7/9/08

Lunes 1 de Septiembre de 2008





Comparado con la magia de la visita a Palenque, el lunes fue un día de lo más anodino. El Panchán era un lugar estupendo para relajarse y charlar entre sonidos y aromas de naturaleza; pero pocas más actividades ofrecía que sentarse a tomar algo. Así que decidimos acercarnos al pueblo de Palenque, a cinco kilómetros por la carretera. Puestos a tomar el colectivo, preferimos ir caminando para hacer sitio al desayuno. Fue un paseo agradable, aunque los grandes árboles del parque de las ruinas quedaban atrás, dejando paso a ranchos de hierba y matorral. El verdor de Chiapas distaba mucho de la imagen que uno suele tener del México árido de los cactus, y es que en un país tan extenso como éste se puede encontrar la nieve, la selva y el desierto, la playa caribeña y la montaña más abrupta.

El pueblo de Palenque era feo y de construcción reciente. Pero valía la pena recorrer sus calles empinadas y el barrio del mercado, caminando entre el bullicio de la gente siempre adornado por mil fuentes de música que se mezclaban en un caos algo abrumador, en una atmósfera densa y vibrante. Al mercado acudían a vender las mujeres indígenas de las comunidades de los alrededores, vestidas con sus vistosas blusas y faldas de colores tradicionales. Para los nativos de esta región del mundo, el comercio es cosa de mujeres, por lo que mientras los hombres se quedan trabajando en las labores del campo, las mujeres llevan los productos a vender a los mercados. Imagino que estos pueblos antiguos y sabios llegaron hace mucho a la conclusión de que una mujer siempre es más avispada que un hombre.


En uno de los puestos compramos una mosquitera de cama. Con tanto bicho suelto por el suelo y por los aires, parecía una buena idea protegernos del exterior. Con la compra hecha, y después de mucho caminar, nos sentamos en un asadero de pollos a almorzar otra ración bien picante de lo que fuera. Un ranchero al más puro estilo texano nos habló de los lacandones cuando vimos pasar a dos por delante del restaurante, vistiendo sus camisones blancos, los hombres barbados y melenudos, con un aspecto primitivo y atemporal. Según nos decía, era increíble el cariño con que cuidaban sus bosques estos indígenas, y cómo el hecho de cortar un solo árbol era rechazado y penado por la comunidad. Nuestro amigo el ranchero valoraba este cuidado, y decía que allá en su rancho guardaba un buen pedazo de bosque virgen, porque las aves y los venados también tenían derecho a vivir, y disfrutaba viéndolos junto a sus hijos. La conciencia ecológica se ha ido extendiendo poco a poco por el mundo hasta rincones insospechados como éste; quién sabe si estamos o no todavía a tiempo.

En contraste sonaba de fondo una canción que repetía en su estribillo que “el presente es lo único que queda”. Me pareció una colosal síntesis del mundo que nos ha dejado el siglo XX: si ya es cierto esto en nuestras sociedades occidentales bien nutridas y abastecidas, cómo no lo será en este lado del mundo por el que viajábamos, tan repleto de problemas que nadie ya cree que tengan solución. Tras más de un siglo de luchas sociales, de idealismos e ideologías, de esperanzas en un mundo nuevo y mejor, la derrota de las únicas líneas de pensamiento y política que habían tratado de desafiar al orden eterno del capitalismo, habían dejado un vacío existencial en tantos pueblos acostumbrados a sufrir la miseria y el olvido. A lo largo del mundo, los pueblos habían dejado de creer en el futuro, y como decía la canción, sólo el presente queda. Y eso es tan peligroso… Una civilización que no cree en el futuro entra en una crisis de difícil solución. En Hispanoamérica es fácil observar a qué lleva: si sólo el presente tiene sentido, de qué vale estudiar, trabajar, labrarse un futuro sostenido por los pilares de la esperanza en algo mejor; llega el cumplimiento del deseo inmediato, que acaba significando el uso de la violencia para obtener lo que quiero, si hace falta matando a quien lo posee. Un paseo por las calles de Hispanoamérica sirve para darse cuenta de que sólo el ahora queda. Y después gobierna el miedo.


Volvimos al Panchán para pasear por la carreterita del bosque al anochecer. Los monos aulladores buscaban acomodo entre las copas de los árboles más altos, y las luciérnagas salían a volar de nuevo con las últimas luces de la tarde, cuando nos cruzamos con Oswaldo y Carina, dos chavales de la capital que trabajaban en uno de los hostales, y con los que charlamos largo rato mientras nos envolvía poco a poco la oscuridad. Oswaldo venía caminando descalzo y con una toalla liada como toda vestimenta. Él decía que los bichos huyen de las personas, y que no había problema en caminar sin calzado por el bosque, aunque siempre había casos de mordeduras de serpiente. Con esto no sabía yo si debía tranquilizarme, o si no debía volver a tener en cuenta la opinión de un mexicano, tal vez con un concepto tan diferente del mío acerca de la vida y de la muerte.
Nos hablaron de la universidad en la que habían estudiado en México DF, la Universidad Autónoma, que para mi sorpresa seguía siendo pública y gratuita, al alcance incluso de gente de extracción humilde. Supongo que era el último reducto de este tipo en todo el continente americano, en el que las clases altas habían sabido bien como perpetuarse en el poder, reservándose en exclusiva la formación y todos los escalones de la administración.

Como de costumbre, la noche se celebraba en el Don Mucho’s con música en vivo; algunas parejas salieron a bailar los sones cubanos como sólo ellos saben, mientras un aguacero refrescaba y armonizaba los aromas de la selva.
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