4/10/08

Sábado 20 de septiembre de 2008

De buena mañana recogimos nuestros bártulos y, bajo una fina llovizna de alta montaña, bajamos a la carretera a esperar el colectivo. En unos minutos ya nos mareábamos a gusto en otro rally al límite, por curvas y cuestas empinadas en un paisaje siempre verde que, poco a poco, dejaba atrás los pinos y los musgos de los altos para irse enmarañando en una selva espesa y tropical, más acorde con la latitud a la que nos encontrábamos. Dos horas después llegamos a Pochula, cambiamos de colectivo, y en media hora más desembarcábamos en la pequeña playa de San Agustinillo, con el cuerpo revuelto por el agitado trayecto.







Yo volvía al Pacífico por primera vez en más de 6 años. Conocía el gris y bravo océano que golpeaba las costas desérticas del Perú, y esperaba un paisaje similar. Y el océano era, efectivamente, furioso y de color plomizo; pero tras la estrecha franja de arena rojiza que entraba muy inclinada en el mar que la castigaba, surgía una exuberante floresta tropical surcada por mariposas enormes y coloridas, tucanes y aves de bellos plumajes, en lugar de un desierto sombrío.

Después de buscar alojamiento salimos a almorzar junto al mar, bajo un precario techado de hojas de palma que nos protegía de la lluvia. A pocos metros la selva se precipitaba por unos acantilados de roca hasta la arena, y un mar embravecido llenaba el aire de una neblina de espuma que le daba un aspecto otoñal y atormentado, romántico y lleno de vida. No era lugar para bañarse, con un oleaje que podría ahogar a cualquier insensato que se atreviese con él, pero el paisaje merecía recrearse. Salimos después a caminar playa adelante vestidos con los impermeables, bajo un aguacero impenitente, mientras algunos surfistas locos se jugaban la piel entre rocas y olas de tres metros.














Cuando el chaparrón se calmó un poco, tomamos la carreterita que subía el cerro tras el pueblo, y después de unos cientos de metros entre árboles, llegamos a la playa de Mazunte, otro de esos lugares que suele hervir de vida y música en la temporada alta, y que ahora sólo ofrecía el encanto decadente de la soledad. Sólo alguna viajera solitaria y despistada paseaba por la amplitud salvaje de la playa. Despedimos la claridad del día en uno de los pocos bares abiertos de la playa, y ya de noche regresamos por la carretera a San Agustinillo. No había ni una sola farola, ni un alma que la poblase, así que la fama que aquellas playas tenían de peligrosas por los asaltos y los problemas de drogas, nos hizo caminar rápido y en silencio, como queriendo no ser vistos ni delatarnos ante algún vampiro que anduviese al acecho en la oscuridad. Afortunadamente sólo nos topamos con algún perro que se puso en guardia al ver aquellas sombras extrañas y silenciosas. San Agustinillo estaba desierto, y no quedaba más que acostarse con el rumor lejano del oleaje.
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