24/9/08

Sábado 13 de Septiembre de 2008

Tal vez durante el recorrido de regreso hacia Cancún podríamos, al pasar de nuevo por Chiapas, visitar algún otro caracol más activo para recibir una visión complementaria de ésta un tanto pobre que nos llevábamos. Pero ya había sido demasiado tiempo en San Cristóbal y alrededores, teníamos que continuar viaje. A sólo una hora de San Cristóbal se encontraba el Cañón del Sumidero, y las lanchas que lo recorrían tenían su base en la pequeña población colonial de Chiapa de Corzo, un poco antes de llegar a Tuxla. Tomamos el autobús que de nuevo nos trasladaba no sólo en el mapa horizontal, sino en el vertical, y de nuevo dejamos el frío San Cristóbal para un poco más allá desembarcar en el bochornoso aire de Chiapa de Corzo.

El pueblito conservaba cierto encanto colonial, aunque no comparable con San Cristóbal. Una amplia plaza porticada y adornada de enormes árboles guardaba una curiosa sorpresa, un templete mudéjar con contrafuertes ágiles sujetando una cúpula de ladrillo. El estilo recordaba a los originales aragoneses, aunque se lo veía perdido en un clima extraño. La ventaja de viajar dos es que se puede buscar alojamiento con mayor comodidad, así que mientras yo me tomaba un refresco en una cafetería de la plaza y guardaba las dos mochilas conmigo, Susana andaba más ligera para callejear y preguntar aquí y allá. Las celebraciones de la independencia habían llenado la plaza de chiringuitos de feria, y un grupo de percusión animaba la mañana en un escenario frente al ayuntamiento, alrededor del cual se iba concentrando la gente.







Nos acomodamos en una pensión algo roñosa en un callejón junto al río. Había mejores opciones, pero se escapaban de nuestro presupuesto, así que hicimos de tripas corazón para no pensar en los pelos y la porquería acumulada en los rincones. Por suerte, para estas ocasiones llevamos algo imprescindible, un saco-sábana que en cualquier cama te permite sentirte en la propia. Y dormir a gusto si se evita mirar demasiado alrededor o tocar algo.







Por una calleja tras la plaza se llegaba al río Grijalva, el poderoso caudal que unos kilómetros más abajo había excavado un cañón vertical de un kilómetro de profundidad. A la sombra de los árboles de la orilla, el embarcadero se llenaba de gente paseando, y de las terrazas y restaurantes llegaba un olor de fritanga y chile picante. La otra orilla seguía silvestre, y su verde se unía a las aguas revueltas y el cielo pintado de nubes en otro atardecer lejos de casa, disfrutando en buena compañía de un momento de excepción en la línea de la vida.







La noche se llenaba de música, y las casetas de la feria sumaban sus altavoces en un caos que recordaba mucho al que se da en estas ocasiones en España. En el escenario del ayuntamiento tenía lugar un particular concurso de belleza; las muchachas desfilaban vestidas con un colorido traje regional, mientras sonaba una grabación de su propia voz en la que se presentaban y contaban algún pasaje de la Historia de la emancipación mexicana. El ambiente era tan español que sorprendía escucharlas hablando de nosotros como de alienígenas que vinieron y después se marcharon, como algo ajeno que nada tenía que ver con ellos. Una versión de la Historia muy interesada y muy particular de la que los criollos hispanoamericanos han vivido durante dos siglos: haciendo desmadres y echándole la culpa de los males al muerto. A un lado del ayuntamiento, en la comisaría de policía, los presos amontonados en el calabozo se asomaban tras los gruesos barrotes. Daba una cierta calma estar de este lado, y una gran desasosiego ver las miradas vampíricas que igual que allí, se pueden ver a menudo en las calles de este lado del mundo.
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