17/9/08

Martes 9 de Septiembre de 2008

El trayecto hasta el caracol de la Garrucha se nos hizo bastante largo. Empezó con dos horas en colectivo por la miríada de cuestas y curvas entre montañas que nos llevó a Ocosingo. Allí tuvimos que esperar más de una hora hasta que se puso en marcha una destartalada camioneta con remolque que era el único transporte a Garrucha. Yo estaba habituado a estos transportes precarios, pero para Susana era algo novedoso, allí atrás, agarrados a las barras para no saltar por los aires en cada bache. En España, alquien que tratase de transportar ganado en un carromato como aquél recibiría una fuerte multa por maltrato de animales. En paises como México, era el único modo de llegar a la mayoría de los pueblos de interior. El camino de tierra se convertía contínuamente en lodazales en los que a duras penas la pericia del conductor evitaba que nos quedásemos varados. Una tormenta proveniente del verde deslumbrante de las montañas nos alcanzó en pocos minutos, y el conductor paró el vehículo para colocar una lona sobre las barras descubiertas del techo, y evitar que pasajeros y bultos acabasen empapados.









Finalmente llegamos a la Garrucha, un valle verde entre montañas de selva. El Caracol no era un poblado en sí, sino más bien un lugar que acogía actos y reuniones de una cincuentena de comunidades zapatistas dispersas por la región. Alrededor de una explanada central se situaban los diferentes edificios de madera: la Junta de Buen Gobierno, el Consejo de Justicia, la Vigilancia; algunas tienditas, la escuela, la clínica, la iglesia, o los barracones donde pasaban la noche los representantes venidos de lugares distantes... Mientras arreciaba una imponente tormenta tropical, fuimos recibidos por los responsables de Vigilancia. En una corta entrevista nos preguntaron a qué veníamos, con qué propósito. La idea era conocer su manera de organizarse, y estando allí echar una mano en lo que fuera posible. Pasado este trámite nos indicaron dónde podíamos alojarnos, una nave con unos bancos de madera como todo mobiliario, en los que podíamos dormir para separarnos del suelo embarrado e inundado por la tormenta. Justo encima de nosotros, en el segundo piso techado y sin paredes a modo de palapa, tenía lugar una asamblea de los representantes de las comunidades del caracol. Con todo respeto y sin aspavientos, hablaban unos y otros como amigos, y tomaban las decisiones por unanimidad, requiriendo para ello un ejercicio de diálogo y concesión. Cada representante era elegido democráticamente por su comunidad para hacer de portavoz y defender en la asamblea lo que cada una hubiese acordado. También la Junta de Buen Gobierno, el órgano central que administraba los recursos colectivos y mediaba en los conflictos, tenía carácter democrático; los cargos no podían renovarse después de tres años, para evitar el acomodamiento en el poder, y podían ser revocados en cualquier momento si cometían una falta o perdían la confianza de las comunidades. De los 24 miembros de la junta, cada vez se podían encontrar 8 de ellos, que se iban rotando en turnos de 15 días. Era la manera tradicional de organización indígena, y sin duda no había yo conocido nada más democrático.















Después de la segunda entrevista, esta vez con la Junta de Buen Gobierno, nos acomodamos en la sala que nos habían cedido. Nuestra única compañía era la de Elisabeth, una mexicana del DF que llevaba unos días en el caracol ayudando en la construcción de la clínica. La tormenta seguía arreciando, y con una escoba hicimos turnos los tres para achicar el agua que inundaba el suelo de la sala, mientras la noche se hacía con el valle. Había luz eléctrica, pero para evitar que los mosquitos del dengue y la malaria entrasen a hacer de las suyas, no utilizamos otra luz que la de las velas.

Para entrar en calor tomamos un café en uno de los barecitos, detrás de la escuela. Las paredes estaban cubiertas de pintadas zapatistas, como muchas de las cabañas del caracol. El dinero recaudado en el bar iba a sufragar el EZLN, que desde el punto de vista de las comunidades locales era el padrecito protector que venía cuando se le necesitaba, si el ejército o los paramilitares entraban en las comunidades a hacer sus tropelías. En condiciones normales, la actividad armada había cesado años atrás.

No era fácil entablar conversación con los indígenas. Más que tímidos eran herméticos. Era fácil comprender su desconfianza dada la situación de hostigamiento y las frecuentes matanzas de los paramilitares. Y poco variaría en los días siguientes esta incomunicación. Sólo Elisabeth parecía dispuesta a darnos detalles sobre la vida en el caracol, y la mayoría de los aspectos que entendimos durante nuestra estancia allí se los debimos a ella.

Por la noche paró la lluvia, y en la oscuridad total de aquella región aislada y perdida paseamos entre luciérnagas y sonidos de selva.
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