2/9/08

Martes 26 de Agosto de 2008

El desayuno estaba incluído en el precio de la posada, así que allí estábamos a la mesa de buena mañana, desperezándonos y ya enmohecidos por el calor y la humedad cuando el sol no había si quiera despuntado sobre los árboles. Con la galvana del que no termina de hacerse al clima, los pómulos caídos y las piernas entre perras y romas.

En estas se acercó Giulianno a preguntarnos si teníamos planes, o si mejor nos apetecía apuntarnos con ellos a una excursión en coche por la reserva natural de Sian Ka’an. Habíamos leído en la guía que este lugar tenía unos rincones bellísimos, pero lo habíamos descartado porque la única manera de visitarlo parecía ser pagar un tour, por supuesto, exageradamente caro. Giulianno y compañía tenían un permiso para poder pasar con su coche alquilado, así que en seguida nos buscamos hueco en su combi. Gabriele había rodado por las escaleras de la cabaña la noche anterior, y con un aparatoso vendaje no podía a penas caminar, por lo que se quedó en la pensión y nos cedió su sitio en el coche.

Durante más de una hora seguimos el camino de tierra, relativamente en buen estado, que circulaba no lejos de la linea de la playa, oculta tras la espesa vegetación de manglar y bosque bajo. Los primeros kilómetros estaban ocupados por dispersos hotelitos compuestos de cabañas perfectamente integradas en la espesura, con detalles acordes con el entorno que sabía conservar. Era el lugar perfecto para que cualquier pareja pasara una luna de miel, supongo, aunque a un precio acorde, muy elevado y fuera de nuestro alcance. En el auto charlábamos y nos íbamos conociendo. Arianna y Paula me sorprendían por atentas y educadas, por elaborar cada momento para crear un ambiente armonioso que invitaba a la conversación relajada. A penas habíamos hablado un par de noches antes del sueño, y ya nos hacían sentir como amigos de toda la vida. Mauriccio, el novio de Arianna, fue al principio algo más reservado y serio, pero poco a poco pareció tomar confianza, y cuando un día después nos despedimos, yo ya me había dado cuenta de que desprendía una nobleza de la que no se toma la amistad a la ligera, y acaba siendo la fortuna de quien lo tiene como amigo.


En la playa de Punta Alen nos dimos un baño antes de almorzar. Era un pueblo de pescadores con calles de pura arena de playa, a la sombra de los cocoteros. Ninguna de las casas era mucho más que una colorida cabaña anclada sobre la arena, con mucho espacio alejándola de las demás; y las barquitas se alineaban en el frágil embarcadero de la playa, construído de madera sobre pilotes. Esta playa no era de las más limpias que habíamos visto; estaba claro que aquél era un lugar donde vivía la gente, y la basura afeaba de vez en cuando un rincón sencillamente hermoso. Pero el conjunto formaba una postal de paraíso tropical. Mauriccio salió del agua con una enorme estrella de mar para mostrarla antes de devolverla al lugar del que la había traído. Nunca habíamos visto algo así, ni imaginába yo que una estrella de mar pudiese pesar casi dos kilos.


Después de comer en el pueblo preguntamos por algún lugar para bucear por nuestra cuenta, y un pescador me habló de Punta Pelícanos, unos kilómetros hacia el norte. Nos costó encontrarlo, pero esto lo convirtió en una estupenda ocasión para disfrutar de una auténtica discusión entre italianos, algo que siempre resulta entrañable. Es que da gusto verlos enfrascados.


Punta Pelícanos era una playita olvidada, en la que había encontrado refugio una colonia de pelícanos y otra de fragatas, que se zambullían contínuamente en el agua pescando su comida. No era el arenal más bello, aunque la vegetación surgía como una maraña tras la escasa linea de playa; pero dentro del agua una explosión de vida y color nos aguardaba: variedades de peces sin fin, una caracola gigante de color rosa brillante habitada por un enorme molusco de aspecto extraterrestre; una escalofriante barracuda con su aspecto agresivo y sigiloso en el bosque submarino que nos asustó hasta el punto de escondernos tras unos corales, para ignorarnos y pasar de largo; un pulpo escondido en una torre de coral, … Pasear por entre aquel paraíso escondido era un privilegio del que había que ser consciente. Ya era oficial, Susana se había aficionado al buceo.

Faltaba poco para el atardecer, y volvíamos hacia el coche, cuando un tipo canadiense que disfrutaba de las vistas que ofrecía el mar desde su jardín, comenzó a charlar con Stefania y Arianna. Nos invitó a ver atardecer desde la terraza de la casa, y aunque no era fácil comprender su inesperada hospitalidad y más de uno comentó su desconfianza, acabamos comprobando que valía la pena ascender la empinada escalerilla de madera que accedía, a través de una agujero en el suelo, al tejado de la casa. Al salir, de pronto se alcanzaba un increíble mirador elevado sobre un entorno iluminado por el sol muriente, con vistas sobre un bosque infinito que sólo se interrumpía al llegar a la playa por el este, y al enorme lago que aparecía tan sólo unos cientos de metros al oeste; a norte y a sur llegaba en un plano perfecto hasta la linea curvada del horizonte, que se difuminaba con la humedad en que se veía envuelto. Mientras disfrutábamos de un atardecer especial allí encaramados, Twain, que así se llamaba, nos hablaba de su vida. A sus cincuenta y muchos años abultando su barriga y blanqueando su barba de Harley Davidson, este era el primer canadiense que me hablaba mal de su país. Hablaba de Vancouver como de un paraíso perdido, donde la violencia y la lucha por el control del narcotráfico habían transformado la antaño tranquila y agradable ciudad en un infierno de balas perdidas y miedo. Por añadidura, Twain había perdido a su mujer e hija en un accidente de tráfico, y en aquel lugar aislado disfrutaba de la soledad y de viajeros ocasionales, de atardeceres y noches al raso refrescándose con el viento del mar, para tratar de escaparse de su pasado de recuerdos, y reubicarse de nuevo en este mundo extraño.


Se hizo más larga la vuelta, por un camino por el que era difícil conducir: unos enormes cangrejos de tierra invadían el firme en su peregrinación diaria en busca de comida, y no se podía ir demasiado deprisa si no se quería reducir su población a la mitad. Acabamos el día cenando juntos un buen plato de pasta italiana, receta de Paula, que preparamos en la cocina de la posada, y hablando hasta tarde con una familiaridad que hubiera dado la impresión a cualquiera que nos viera, de que nos conocíamos de mucho más tiempo.