19/10/08

Jueves 2 de Octubre de 2008

De tantos lugares como tenía para visitar la ciudad de México, elegimos el lado occidental de la ciudad. Caminamos por las decrépitas calles entorno al convento de Santo Domingo, sórdidas y peligrosas de noche pero vivas y bulliciosas de día, donde una miríada de oportunistas proclamaba sus servicios con la indolencia de los policías que pasaban: como quien ofrece peras y manzanas voz en cuello, estos curiosos personajes ofrecían falsificaciones de facturas y documentos oficiales, de declaraciones de la renta y de certificados de notas académicas, por un módico precio. Seguimos por las callejas hasta llegar a la plaza Garibaldi, más conocida como de los Mariachis. No había mucho que ver de día, ya que la fiesta mariachi diaria tenía lugar siempre después del anochecer. Tan sólo algún borracho perdido, y algún mariachi sin faena deambulaban por la plaza: habría que venir de noche a conocer el ambiente charro.















Continuamos hacia el norte, hasta llegar la plaza de Tlatelolco, o de las tres culturas. Su nombre se debía a que en su espacio se apilaban las ruinas de las pirámides ceremoniales aztecas de la antigua ciudad de Tlatelolco, vecina de Tenochtitlán, junto con la iglesia franciscana construida con la cantería procedente de las pirámides, y todo rodeado de los edificios modernos de hormigón y vidrio de la cultura mestiza a que aquel encuentro o desencuentro dio lugar. En la explanada libre comenzaban a concentrarse los estudiantes y activistas que venían a conmemorar la matanza de estudiantes del 68, acaecida sobre aquellas mismas losas, con una manifestación que partiría por la tarde de aquella plaza y llegaría al Zócalo. Pequeños mítines, reparto de revistas y octavillas… varios protagonistas de aquel día trágico, hoy ya rondando los sesenta, hablaban a las cámaras de una emisora de televisión mientras, a unas decenas de metros, la secta de los danzantes imitadores de los aztecas atronaban el ambiente con sus ritmos frenéticos, demostrando que la manifestación no iba con ellos. Una vez más éramos testigos de una expresión de cómo en el mismo país vivían muchos Méxicos, inconexos y extraños entre ellos.














Después de comer tomamos el metro al parque de Chapultepec, el área urbana ajardinada más grande de América, y que fuera ya disfrutada por Moctezuma, el legendario monarca azteca. Esperábamos el típico parque abandonado y solitario, peligroso y lleno de criaturas abominables; pero al contrario, nos encontramos con un cuidado lugar de esparcimiento donde familias con hijos paseaban distendidamente. Pocos árboles sobrevivían cuya edad permitiese pensar que llevasen 5 siglos plantados, y bajo su espesa sombra se desarrollaba una animada vida dominical.

A las 6 estaba prevista la llegada de los manifestantes al Zócalo, así que regresamos para estar a tiempo de presenciar el mitin. Ya se estaba llenando la plaza, y mientras Susana aprovechaba para comprar unas cosas en una calle cercana, yo tomé el camino de vuelta a la pensión. Me encontré de lleno con la riada de gente que desembocaba en la plaza por una callejita, y sin poder atravesarlos traté de seguir longitudinalmente la calle para buscar un hueco por donde cruzar. Entre miles de personas me topé, por sorpresa, con Elisabeth, la activista que habíamos conocido en el caracol zapatista de Garrucha unas semanas antes. Cámara en mano tomaba fotos de la manifestación, según me contó para una revista política. No nos dio tiempo ni a hablar de lo que habíamos pasado últimamente, porque en ese momento, de entre la marabunta surgió un grupo de anarquistas que comenzaron a golpear los escaparates y a romper vidrios y farolas con violencia asombrosa. La gente más próxima echó a correr, y Elisabeth y yo nos escapamos como pudimos de los palos, perdiéndonos de vista. Con el curioso y fugaz encuentro llegué a la pensión más tarde que Susana, y con el corazón latiendo desbocado por el susto.
Enseguida me tranquilicé y volvimos a la plaza, aunque yo no dejé de estar en guardia en toda la noche, y a cada conato de violencia en cualquiera de las salidas del Zócalo, donde los grupos más exaltados desafiaban a la policía, salimos corriendo en dirección opuesta. Al final nada grave sucedió, pese a que las porras volaron y numerosos manifestantes fueron detenidos; pero si no hubiese sido por el empeño un tanto inconsciente de Susana por quedarse, yo hubiese tenido más que suficiente con la huída del grupo anarquista. La plaza no llegó a llenarse, a pesar de la multitud de grupos que convocaban. Y en el ambiente se notaba una cierta desilusión, una desidia por tantos años de lucha y tantas voces barridas por el viento. Cuarenta años después, ni si quiera se conocía la cifra exacta de muertos en Tlatelolco.
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