24/9/08

Lunes 15 de septiembre de 2008

La música que escuchaba el conductor; una alarma insistente y estridente que saltaba cada pocos segundos para indicarle al conductor que algo fallaba en el autobús. Dos mujeres indígenas hablando a voces y riéndose sin contemplaciones durante toda la noche. Curvas cerradas que tomábamos a toda velocidad y que nos despertaban sobresaltándonos, como si fuésemos a salirnos de la carretera. Los baches, el barrizal en que a menudo se convertía la carretera sin asfalto y que nos bamboleaba de lado a lado. El frío helador del aire acondicionado, innecesario en un clima que más bien imponía el uso de una calefacción… entre todo parecía que se habían puesto de acuerdo para darnos una noche de infierno. Por si fuera poco, innumerables controles del ejército alargaron el trayecto; subía un soldado fusil en mano a revisar el pasaje, mientras sus compañeros registraban los equipajes del portamaletas. Llegamos por fin a Oaxaca a las 6 de la madrugada, aún de noche, agotados, sin haber pegado ojo. Y yo, además, con los dientes castañeteando por el frío que me había calado hasta los huesos.

No era una hora recomendable para salir a la calle a buscar posada, así que tomamos un taxi al centro. Poca gente se había puesto en marcha, y sin querer exponernos nos quedamos un rato esperando en una posada, que descartamos por el precio, pero que era mejor cobijo momentáneo que las solitarias calles de una ciudad desconocida. Cuando se fue desperezando el sol y la gente, salimos a caminar y a buscar con más calma, hasta encontrar un lugar acorde en roña y precio. Era aquél un lugar con auténtico sabor mexicano, con habitaciones que daban a un corredor donde los huéspedes se asomaban sin camiseta, escuchando con gesto indiferente las cumbias que sonaban desde el barecito de la terraza.







Estábamos cansados, pero paseado a la caza de la posada habíamos intuido una ciudad preciosa, así que después de la ducha salimos a recorrerla. Pronto nos topamos con la espectacular iglesia de Santo Domingo, un despliegue barroco de oro y luz que nos retuvo durante un buen rato de asombro. Plazuelas y callejas de época, rincones con encanto, y una estructura colonial en cuadrícula algo deformada por la inclinación del terreno, proporcionaban pequeñas sorpresas rompiendo la geometría, patios y escalinatas, balconadas y puentitos sobre alguna torrentera; fuentes, bancadas… un estilo colorido que mezclaba el porte señorial con la frescura indiana, y que a veces llevaba a Andalucía en el recuerdo en sus grandes ventanales enrejados, en sus patios interiores con columnas repletas de macetas y flores. Por algo fue fundada como Antequera, para pasar a llamarse Oaxaca después de la independencia.







Recobrando fuerzas con un café en un localito del centro, escuchamos a un grupo de amigos, aspirantes a intelectuales, que prestaban atención a las historias que contaba uno de ellos, recién regresado de Europa tras vivir allí unos años. Según él, en Europa, todo lo que no estaba prohibido estaba obligado, y el espacio a la creatividad era tan reducido, que cualquier artista mexicano que se perdiese por allí podría llegar lejos a poco talento que demostrase. Para mí siempre es interesante descubrir los defectos del país del que se viene cotilleando anónimamente las valoraciones del extranjero que nos conoce con su propia perspectiva.







Después de cenar en los puestitos del mercado nos acercamos a la plaza del Zócalo, donde se iba congregando la gente para festejar la noche del grito, el momento en que comenzó la lucha por la emancipación mexicana. Las autoridades de la ciudad y el Estado se asomaban a los balcones de los edificios oficiales; y la gente de dinero, que es casi lo mismo, a los de los cafés más exclusivos de los pisos elevados del Zócalo. Llamaba la atención corroborar la división social de México entre pobres y poderosos, que sería igual que en cualquier otro lugar del mundo si no fuese porque allí se fundamentaba descaradamente en el color de la piel. En los balcones, los blancos, los criollos que seguían teniéndolo todo a pesar de luchas, revoluciones y mil peripecias de la Historia. Abajo, en la calle y soportando la llovizna, los mestizos e indígenas, coloreados por el fervor patriótico a su bandera. Era para mí difícil de comprender cómo aquel pueblo del color de la tierra se enfervorecía de patriotismo por un Estado que seguía dominado sin fisuras por la minoría blanca que en dos siglos de independencia no había hecho nada por ellos. La independencia no había sido más que una merienda de negros por la que los criollos habían hecho, en lo sucesivo, lo que les había venido en gana. Cómo se reirían desde los balcones aquellos tipos engominados y enfundados en trajes de marcas europeas…Después de unos histéricos “vivas” a todo lo que se le ocurrió al señor Gobernador, llegó una deslucida traca y una mojarrina de nieve de spray. Una orquestilla animó una diluida fiesta, minetras pensaba yo que no estaría de más enviarles para el próximo año una delegación de las peñas de Teruel para que les enseñasen lo que es una Fiesta. Me habían decepcionado estos mexicanos con sus fiestas patrias. De todos modos, se empezaban a ver grupos de jóvenes borrachos con miradas de vampiro, así que sin ganas de arriesgarnos por tan poco, nos retiramos a penas comenzó la música.
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