24/10/08

Domingo 12 de Octubre de 2008

Habíamos tocado norte, llegando al extremo de nuestra ruta, y ahora tocaba deshacer el camino hacia el sur. Hasta ciudad de México había más de 10 horas, por lo que lo más práctico era tomar un autobús nocturno para aparecer por la mañana en la capital. Zacatecas estaba visto, así que dejamos la ciudad y dimos un pequeño salto de una hora a Aguascalientes. Allí podíamos emplear las horas del día visitando un destino menor mientras llegaba la noche para tomar el bus de México. Dejamos las mochilas en consigna, y tomamos el colectivo al centro. Todo lo que veíamos al paso era nuevo y feo, cemento y vidrio crecidos sin cuidado como en una caótica cristalización postmoderna. Poco quedaba del brillo arquitectónico colonial, aparte de una plaza central muy mona presidida por la inevitable catedral barroca. El domingo había vaciado la mayoría de las calles, y con los comercios cerrados adquirían un aspecto algo desolado que sembraba la desconfianza. Pero pasando la catedral encontramos una calle apañada con multitud de cafeterías en la que se relajaba un dominical y adormecido asueto. En una de ellas entramos a tomar un café. El que lo atendía no parecía mexicano, aunque hablaba perfectamente el español. Farid era un argelino que llevaba décadas fuera de su país. En Grecia había estudiado derecho internacional, decía hablar siete idiomas, y charlando con él descubrimos un tipo culto y meditadamente profundo. Era musulmán no practicante, pues pensaba que la religión era algo íntimo que no tenía que traspasar las fronteras de uno mismo. Hablar de religión, como de política, sólo servía para enfrentar a las personas, lo cual no valía la pena. Había llegado a México a estudiar un postgrado, y allí se había quedado por amor. Casado con una mexicana, pronto había dejado su oneroso trabajo como abogado; sí, aquello le daba dinero, pero no el tiempo para disfrutar de sus hijos, que crecían sin casi conocerlo. ¿Para qué valía el dinero, pues? Por eso había transformado su vida, mucho más sencilla ahora, trabajando en su propia cafetería; que le daba lo justo para sobrevivir cómodamente, pero mucho tiempo para lo que realmente importaba. Hoy lo que se planteaba era dónde seguir su vida: ya habían abandonado ciudad de México después de que a su esposa la asaltaran en su propio coche poniéndole una pistola en la boca. Y poco a poco el país se estaba volviendo tan complicado hasta en rincones antes tranquilos como Aguascalientes, que tal vez llegaba el momento de volver a Grecia.

Farid nos contó muchas curiosidades sobre su país. Por ejemplo, que cualquier musulmán del mundo era capaz de leer árabe, pero eso no implicaba capacidad de comunicación, ya que hablarlo era otra cosa; por eso, a menudo necesitaban una lengua franca como el inglés para poderse entender. Su tono mediterráneo, amable y conciliador me hacía sentirme cerca de casa.







Atravesando un frondoso parque se llegaba a un moderno centro comercial al aire libre con más aspecto hispano e histórico que la mayor parte de la ciudad. Parecían darse cita allí todos sus habitantes, repartiéndose entre las terrazas y los bares con temas taurinos, y las actuaciones callejeras: payasos para los niños, grupos de percusión y baile africanos para los medianos; y para los amantes de las gorritas de beisbol, raperos haciendo de las suyas e imitando la maravillosa subcultura pandillera norteamericana. Al anochecer regresamos a la estación, rumbo a la capital.




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