8/9/08

Jueves 4 de Septiembre de 2008





Por la mañana teníamos un mejor ánimo para seguir intentando contactar con las organizaciones zapatistas de la ciudad. Volvimos a recorrer las pintorescas calles de San Cristóbal en dirección a la iglesia de Santo Domingo, donde los indígenas traían sus artesanías para vender, principalmente, a los turistas. A la sombra de los árboles de la plaza se alineaba una multitud de puestitos de telas, tallas en piedra y en madera, encajes de hilo, máscaras rituales, abalorios y colgantes. Las mujeres indígenas se acicalaban el pelo unas a otras mientras el escaso turismo de la temporada baja ojeaba los productos sin demasiado interés por comprar. Susana se fue a buscar por las calles adyacentes la última de las organizaciones de apoyo zapatista de las que había oído hablar. No la quise acompañar, en realidad las expectativas eran de ella; yo seguí con interés a los zapatistas en sus primeros años, pero cuando el paso de los lustros demostró que habían conseguido poco más que armar ruido, y que el movimiento había quedado convertido en algo más folklórico que político, perdí mi interés sobre el tema. Sin duda había mucho por lo que luchar, pero el tipo de lucha de los zapatistas los condenaba al ostracismo, a ser ninguneados y arrinconados por los poderes totalitarios del Estado al que no pretendían derrocar. Me parecía que, sin tomar el poder, a poco podían aspirar más que a ser exterminados, y a padecer las mentiras de los medios de desinformación.


Curioseando por los puestos del mercado, presidido por la fachada churrigueresca de la iglesia de Santo Domingo, pasé el rato de espera. De nuevo regresó Susana algo desilusionada; ante su interés no recibió más que una mirada de extraterrestre, y un “venga usted el lunes”, al taller semanal en el que preparaban a los observadores internacionales que después subían a las comunidades zapatistas durante unas semanas. Parecía que sólo de este modo podían recibir a Susana. Como había mucho que hacer y ver en los alrededores de San Cristóbal, pensamos que bien podíamos planear nuestras visitas para estar el lunes a tiempo de acudir al taller, aunque probablemente no nos abriera la puerta que buscaba Susana.


Seguimos paseando las bulliciosas, limpias y encantadoras calles de la ciudad. Tomando un café en un local del centro, hice un comentario sobre lo flojo que estaba mi expreso, sin querer ser oído por el camarero. Pero Juan Pablo, que así se llamaba, me había oído, y no paró de insistir con toda amabilidad en cambiarme el café por otro más consistente hasta que apareció con él en la mano. Desde luego me dejó sorprendido, pues un comportamiento así en España se me hace ciencia ficción. Juan Pablo era un joven norteño que viajaba al modo que podía, cambiando de lugar de residencia cada pocos meses, y buscando trabajo allí donde encontraba un recodo amable en el camino.

Otro punto de interés podía haber sido la Universidad de Derecho. Esperábamos encontrar asociaciones y activistas, convocatorias y conferencias que nos fuesen introduciendo en el mundillo rebelde. Pero precisamente la rebeldía nos cerró las puertas. La facultad estaba cerrada a cal y canto, tomada por un grupo de estudiantes en huelga por la corrupción de los órganos administrativos. Continuamos el paseo más allá de las afueras, en busca de la facultad de lenguas, que era tal vez otro lugar con posibilidades. Pasando junto a uno de los barrios míseros de la ciudad, curiosamente adornado por una bandera gigante de México ondeando en la cima del cerro sobre el que se apiñaban las casuchas de chapa, se salía al verde campo que rodeaba un aislado edificio, la facultad de lenguas. Ni asociaciones, ni convocatorias en los tablones… la cafetería no era más que una chabola de tablas y chapa en medio del descampado, otra desilusión para mi sufriente compañera de viaje, que imaginaba la universidad mexicana como un vivero de ideas y un nido de rebeldes. Preguntando a unos estudiantes que tomaban el sol en el patio, conocimos a Gerardo, un chaval extrovertido que llevaba poco tiempo en la ciudad y parecía tener más ganas de conocer gente que nosotros mismos. Nos propuso salir a tomar algo por la noche, así que quedamos para vernos en la plaza de la catedral.

Había mucho de lo que reflexionar. Tras un par de semanas en el país ya teníamos unas cuantas primeras impresiones que poner en común. Susana estaba muy decepcionada por lo que habíamos vivido en Agua Azul, por haber sido engañados en nuestra propia lengua, y aún más por haberlo sido por los indígenas de su corazón, por los que ella bien hubiese arriesgado la vida una década atrás, en tiempos del levantamiento zapatista. Su idealismo de adolescencia, enquistado y parado en el tiempo, se daba de bruces con el suelo de la realidad. Ya la había tratado de avisar de todo esto antes de comenzar el viaje, pero sin insistir en ello; parecía mejor idea dejar que lo descubriese por sí sola. El mundo está hecho polvo, podrido y deshauciado. Pertenecemos a una especie mediocre, incapaz de la belleza. E incluso los intentos más hermosos acaban arruinados y pervertidos por la mediocridad que nos caracteriza. Lo sé, soy un pesimista terminal.

Para matar las penas volvimos paseando hacia Santo Domingo. En la plaza, un grupo de jóvenes y no tan jóvenes provenientes de varios países, cantaban con una guitarra y bebían cerveza. De pronto estábamos charlando alrededor de un banquito, al más puro estilo del botellón de Malasaña.


Susana se sorprendía por cómo los indígenas vivían al margen de la vida social y económica de la ciudad. No estaban en absoluto integrados en su propia tierra ancestral, y su presencia en las calles no distaba en el fondo de la de cualquier mendigo. Los comercios, los trabajadores, los dependientes de los establecimientos; los dueños de las casas, los ciudadanos de San Cristóbal, eran en su totalidad blancos, si acaso mestizos sin resto de herencia cultural indígena. Los indígenas se sentaban en las aceras ofreciendo colgantes, o colocaban puestos callejeros vendiendo artesanía. Existían dos Méxicos, que parecían verse y no tocarse. Y el México bueno, era para los blancos.

Despedimos la llovizna de la noche tomando una cerveza con Gerardo. Era un chaval alegre y lenguaraz, que nos contaba detalles de la vida en su Guanajuato natal, historias de su cotidianeidad, inquietudes y reflexiones. Con un fondo de reggae dejamos que se nos hiciera tarde, aunque no tanto como para que tener que volver a la apartada posada por las calles desiertas de la madrugada.


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