24/10/08

Sábado 11 de Octubre de 2008







Después del desayuno caminamos hasta el convento de San Francisco, al final de las calles monumentales del centro. Se trataba de la típica estampa de ruinas de arcos y bóvedas ocupadas por enredaderas, árboles y nopales inundando de Naturaleza los viejos claustros y los ábsides. Recientemente convertido en un museo visitable, estaba ligeramente cuidado y ajardinado, aunque ni una piedra había sido movida de su lugar. En una de las salas en pie se conservaban varios edictos firmados por Felipe II por los que se le daba a Zacatecas el título de Ciudad, después distinciones honoríficas, e incluso un escudo de armas.







Siguiendo calles arriba la monumentalidad desaparecía, y encontramos una ciudad más sucia y descuidada, que sin embargo conservaba el encanto de la decadencia, de pueblo en el que se camina despacio y el cubo de fregar se vacía en el pavimento de la calle. En una de las casonas nos encontramos con una exposición de fotografía: eran instantáneas de los meses en que la ciudad de Oaxaca se había rebelado contra el Estado central, dos años atrás. Todo había empezado con unas reivindicaciones de los maestros y los estudiantes, a las que poco a poco se había sumado la mayoría de la población. Durante unos meses tomaron la ciudad, expulsaron a las autoridades y a la policía, y se declararon autónomos. El control y la justicia eran ejercidos popularmente: los ladrones eran atados en lugares públicos con un cartel visible de “Rata”, explicando los motivos para el escarmiento. Una fotografía mostraba un violador que había sido apaleado y, sin peligro de su vida, sufría sus heridas atado a una farola con un cartel que lo explicaba. Numerosas fotografías de asambleas populares eran sucedidas por la llegada final del ejército, que a sangre y fuego acabó con la rebelión. Terribles fotografías de sicarios del narcotráfico pagados por el Estado para disparar contra los manifestantes helaban el corazón. Nadie supo decirnos el número de muertos en que terminó aquella rabieta popular, tras la cual todo volvió al mismo punto del que se había partido. Nos acordamos de los maestros que acampaban en Cuernavaca, muchos de ellos provenientes de Oaxaca; así había empezado todo en aquella ciudad, quién sabe en qué acabaría todo.







Por la tarde tomamos el teleférico al cerro de la Bufa. Una envidiable vista de la ciudad era superada por el horizonte del desierto, que se escapaba hacia unas desvaídas brumas que bien podrían haber sido un mar, si éste no se encontrara a cientos de kilómetros más al este.







Después de disfrutar del paseo de regreso a la ciudad, y más tarde de las callejoneadas de estudiantes, acabamos probando la noche en un antro de barrio. Algún mariachi despistado y algo alcohólico tomaba tequila, y el resto de rudos hombretones miraban el boxeo en la televisión. El camarero, sorprendido de nuestra presencia, trató de ser amable, y para hacernos sentir como en casa nos puso canciones de Sabina, en una luz sucia que levantaba polvaredas añejas de las roñosas estanterías repletas de mil marcas de tequila.
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