24/9/08

Viernes 12 de Septiembre de 2008





Los huesos se empezaban a resentir por dormir sobre las tablas. Por las noches refrescaba allá en Garrucha, y nuestro saco-sábana no era suficiente. Habíamos tenido que dormir con toda la ropa larga que teníamos para abrigarnos, y dentro del saco-sábana para separarnos un poco de la mugre y de los mosquitos. Pero con los días las pulgas habían tomado posesión de los recovecos de las sábanas y de la ropa, y unas armoniosas hileras de picotazos nos recorrían el cuerpo. Por otra parte seguíamos sin saber nada de la Junta, nadie nos asignaba una tarea, algo que hacer durante las horas allí. En fin, tocaba cambio de tercio. Por la mañana hablamos con Vigilancia para decirles que nos marchábamos. Nos despedimos de la gente, de Elísabeth; de los observadores alemanes que ya andaban desesperados por la indecisión de la Junta. Y bajo un brillante sol tropical salimos del caracol al camino para esperar alguna camioneta de regreso a Ocosingo.






Una hora después estábamos encima de un remolque abarrotado de gente, de pie, colgados de las barras del techo, y haciendo equilibrios en los baches para no tropezar con el codo del que se colgaba justo al lado, o con el trasero de los que estaban sentados sobre las barras del techo. Con las lluvias de los pasados días los lodazales habían crecido, y el carromato se las veía para no volcar embarrancado entre arenas movedizas. Vapuleados por los baches, me preguntaba qué clase de loco puede estar dispuesto a pagar la entrada al parque de atracciones después de una experiencia como aquélla.

Queríamos dormir en San Cristóbal, pero teníamos tiempo para hacer una excursión en Ocosingo. A unos pocos kilómetros se encontraban las ruinas de Toniná, la ciudad maya que fue rival y verdugo de Palenque, y cuyos guerreros sometieron a muchas de las ciudades estado mayas. Después de almorzar en el mercado de Ocosingo, tomamos el colectivo de Toniná, y casi a contrarreloj visitamos las ruinas. Dejamos las mochilas al cuidado de la billetería del parque, y tras una fugaz visita al museo, caminamos por la vereda que conducía a la antigua ciudad. En medio de un extenso valle de verde esplendoroso limitado a lo lejos por cumbres cubiertas de bosques, se alzaba una colina artificial, una pirámide escalonada que era la más alta del mundo antiguo mesoamericano. La antigua ciudad se había extendido alrededor de este centro de poder, y según íbamos ascendiendo nivel tras nivel, podíamos imaginar los núcleos de palapas que habían cubierto el fértil valle; 15 siglos después sólo era evidente la gran mole de piedra por la que nos encaramábamos. Los lados de cada una de las explanadas formadas por los sucesivos niveles se convertían en un laberinto de pasadizos y estancias; los antiguos linajes de guerreros mayas construían sus casas de piedra sobre la pirámide, haciendo de ella no sólo un centro ceremonial, sino una acrópolis en la que se vivía y se preparaban las guerras y los sacrificios. Comparado con el magnífico Palenque de palacios y templos, Toniná se antojaba más como un lugar concebido para la guerra; los bajorrelieves de estuco representaban prisioneros decapitados, seres del inframundo, cabezas cortadas, serpientes mitológicas... una estirpe sangrienta que debió de sembrar el terror en los pueblos de la época.






Uno de los niveles albergaba la entrada a un templo subterráneo, el templo del inframundo, en el que un oscuro y húmedo laberinto nos alejaba del calor exterior para sumergirnos bajo toneladas de piedra. Aquel pueblo que practicaba un culto semejante a la muerte y al sacrificio humano, había reservado un lugar especial para su particular representación del Hades, habitado por dioses demoníacos y deformes a los que ofrecían manjares de sangre.

Las plataformas escalonadas se hacían cada vez más pequeñas, y los palacetes más angostos, pero más exclusivos, posiblemente habitados por los linajes más poderosos. Podíamos reconocer camas de piedra, bancadas con unas envidiables vistas extendiéndose decenas de kilómetros por el valle hacia el horizonte montañoso, que con la tarde se iba cubriendo de tormentas y de cortinas de agua. Tras las estancias se intuían las cocinas, e incluso conducciones de agua a modo de pequeñas acequias. Seguramente el rey habitaba el último nivel, coronado por una empinada escalera que era arriesgado subir, y por la que tal vez rodasen los cuerpos inertes de los sacrificios rituales con los que este pueblo aterrorizaba a sus vecinos. Pedazos de bajorrelieves en estuco y pinturas murales daban testimonio de un culto negro, casi atroz, de un pueblo que se olvidó de cultivar la tierra para vivir a costa de someter a los demás mediante la guerra. No conformes con obtener buena parte de la producción agrícola de los pueblos vencidos, establecían levas por las que cada pueblo les entregaba a menudo personas que sacrificar a sus dioses.







Largo rato estuvimos sentados sobre la cumbre de la pirámide, asomados a la espectacular vista del valle que debió de hacer sentirse poderosos a los antiguos dueños de Toniná. Viendo los rostros nobles y afables de sus actuales descendientes, resultaba difícil imaginar cómo sus antepasados habían llegado a tales refinamientos.

Regresamos a Ocosingo, que no ofrecía mucho más al visitante a parte de Toniná; y desde allí tomamos el colectivo a San Cristóbal. Llegamos de noche a esta ciudad ya familiar, y buscamos una pensión diferente para no tener la sensación de llevar allí la eternidad que habíamos pasado en la ciudad.

Estiramos las piernas por las animadas calles de la ciudad. Ya estaba engalanada y lista para celebrar el aniversario de la independencia de México, y el centro rebosaba de paseantes. En un apartado portal de una calle poco transitada un niño lloraba amargamente. Era el típico vendedor ambulante de chicles y caramelos. Susana le preguntó si estaba bien; había perdido su dinero, 150 pesos decía. Vendiendo paquetes de chicles a 50 céntimos, desde luego que había perdido una fortuna. Era un caso entre millones. Ayudando a uno entre miles no se arregla el mundo; dar limosna es discriminar al que no la recibe; pero consiguió ablandar el corazón de Susana, que le dio 100 pesos sin que yo viniese a aguar la fiesta con mis argumentos. Después de todo, con 7 euros tampoco se hace mucho en nuestra casa.
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