros a San Cristóbal.


Comimos en el restaurante en donde nos guardaban las mochilas. El camarero nos confirmó lo de los asaltos en el camino; pero decía que yendo en taxi hasta el cruce no teníamos qué temer, que la carretera principal era segura por el constante paso de coches. Pero los problemas no habían acabado. Los taxistas que esperaban a la salida del parque estaban empeñados en cobrarnos un precio que no era razonable por recorrer los 4 km hasta el cruce. Por un rato tratamos de que alguno de los conductores que salían del recinto nos llevaran; pero todos se negaban por miedo a las represalias violentas de los taxistas. Finalmente opté por la psicología. Me acerqué a un taxista recién llegado, y le hablé con abatimiento de cómo habíamos venido de lejos para conocer las comunidades zapatistas, y todo el mundo se empeñaba en engañarnos y amenazarnos. Intercambió unas palabras con el grueso de la mafia taxista, y en un momento nos estaba llevando al cruce por un precio algo más razonable.
Yo creo que en ninguno de mis viajes había vivido situaciones tan grotescas como estas que se sucedían en México, y de nuevo me estaba hartando.

Cuando nos subimos al colectivo que seguía a Ocosingo, pude por primera vez en unas horas respirar tranquilo. Ya me parecía incluso cómico ver las señales de tráfico cosidas a balazos. Me duró poco el alivio, porque de Ocosingo a San Cristóbal sufrimos el entrenamiento de un futuro piloto de pruebas que ensayaba las curvas y precipicios con una furgoneta algo cochambrosa. Al llegar a San Cristóbal sólo me faltó besar el suelo. Comprendía por fin lo que sentía Juan Pablo II al aterrizar del avión.

San Cristóbal nos recibía con el frío de su atardecer montañoso y la belleza clásica de su estética colonial. A más de 2.200 metros sobre el nivel del mar, en una hora habíamos pasado del sofoco tropical, a un fresco que imponía ropa larga y gorro de lana. Encontramos acomodo en una casona colonial con patio de columnas, adaptada a posada por una simpática familia que le daba un ambiente acogedor. Paseando por las seguras calles de la ciudad, repletas de familias y de grupos de estudiantes, olvidamos por fin los malos tragos del día… ¿Cuánto duraría la paz?
.
.
.
.