4/9/08

Sábado 30 de Agosto de 2008

Tengo un despertador que sólo funciona de vez en cuando. Tal vez debería comprarme otro, pero no sé cómo me las apaño para llevar siempre conmigo este trasto inservible. Y no creo que sea por haberle tomado cariño, tantas veces como me ha traicionado. Es el único reloj que tengo para el viaje; no es muy recomendable viajar por países como México con un reloj de pulsera medio decente asomando en la muñeca, pues es para los vampiros de las calles lo que los vidrios de colores para los cuervos. El caso es que nunca estoy seguro de qué hora es, ni de si me despertará por la mañana a la hora que le pedí para coger el autobús. Es una bonita incertidumbre que tal vez nadie entienda. En fin, aquella mañana teníamos que coger el transporte a Palenque a las 6:30 de la mañana, y amanecimos más tarde de las 8 con una galvana propia del calorón que ya apretaba. No quedaba más remedio que tomar el de las 10:30, así que con filosofía hicimos un desayuno completo en el porche de la cabañita.








El conductor nos cobró unos pesos menos de lo que nos habían dicho; claro, sin darnos los billetes, el dinero se lo metió directamente a su bolsillo. Cada pequeño gesto de este tipo da forma a estos países que nunca terminan de levantar cabeza del todo. La corrupción es un modo de vida, y alcanza todos los niveles de la sociedad, siendo una de las principales causas del subdesarrollo crónico que estos lugares de inmensas riquezas y extraordinarios talentos viven sin remedio. Y seguramente en esto tenía mucha culpa la heredada cultura española, la del trapicheo y la puñalada trapera.

Recorrimos unos 140 km de selva baja y reciente, con escasos pueblitos de a penas unas casas. En Escárcega nos dejaba este primer autobús, y de allí debíamos tomar otro para llegar a Palenque, el destino del día. Escárcega era un pueblo pequeño, pero un transbordo tan inmediato como el que conectaba sus dos localidades vecinas, Xpujil y Palenque, requería un paseo de casi dos kilómetros, desde la terminal de segunda clase hasta la de primera clase. Después de una caminata a la carrera pensando que no nos quedaba tiempo para enlazar con el siguiente autobús, aún tuvimos tiempo de comer y esperar en la terminal hasta aburrirnos. En fin, quién necesita un reloj en lugares como éste. Es cuestión de relajarse y disfrutar de las idiosincrasias locales. ¿No?

El autobús hacía parada en cualquier lugar en el que alguien le hiciera señas al conductor. Los indígenas subían al maletero puercos vivos en sacos, grandes bultos, y cualquier cosa que llevaran a vender. A las 6 de la tarde, quedándole aún mucha luz al día, llegamos al pueblo de Palenque, un sencillo y feo núcleo urbano crecido en las últimas décadas al calor del turismo que viajaba hasta aquí desde todo el mundo para poder contemplar la mítica ciudad maya del mismo nombre, que no distaba más que unos kilómetros montaña arriba. Allí había multitud de alojamientos, pero otros viajeros nos habían recomendado coger un colectivo y desplazarnos cinco kilómetros hasta el Panchán, un curioso lugar en medio de una selva exuberante repleto de cabañas y alojamientos escondidos en la espesura, que habían sabido respetar el entorno y crecer sin romper la magia y la armonía naturales. Cuando llegamos al Panchán comprendimos que el mero hecho de pasar unos días allí valía la pena, incluso obviando las ruinas que comenzaban un par de kilómetros carretera arriba. Por un laberinto de caminitos de tierra envueltos en un bosque imponente, se llegaba a unas cabañitas sencillas pero agradables. Tal era la cubierta vegetal, que la diferencia de temperatura con el cercano pueblo de Palenque era de más de 10 grados.









Árboles gigantes, arroyos cruzados por pasarelas de madera, lianas y orquídeas, flores tropicales en su esplendor de colores… y regados entre la Naturaleza, barecitos de inspiración hippy con multitud de viajeros charlando tranquilamente. Tras mucho buscar nos decidimos por uno de los pocos resorts con cabañas libres, que quedaba ya dentro del Parque Natural.

Después de acomodarnos y quitarnos el polvo del camino, salimos a caminar por la carreterita escondida bajo los brazos poderosos de aquellos árboles gigantes, que con la última claridad se llenaba de decenas de luciérnagas voladoras. Nada en comparación con la lluvia de miles de luciérnagas que yo viví en la frontera de Laos con Tailandia; pero para Susana era una experiencia nueva que la maravillaba.

Don Mucho’s era el punto de encuentro, un restaurante al aire libre techado por una estructura de palos y guano, donde casi todo el mundo en el Panchán cenaba disfrutando de la actuación de un grupo, sones caribeños y viejas trovas comprometidas de épocas pasadas en las que Hispanoamérica bullía de sueños y revoluciones. La luz tenue de las velas y el sonido del arroyo que lo rodeaba aderezaban aquel lugar de selva y sueños dulces. La noche podía alargarse hasta la mañana, pero nosotros preferimos irnos pronto a dormir. Nos esperaban las ruinas de Palenque, un lugar del que yo había escuchado historias desde que era un niño.
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