19/10/08

Lunes 6 de Octubre de 2008

El Mundo y las bolsas seguían cayéndose, hasta el Banco Mundial afirmaba en grandes titulares que el sistema ya no funcionaba, que había que inventar algo nuevo. Y allí estábamos los dos, inconscientes, levantándonos a capricho y disfrutando de la soleada mañana por las calles del Zócalo mientras aún pudiéramos permitirnos lujos como éste, en serio peligro de extinción.
Susana se dedicó a recorrer varios puntos de la ciudad que tenía pendientes: la sede del EZLN, la librería de la Jornada (un importante periódico independiente mexicano), el mercado de artesanías… Yo preferí quedarme paseando, y poner al día mis anotaciones. Nos reencontramos después de comer para visitar los murales del palacio presidencial.













Más tarde nos acercamos en metro al Mercado de Sonora. Su atractivo principal eran sus numerosos puestos dedicados a la magia negra y blanca, sus amuletos de vudú que sólo servían tras un complicado ritual, y a los que había que alimentar con cigarros y tequila para que obrasen sus milagros. Los había para buscar trabajo, para conquistar a un hombre o a una mujer; para llevar la desgracia a un enemigo, o para tener suerte en un negocio. Plantas mágicas, imágenes de santería; cuernos y cráneos de animales, polvos mágicos para atraer el dinero, el amor, la armonía familiar… Por pocos pesos se podía recibir una limpieza espiritual que alejara el mal de ojo, una sanación de un mal del alma, o una lectura de cartas. Después de un buen rato curioseando entre humo de velas y pellejos resecos, aprovechamos una tregua de la tormenta que estaba cayendo para atravesar las anegadas calles que llevaban de vuelta al metro.

Queríamos probar la bebida prehispánica por excelencia, y que había sido hasta hacía poco toda una tradición en México, hoy casi desaparecida: el pulque, la bebida fermentada de maguey, el mismo ágave del que los españoles obtuvieron el tequila. Óscar nos había recomendado una pulquería cerca del Zócalo. Era un lugar cutrecillo y lleno de estudiantes que declaraban su rebeldía escuchando una música que, por primera vez en casi todo el viaje, no consistía en una sucesión de corridos norteños insoportables. El pulque era un mejunje con textura babosa, con algo de gas y un toque alcohólico similar a la cerveza; y no estaba nada mal.








Las mesas desemparejadas invitaban a conocer gente, y en seguida estábamos charlando con Gema y Óscar, una pareja de estudiantes que nos invitaron a probar la variedad más pura de pulque. Óscar era estudiante de bellas artes, un tipo bohemio con un toque intelectual y transgresor que se encontraba desempleado; su novia lo mantenía con lo que sacaba vendiendo artesanía. Motivos no les faltaban para quejarse, y desde luego que se desahogaron con los dos extranjeros que se habían perdido por el antro. Según nos decían, México era el país de la risa; pasara lo que pasara, a nadie parecía importar, y sólo producía risa en un pueblo hastiado e indiferente. Nadie ayudaba a nadie, ni aspiraba a mejorar su situación. La inflación incontrolada, los salarios congelados por décadas; la miseria campando a sus anchas, y la mayoría de la gente viviendo en infraviviendas y sin trabajo… y pese a todo, nada sucedía. Ciudad Juárez no era el único sitio donde las mujeres eran asesinadas en serie; la impunidad estaba extendida por toda la geografía del país, y ya ni si quiera se publicaban las cifras de asesinatos y violaciones. Por unos pesos vendían algunos indígenas a sus propios hijos, para servir de trabajo esclavo, sufrir las redes de pornografía infantil, o ser víctimas del tráfico de órganos. Todo un paraíso, ¿verdad?

A las 8 nos echaron del bar para cerrar, y la conversación siguió bajo la luz de una farola. También, me contaba Gema, México era el país de la apariencia: ropa, peinado, zapatos… y sobre todo el color de la piel, decidían qué papel representaba cada uno en la escala social. Las puertas estaban cerradas para cualquiera que tuviese un toque mestizo en su piel, y sólo se abrían para los blancos. Nuestros amigos eran también conscientes de que la independencia lo había dejado todo igual, y sólo hizo más poderosos a los criollos, que seguían gobernando y haciendo a su antojo. Entre tanto, el pueblo indígena y mestizo seguía apartado; y lo que es peor: acomplejado. La televisión, controlando las mentes al milímetro, perpetuaba la segregación, y si alguna vez aparecía una piel oscura en la pantalla, era la del malandro o la del esclavo. Los protagonistas de novelas y películas, así como de todos los spots publicitarios, eran de pura raza blanca. Por otra parte, se había impuesto la división de roles de la cultura norteamericana, estructurada en base al dinero; un clasismo en el que el triunfo personal individualista se tenía que alcanzar a costa de los demás: porque no bastaba con ser bueno o brillante; hacía falta poder mirar a los demás por encima del hombro. Y en esa cultura vivía todo el país, no importaba si se fuese hambriento o dueño de multinacional; el modelo a seguir era el mismo.
Con conversaciones casuales como ésta es como se profundiza en un país, y con una versión más íbamos completando nuestra imagen de México.
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