16/9/08

Domingo 7 de Septiembre de 2008







El mejor lugar para pasar la mañana del domingo era el famoso pueblo indígena de San Juan Chamula, en cuya plaza se ubicaba el mercado semanal, al que acudían gentes de las comarcas próximas con sus productos. Habíamos quedado temprano con uno de los amigos que Susana había conocido de botellón unos días antes en la plaza de Santo Domingo. El tipo era guía local, y nos había invitado a acompañarle a San Juan Chamula. Pero tras el rato de espera de cortesía, nos pareció que seguramente se había olvidado de nosotros, así que tomamos el colectivo por nuestra cuenta, y subimos a la comunidad. Ya había oído que las dos grandes mentiras del mexicano son "ahorita vengo" y "mañana te pago". No había que tomarlo más que como una expresión del carácter local, y tratar de disfrutarlo como una curiosidad antropológica.

Una multitud colorida animaba el ambiente de la calle principal y la amplia plaza de la iglesia, repletas de los puestos del mercado callejero. Aunque se podía ver algún grupo de turistas occidentales, aquel lugar era puramente indígena, y no había transformado demasiado su vida por la presencia de extranjeros. Tal vez sólo se notaba en algunos puestos de telas y artesanías destinadas al turista en vez de al mercado local. Susana había oído que lo más interesante del pueblo era asistir a la misa dominical. Yo me había imaginado una misa típica con alguna variante nativa, así que en principio me apetecía más sentarme a observar la agitada vida tzotzil en las bancadas de la plaza; dejé pues que Susana entrase sola en la iglesia, y disfruté de la conversación de varios personajes que fugazmente se acercaron a hablar conmigo. La multitud de familias sentadas alrededor de la bancada y por el suelo, guardaba turno para entrar a la iglesia y bautizar a un niño recién llegado al mundo. Salió Susana insistiendo en que debía entrar a ver la iglesia, así que decidí pasar a echar un vistazo. Con sólo entrar ya me quedé asombrado. Sólo en la India había visto una atmósfera religiosa
comparable a la de aquel templo entre católico y precolombino. Una espesa bruma de humo de velas emborronaba el espacio vacío de bancos. El suelo se hallaba cubierto por completo de hojas de pino, recordando más a un establo que a un templo; cada una de las familias indígenas se acomodaba en el suelo
tras hileras de 40 o 60 velitas encendidas a la atención de alguno de los santos, de nombre y cara europeos, pero representando seres míticos de los antiguos ritos mayas. No era la usual iglesia ordenada y disciplinada, sino una especie de estación de autobuses cósmica en la que sucedían cosas de lo más extrañas. En un rincón de la iglesia, una multitud rodeaba al cura, una especie de alienígena de rasgos europeos que bautizaba en serie a los niños indígenas. No había más que sentarse en un rincón y disfrutar con el espectáculo, extraído seguramente de algún pasaje de la Divina Comedia. Por supuesto, la fotografía prohibida, pues el retrato arrebata el alma del fotografiado.

La recargada atmósfera se completaba con los rezos obsesivos de alguna mujer que ofrecía el humo espeso de su incensario de cerámica al santo correspondiente. José, ataviado de modo diferente al resto de los indígenas, me contó que el motivo de todos los rezos y ofrendas eran la curación de alguna enfermedad. Aquel hombre decía ser uno de los "mayordomos", los encargados de que todo estuviese en orden y nadie robase las ofrendas. Del cuello de los santos colgaba un espejo vuelto hacia el que lo miraba; según José, de esa manera, un mayordomo que se viera tentado a robarle al santo se avergonzaría al ver su propia cara reflejada. Entre tanto, unos niños rascaban con una espátula la cera derretida del suelo, reciclándola para sacarse unos pesos.
Sentados en la plaza pasamos las horas observando las escenas cotidianas.








Alicia,una niña que trataba de vender abalorios a los pocos turistas que paseaban por la plaza se hizo mi amiga, y acabamos jugando a algo parecido al me escondo y no me ves, salgo y me persigues. No consiguió venderme nada, pero nos echamos unas risas mientras Susana trataba furtivamente de robar alguna foto a los indígenas de la plaza. Sabíamos que estaba prohibido tomar fotografías, y en los dos poblados que habíamos visto antes no habíamos tomado a penas ninguna. Pero en San Juan todos los extranjeros las tomaban y
nadie parecía ofenderse; así que menos aún si tratábamos de no ser vistos al hacerlas.








José, otro niño que nos miraba con curiosidad, acabó perdiendo la timidez para contarnos un poco de su vida. Sus padres estaban en la plaza, y él no sabía muy bien qué hacer aquella mañana. Le gustaba ir a la escuela, aunque todas las clases eran en español, y el tzeltal se quedaba para hablar en casa. No parecía que a nadie le preocupase que el 90 por ciento de la población de este país fuese tratada casi como si no existiera. Poco había cambiado en la vida indígena durante los 200 años de independencia de España.









Pasado el mediodía el pueblo se fue vaciando, y la calma fue recuperando las calles. Volvimos a San Cristóbal para hastiarnos con una lluvia incesante; era buena ocasión para escribir sobre lo vivido, mientras las cuestas de la ciudad se convertían en ríos.
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