En lo alto de la montaña aparecía la entrada a las ruinas. Hace dos mil años, los diferentes pueblos zapotecas que poblaban los valles próximos erigieron el complejo de Monte Albán como centro ceremonial y político, como sello de la alianza de varios pueblos que convivieron en paz. Desde arriba se dominaba el amplísimo horizonte de valles y montañas habitado por esos pueblos. En una gran explanada artificial ganada a la cumbre del monte, se situaba un circuito ceremonial alrededor del cual se elevaban diferentes edificios con función política y astronómica; seguramente cada uno de ellos representó a un pueblo de la alianza, recordando a una versión antigua de los caracoles zapatistas. No había templos: seguramente para evitar conflictos entre pueblos que practicaban cultos religiosos diferentes. Pero con el tiempo, y tal vez durante otra de esas ocasiones en que la tierra mesoamericana no pudo seguir manteniendo a las poblaciones humanas, Monte Albán se convirtió en centro de un reino que sometió por la violencia a otros pueblos; de aquella época habían quedado representaciones de cautivos, de mutilaciones y sacrificios rituales.
Después de recrearnos con las pirámides escalonadas y con las vistas envidiables de las que disfrutaron las élites de estos pueblos, volvimos a caminar los 5 kilómetros hasta el punto desde el que se podía tomar el autobús de regreso. Un poco antes de llegar, en una pequeña chabola que servía refrescos, paramos a tomar algo y a charlar con los guías locales de las ruinas, que acabada la jornada se tomaban unas cervezas juntos. Cual extraterrestre en una plaza de toros, allí había una mujer alemana de unos 60 años, que tras 25 años viviendo en México todavía conservaba un tartamudo acento alemán. Quería volver algún día a su país, pero no parecía dispuesta a hacerlo pronto: no soportaba la vida ordenada y cuadriculada de su país, donde cada paso estaba medido. Otro de los guías, Roberto, también cincuentón, había viajado por España invitado por una novia española que había conocido en las ruinas. Tanto le había gustado, y tan bien lo habían tratado, que invitándonos a un mezcal con sabor a gasolina, se preguntaba cómo su padre nunca le había hablado de España; cómo siendo tan parecidos, como teniéndolo todo en común, les habían enseñado a vivir de espaldas a nosotros, a olvidarse de dónde venían sus apellidos y su sangre. Con la torta del mezcal bajamos lo que nos quedaba de cuesta y tomamos el autobús de regreso al centro.
Seguramente la noche de frío en el autobús de Tuxla a Oaxaca me había hecho enfermar, y un estado de fiebre y flojera que me había empezado a hacer estragos durante la visita a las ruinas, acabó enviándome a la cama antes de tiempo. Pasé otra noche de perros, entre fiebres, sudores y pesadillas.
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