16/9/08

Sábado 6 de Septiembre de 2008

Buscando los colectivos que llevaban al pueblo indígena de Zinacantán, descubrimos al norte de la ciudad el mercado local, un abigarrado laberinto repleto de cacharrería, comida, ropa, y todo lo que cualquiera pudiera necesitar. Las mujeres indígenas de muchos kilómetros a la redonda acudían a vender sus productos, en un ambiente deliciosamente mestizo y autóctono. En lengua tzotzil se acordaba el precio de una gallina, de un kilo de tortillas de maíz, de un capacillo de aguacates, o de raciones de chiles de todo tipo. A los dos nos encantaba recorrer los mercados locales, ya que siempre representan el ecosistema donde mejor se comprende el palpitar de los pueblos.

El colectivo nos llevó en media hora a Zinacantán, una comunidad tzotzil asentada en un vallecito rodeado de verdes montañas que se cubría de invernaderos, donde se cultivaban flores para la exportación. No mostraba demasiada actividad de buena mañana, y las mujeres y niñas indígenas, ataviadas con vistosos mantones bordados en azul, parecían demasiado habituadas a las visitas de extranjeros. Nada más apearnos nos rodearon tratando de vender sus artesanías, telas y adornos. Era éste un mal comienzo, que nos venía a mostrar cómo éramos uno más de esos extraños intrusos blancuchos que venían a estropear y desnaturalizar los modos de vida ancestrales. Ya que estábamos allí, nos daríamos un paseo por el pueblo; pero yo sentía que me quería marchar cuanto antes. Un grupo de niños sencillamente pedía limosna, dulces, o cualquier cosa que se les ocurría. En mi opinión la práctica de la limosna es perniciosa: fomenta la mendicidad, hace de sí misma una forma de vida. El hecho de dar unas monedas a un niño es un agravio comparativo con el centenar de niños del mismo barrio que no recibirán esas monedas; por otro lado, niños que nunca dejarían su vida tradicional, la escuela o las labores del campo ayudando a sus padres, pueden verse tentados de engrosar el grupo de los pedigüeños, viendo que eso es lo que da más dinero. Yo trataba de explicarle todo esto a Susana, que vivía esta situación por primera vez y comenzaba a sentir cómo se le ablandaba el corazón. Yo le decía que, a mi parecer, se pueden comprar productos por un precio razonable, estimulando así una producción local muy necesaria; pero nunca dar dinero porque sí, pues se crea un conflicto y se contribuye al final de estas preciosas culturas.

Continuamos caminando callejas arriba por la ladera, dejando atrás el grupo de niños, que ya lo intentaba con otros dos occidentales que acababan de llegar. Entre unas casitas de adobe tomamos asiento en la acera para ver pasar a varios niños con sus rebañitos de cabras, y ancianas con sus fardos de leña. Hasta allí no había llegado el canibalismo occidental, y las miradas nos rehuhían con cierta desconfianza. Un saludo en español arrancaba una sonrisa todavía sin contaminar.

Un poco más allá, un grupo de hombres vestidos con sombreros adornados de cintas coloridas y trajes tradicionales negros y rojos, celebraba cantando, bailando y bebiendo, una festividad de su amplio calendario religioso, un puro sincretismo entre el catolicismo importado y sus dioses ancestrales. Uno de aquellos hombres nos explicó que durante tres días no harían otra cosa que beber y dedicarse a sus ritos.

Después de comer tomamos el colectivo de regreso a San Cristóbal, y de allí otro a Tenejapa, una comunidad indígena de etnia tzeltal. El recorrido fue sencillamente hermoso, por un intrincado laberinto de montañas boscosas que había que subir y bajar una tras otra. Numerosas aldeitas indígenas se sucedieron hasta que el paisaje se abrió de nuevo en el pueblo de Tenejapa, rodeado de un paisaje kárstico tropical que me recordaba el sur de Tailandia. Una preciosa plaza colonial porticada perfectamente conservada recibía al visitante. Los hombres tzeltales vestían de un modo más ampuloso que los tzotziles de Zinacantán. También se encontraban celebrando la misma festividad religiosa, y a esas horas de la tarde se encontraban en su mayoría en un estado de extrema embriaguez. Algunos, sentados alrededor de la plaza, charlaban y reían ruidosamente; algún otro se tambaleaba y se sujetaba como podía sobre su amigo del alma. Las mujeres no se quedaban cortas, aunque andaban bastante más lúcidas. Supongo que era algo decepcionante ver de ese modo a los descendientes de los mayas. Habíamos oído que el alcohol y las drogas habían sido erradicados de las comunidades zapatistas. Evidentemente, no habían llegado hasta Tenejapa.

Sentados en medio de la plaza comenzamos a hablar con Esteban, uno de los pocos habitantes del pueblo sin origen indígena, y tal vez el único que vestía a la manera occidental. Ya estaba retirado, y nos contaba orgulloso que se daba cuenta de que su vida de trabajos había valido la pena, cuando veía a sus siete hijos licenciados, brillantes profesionales que vivían en diferentes ciudades del país. Le decían que se fuese a vivir con ellos, pero él prefería la tranquilidad de Tenejapa. En el fondo algo no le cuadraba, pues algo raro había en que casi todos sus hijos se levantasen antes de las 5 de la mañana para cruzar la ciudad e ir a trabajar durante todo el día. Tal vez su vida había sido más tranquila de lo que quería pensar. En estas se nos acercaron unos borrachos; vinieron de buen talán, pero entre su mezcla de tzeltal y español, y su estado, no había forma de entenderlos. No era de ningún modo una situación comprometida para nosotros, así que aguantamos el tipo durante un buen rato. En parte por respeto, y en parte porque no dejaba de ser interesante. Pero al cabo ya teníamos suficiente, y pensamos que mejor era marcharnos a seguir caminando. Nos despedimos de Esteban, y fuimos de camino a la iglesia. Varias personas rendían culto a unos extraños santos europeos ataviados con amuletos y cintas de colores, hasta hacerlos casi irreconocibles. Entre humo de velas y una atmósfera con algo de magia negra, una mujer entonaba un canto antiguo y extraño para rezar a un viejo dios transfigurado en San Sebastián. Entre tanto, su marido se acercó para invitarnos a un chupito de coca-cola, todo un detalle con los intrusos.

La lluvia nos alcanzó de regreso a la ciudad, y se sumó a un evidente cansancio para dejarnos varados en la pensión aquella noche. No me importó demasiado: después de todo, San Cristóbal parecía una ciudad tranquila, pero no me emocionaba la idea de recorrer sus calles y sus locales de alcohol un sábado a las horas de los vampiros. Mejor dormir y aprovechar bien el día.