3/9/08

Miércoles 27 de Agosto de 2008

Habíamos planeado aprovechar el día haciendo varias visitas por los alrededores de Tulum: Muxil y Cobá, dos yacimientos arqueológicos mayas que parecían interesantes. Y acabar bañándonos en un cenote, una de esas piscinas naturales de origen kárstico que se forman cuando una gran bóveda subterránea se colapsa y deja, por debajo del nivel del planísimo suelo del Yucatán, un hueco por el que afloran aguas cristalinas.

Pero la mañana se torció de manera inesperada. Cuando Susana buscó su bolso, escondido entre la ropa de su mochila, para coger algo de dinero, descubrió que no estaba. Alguien había entrado, sin duda durante el tiempo que pasamos en Punta Alen, y se lo había llevado con unos 150 euros y su pasaporte, dejando todo tan ordenado que al llegar la tarde anterior no habíamos notado nada. Debió de ser una acción rápida, porque si el ladrón hubiese mirado en los escondites de mi mochila se hubiera podido llevar el doble de dinero y algún aparatillo de valor. Tenía que haber sido alguno de los viajeros de la pensión; especialmente sospechamos de unos norteamericanos de aspecto desarrapado cuya única actividad era tirarse en la hamaca del patio durante todo el día, y que casualmente se marchó al mediodía. Pero llegados a este punto era difícil probar o buscar, y nuestra única opción era decir adiós a los euros, y denunciar en la policía la desaparición del pasaporte, para poder seguir viajando sin ser detenidos por indocumentados. Lo cierto es que era la primera vez que me sucedía algo así en todos mis viajes, y me dolía que tuviera que ser justo en el primero que hacía, en muchos años, en buena compañía. Yo sabía que la posibilidad de que la endeble cerradura fuese forzada estaba ahí, y por ello siempre oculto cuanto puedo mi dinero dentro de la mochila, dentro tal vez de un calcetín sucio, que meto en la bolsa de la ropa, al fondo de la mochila… Pero no esperaba que nos pudieran robar en un lugar como aquel, con nuestra cabaña a la vista de todo el mundo.

De este modo se nos fue toda la mañana, con un mal cuerpo considerable, recorriendo las oficinas de policía del pueblo. Primero nos enviaron a la policía federal, a las afueras del pueblo. Y de allí al ministerio público, vuelta al centro. Cada cual cumplía su papel, ponía cara de circunstancias y anotaba lo que decíamos; pero por supuesto no pensaban si quiera acercarse por la posada a hacer un par de preguntas. En la oficina del ministerio público aguardamos más de dos horas nuestro turno. Un comisario sin una pizca de mezcla indígena tomaba nota de las denuncias que llegaban. Robos en casas particulares; una mujer agredida por su expareja; una señora que debía dinero a otra, y pedía que el plazo de devolución fuese ampliado, ya que el dinero con el que pensaba pagar se lo acababa de robar su propio marido… Historias cotidianas en un país complicado.


Con un cierto aire de superioridad, un paternalismo del que hacen gala las clases altas hispanoamericanas cuando tratan con el pueblo llano, y una sonrisa sarcástica, aquel tipo engominado que tomaba notas en su ordenador era el vivo reflejo del tipo de gobierno, o más bien de desgobierno, que padecen los pueblos de este lado del mundo, tan acostumbrados a tener que arreglárselas solos. Nadie iba a mover un dedo para detener a los que habían robado todas sus pertenencias a una pareja de aspecto abatido, o para buscar a quien nos había robado en la habitación; ni para proteger a aquella mujer ya madura que no tenía quién la defendiera de su exmarido. Las autoridades, en un país como éste, no están para ayudar a la gente, sino más bien para aprovecharse de ella con corruptelas y chantajes. La justicia sólo está al alcance del que puede pagar (y mucho) por ella. Es la ley de la selva, y el que quiere justicia no tiene más remedio que tomarla por su propia mano. La vida en estos países adquiere así un cariz de violencia generalizada, y el ciclo se hace más y más profundo en cada pasada, sumergiendo la espiral hacia el mismo infierno en que se vive ya hoy.
Saltaba a la vista que el Estado aquí no era más que una versión despótica y ridícula de los ya decepcionantes Estados europeos. A veces me resulta positivo vivir estas situaciones cuando viajo, para apreciar mejor cuánto de bueno tiene nuestro muchas veces menospreciado paisito, contra el que tanta rabia solemos gastar. Rabia justificada, pero seguramente exagerada, viendo las habas que cuecen por ahí.

Cuando por fin recibimos la copia de nuestra denuncia, con la cual Susana podría seguir viajando hasta que pasásemos por alguna ciudad con un consulado español donde solicitar un pasaporte nuevo, volvimos a la pensión a comer algo y descansar. No nos quedaban ganas de nada, tan sólo de dormitar un poco y olvidar el mal trago. Pero le quedaban muchas horas al día, y después de un rato pensamos que sería bueno relajarnos en un cenote próximo. Entre unas cosas y otras, el viaje estaba resultando más accidentado de lo acostumbrado; y aún teníamos que pugnar con los taxistas para que nos llevasen sin timarnos hasta el cenote, a unos 7 km de nuestra posada. Me estaban hartando ya…








Las penas se nos fueron nadando en las transparentes aguas azuladas del Gran Cenote, buceando entre peces plateados que entraban y salían de las oscuras simas que continuaban hacia el inframundo. Una luz espectral inundaba el agua, más luminosa que el aire dentro de las grutas, dándole un aspecto misterioso y extraño. Algunos grandes árboles creciendo dentro y fuera de la poza completaban una postal que ya debía deslumbrar a los antiguos mayas, que obtenían de los cenotes el agua fresca y potable tan escasa en esta región carente de ríos. Cuando se fueron los últimos bañistas, una tortuga de unos 40 centímetros de longitud salió a nadar desde la profundidad de la sima. Aquél era un lugar mágico.









No teníamos transporte de vuelta, así que comenzamos a caminar por la carretera. Al poco alcanzamos a una familia mexicana que se había estado bañando cerca de nosotros, y que hacía autoestop en la cuneta. Un camión de grava vacío nos recogió, y disfrutamos de la ventisca amontonados en el remolque, y agarrados como podíamos, esperando que el camión no encontrara a su paso un bache que nos mandase a todos por los aires.


Cenamos con nuestros amigos italianos, y con una viajera suiza que se les había sumado, y que dio pie a una conversación algo manida ya, pero que no deja de resultarme interesante por cuanto es muestra de la cantidad de gente que va tomando conciencia sobre un tema peliagudo. Parecía que en un país rico como Suiza, la gente no podía ser menos que feliz, y sin embargo tenía algunas de las tasas más altas de suicidios, y una especie de encabronamiento general que provenía de la soledad gris del individualismo mal entendido. La cultura occidental era de las pocas que llevaba siglos imponiendo la idea de que cuanto más se tiene, mayor es la felicidad. Y comenzaba a ser evidente que la visión oriental e indigenista de que es más feliz el que menos necesita, y no el que más tiene, tenía la clave acertada. Que en el individualismo el ser Humano está fuera de su elemento, que es en realidad la comunidad bien articulada. Occidente ha construido toda su civilización entorno a esta idea tan simple y destructiva del crecimiento ilimitado de la posesión y de la riqueza, agotando recursos y condenando al resto de los pueblos al sufrimiento y la miseria. Un modelo de vida que se nos fue de madre hace mucho. Y todo para, a comienzos del siglo naciente, darnos cuenta de que así no vamos a ningún lado, que nuestra cultura está entrando en crisis, en un declive del que no saldremos sin un cambio de paradigma.
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