3/9/08

Viernes 29 de Agosto de 2008

Madrugar tenía su recompensa; por un lado podíamos disfrutar del paseo por las ruinas con la fresca de la mañana, antes de que el horno se pusiera a hacer pan. Y por otro lado, así podíamos ver más algunos animales durante el recorrido y en las propias ruinas. Incluso las especies autóctonas evitan el calor del mediodía, y prefieren el amanecer o el atardecer para sus actividades.
Ezequiel llegó puntual. Era un padre de familia de aspecto tranquilo, diría yo casi de inspiración religiosa; daba confianza. Antes de partir pasamos por una caseta en donde preparaban unas empanadas de pollo para llevar, suficiente para disimular el hambre durante todo el día. Calakmul estaba en medio de la nada, o más bien del Todo que es la selva. Por descontado no había dónde comer o beber, y teníamos que llevarlo con nosotros desde el pueblo.

A esas horas Xpujil se desperezaba en medio de una bruma que difuminaba las precarias casitas de colores, rodeadas de terrenitos muy verdes en los que igual se acumulaba la basura que un coche desguazado, al lado de los postes donde colgaban sus hamacas para pasar lo peor de la tarde. Los niños acudían en grupos a la escuela, y los adultos, mochila al hombro, salían a trabajar sin prisa.

En seguida nos pusimos en marcha por una carretera rodeada de una selva joven, pura y espesa, sin grandes árboles, pero bien enmarañados. Algunos grupos de pavos reales salvajes se cruzaban por la carretera, por lo que Ezequiel conducía despacio y atento. Paramos junto a un árbol con marcas de cortes en la corteza; era el chicotzapote, el árbol a partir de cuya resina se extrae el chicle. Comimos sus frutos, con el aspecto de un kiwi redondeado y sabor a chirimoya terrosa. De esta región salía la goma que mastica el planeta entero, dando a nuestras aceras y calles ese aspecto punteado tan encantador.

Ezequiel nos preguntaba con curiosidad por España, por el coste de la vida, por los salarios; le hablábamos sobre el problema de la vivienda, de cómo unos pocos se habían enriquecido a costa de condenar a toda una generación a la esclavitud hipotecaria, o a dilapidar la mayor parte del sueldo en un alquiler excesivo. Se reía contándonos que en México no era difícil pagarle el alquiler a dos o tres mujeres, y así tener tantas como un jeque; eso sí, siempre que la esposa no se enterase. Según él, la región era humilde pero no conocía la miseria; quien más y quien menos se las sabía arreglar, y la comida no faltaba en ningún hogar.

Sobre las 9 llegamos a la entrada a las ruinas, sumergidas por completo en una selva inmaculada. Un caminito entre los árboles guiaba por los edificios principales. De los más de 10.000 detectados con radar bajo la tierra, sólo un 2% había sido desenterrado, prácticamente las pirámides mayores y los templos centrales. El caminito era prácticamente un laberinto en el que era fácil perderse, sin indicaciones ni mapa que permitiesen hacerse una idea del itinerario.


Primero ascendimos las pirámides más pequeñas, siempre de menos a más, como manda el sentido común; unos monos aulladores comenzaron, sobre las ramas de los árboles que escondían la antaño monumental plaza central, una ruidosa y agitada pelea. Numerosos grupos de aves, cotorras y tucanes, echaban a volar en la espesura y se dejaban ver de vez en cuando. De todas las pirámides escalonadas de la plaza central, dos enormes moles destacaban y asombraban por tamaño y perfección, aunque nos sorprendían por la ausencia de detalles escultóricos. Subir con el ya notorio calor era un ejercicio agotador, pero la vista que se dominaba desde la cima era grandiosa. Un mar de selva perfecta, sin una sola calva, se extendía hacia el horizonte en 360 grados, internándose hacia el sur en tierras guatemaltecas. De esta alfombra verde increíble surgían como montañas las principales pirámides de la antigua ciudad, sumergidas por los árboles casi en su totalidad. Incluso la pirámide gemela de la que habíamos ascendido, mostraba la piedra tallada solamente en uno de sus lados, restaurado y arrebatado a la foresta; las demás vertientes tan sólo parecían las de un cerro redondeado inundado por la maraña tropical.


La acrópolis, tras la plaza central, permitía imaginarse la vida más mundana de los linajes nobles de la ciudad. La base de piedra de sus casas construidas entorno de un patio central al que daban todas las estancias, había estado cubierta alguna vez por una palapa de madera y guano; no era difícil evocar una vida sencilla y cotidiana en aquellas gentes que vivían en un equilibrio precario con una tierra que, probablemente, los acabó expulsando de su seno por el agotamiento de los recursos. El declive de la ciudad de Calakmul fue precedido por la derrota ante la antagonista Tikal, al otro lado de la frontera de Guatemala. Una suerte de reinos atomizados se repartía las áreas de influencia, y en sus continuas disputas fueron labrando su propia decadencia. Bellísimas mariposas del tamaño de una mano revoloteaban por aquellos patios que antaño cobijaron intrigas y grandes hazañas de guerreros, ambiciones humanas de las que a la larga no quedan más que cascotes.


Susana seguía alucinada por su primera vivencia en la selva, por sus árboles enormes y sus criaturas asombrosas. Pero después de ascender la segunda pirámide gemela, el agotamiento nos había vencido, y decidimos que era hora de volver. Ezequiel nos esperaba en la caseta de entrada, había dormido una buena siesta durante nuestro paseo.


Después de comer en una taquería de la calle principal, nos regalamos una tarde de descanso en la cabaña, una siesta y una ducha fresca, mientras evolucionaba la tormenta de las tardes, y la oscuridad se iba asentando sobre las copas de los árboles. De nuevo despertaban los sonidos de la vida para darnos las buenas noches.