17/9/08

Lunes 8 de Septiembre de 2008

Acompañé de buena mañana a Susana al taller de observadores internacionales. Se trataba de una ONG que enviaba voluntarios extranjeros a las comunidades zapatistas a modo de escudos humanos. Con su presencia, el ejército disminuía la presión y persecución de los indígenas de estas comunidades; desde que se iniciaron estos programas, el número de asesinatos políticos por parte de paramilitares y fuerzas del Estado había disminuído considerablemente, y de algún modo las comunidades se sentían protegidas. Podía ser tan solo una sensación psicológica, un saberse no olvidados; pero los pobladores vivían bastante más tranquilos, y eso era importante. Susana se planteaba participar en el futuro como observadora; pero no por el momento. Para hacerlo tenía que dedicarle a la tarea un mínimo de tres semanas, y este viaje no era tan largo como para que nos sobrara ese tiempo.







Me dediqué a pasear por las calles del centro mientras ella escuchaba las charlas preparatorias. Ojeando los titulares de los periódicos se podía uno hacer a la idea de hasta qué punto llegaba el terror colectivo producido por la violencia de los narcos. Todo eran asesinatos, ejecuciones masivas de bandas rivales, mutilaciones y torturas hasta la muerte, balaceras en cualquier calle, y un sinfín de hechos luctuosos que eran el pan de cada día de este sufrido pueblo. Aquella mañana había una noticia que encogía el corazón: los narcos amenazaban con matar a 50 personas al azar en la región si la policía no levantaba los controles de carretera. Y la mayor parte de esta violencia era originada por los narcotraficantes, extendidos como un cáncer por todos los niveles de la sociedad. Pareciera que sin drogas el mundo sería un paraíso, ¿no? Pensaba para mí que tal vez las cosas mejorasen en muchos lugares del mundo si la gente fuese consciente de que cada gramo de droga que se consume, cada porro que se fuma, no significa un acto de rebeldía juvenil alternativo y seductor, sino más bien un acto de complicidad con los criminales sanguinarios que asolan las calles de estos tiempos que corren. Significa participar activamente en la tragedia, pues cada gramo está manchado de sangre, y enjuagado del miedo atroz que inunda las calles de medio mundo.

Susana volvió del taller unas horas después, con muchas cosas que contar, y alguna que otra desilusión extra. Ni si quiera en la región de Chiapas los indígenas eran unánimemente zapatistas. El gobierno controlaba unas supuestas organizaciones civiles que, a cambio de pequeñas migajas y una extraordinaria labor de inteligencia, conseguían convertir a algunas comunidades en antizapatistas. La labor de desinformación de los medios tenía mucho que ver con esto, y se esparcían mentiras que a cualquiera que las oyera le parecerían ridículas, pero que conseguían calar en una parte de la población que así se convertía en una cuña contrapuesta a la lucha libertadora de los indígenas zapatistas. Al final, no sólo tenían el problema de la represión del ejército contra sus juntas comunales; también tenían un enfrentamiento con comunidades hermanas, que las desangraba doblemente. La situación actual era de relativa calma. El ejército zapatista llevaba años desactivado, y lo que quedaba del movimiento eran los llamados Caracoles, unas juntas de auto-organización que resolvían los conflictos internos, y administraban los recursos escasos de las comunidades. Se trataba de juntas representativas elegidas democráticamente, con rotaciones muy cortas para evitar la corrupción. Después de todo, los indígenas habían ganado algo de autogobierno, y una sensible disminución en los asesinatos políticos de sus dirigentes por parte del Estado. Para ir a conocer todo esto in-situ, a la mañana siguiente volveríamos a Ocosingo para continuar a uno de los caracoles, Garrucha, entre las montañas del este chiapaneco.

También obtuvo de un observador vasco una explicación alternativa de lo que nos había sucedido el día que dejamos Palenque para visitar la cascada de Agua Azul. Según él, aunque los puestos de cobro de la entrada eran zapatistas y el dinero recaudado era destinado íntegramente a las comunidades aledañas, los asaltos y los desmadres que parecían tener lugar allí seguramente tenían poco que ver con los zapatistas. El gobierno del Estado quería construir un complejo hotelero cerca de las cascadas, en pleno territorio zapatista, y desde hacía unos años estaba fomentando y pagando a delincuentes para que asaltaran a los visitantes, y con el pretexto de la inseguridad en la zona, tomar por las armas el control de las comunidades, expulsar a los zapatistas, y hacerse con el negocio del turismo a Agua Azul.

Aprovechamos la tregua de la lluvia para sentarnos en la plaza central a observar la vida de la ciudad, y visitar algunos rincones que nos quedaban por ver. La facultad de derecho ya había sido abierta tras las protestas estudiantiles, y pudimos entrar a echar un vistazo. Susana conoció a uno de los cabecillas de la huelga, un estudiante ya curtido en movilizaciones en contra de los favoritismos y los chanchullos de la universidad. El rector había querido hacer negocio chantajeando a algunos estudiantes, firmando su acceso a la carrera a cambio de dinero. Aunque la universidad pública mexicana era teóricamente gratuita, el desmedido coste de los libros, y el clima de corrupción imperante, conseguían que los estudios no estuviesen al alcance de cualquiera.








Paseando por la calle Hidalgo nos encontramos con Gerardo, el chaval con el que habíamos tomado una cerveza unos días atrás. Mientras cenamos juntos unos tacos bien grasientos, seguíamos con atención su relato: él se encontraba en Ocosingo el 1 de enero del año 94, aquella noche en que el mundo oyó por primera vez hablar de los zapatistas, que tomaron aquella ciudad y otras más pequeñas. Como niño no supo comprender lo que sucedía, aunque guardaba con viveza el miedo y los muertos que quedaron tendidos en el mercado. En este país complicado sucedían cosas difíciles de creer: también nos habló de un amigo suyo que había perdido la vida a manos de un ladrón por no querer entregarle su teléfono móvil. No valía más la vida que un celular. Contaba estas cosas casi con vergüenza, rabia de que su país viviese de este modo. Después de todo, este pueblo apasionado tal vez tenía un concepto diferente de las cosas, y heredaba una violencia histórica que chirriaba a un tipo educado y sensible como Gerardo, que soñaba con una apacible vida en el campo, alejado de la vorágine y los peligros de las ciudades. Nos reímos comparando la manera de celebrar las 12 campanadas de nochevieja: en España con 12 uvas, en México con 12 tiros al aire...