6/10/08

Viernes 26 de septiembre de 2008








Nos quedaba por visitar un barrio interesante de la ciudad, el barrio de las Artes. Desde mediados del siglo XX éste había sido el lugar de encuentro y creación de los artistas de Puebla, y mezclados con su colorista arquitectura colonial aparecían multitud de talleres y tiendas de artesanías, óleos, y esculturas, y bares y cafeterías con un cierto aire intelectual. También allí se podían encontrar muchas casas de empeño, un claro indicador de épocas de crisis, de malos tiempos y carencias. Si habían casi desaparecido de la España que salió a flote después de la Transición, aquí eran parte integrante del paisaje urbano, y la frenética actividad de sus ventanillas atestiguaba el estado de la economía civil. ¿Volveríamos a verlas muy pronto en España?














Después de comer hicimos el equipaje y tomamos un colectivo a la estación de autobuses; próxima parada, Cuernavaca, la ciudad de la eterna primavera, el lugar de desahogo y fin de semana de las clases pudientes de la ya cercana capital del país. Cuando llegamos ya se estaba ocultando el sol; pero desde la estación de Cuernavaca hasta el centro teníamos que tomar otro autobús; los maestros, en huelga desde hacía meses, habían tomado la plaza del Zócalo, y aquella tarde además habían cortado varias arterias importantes de la ciudad, por lo que el ya habitualmente caótico viernes por la tarde se paralizó en un atasco monumental. El conductor del autobús trató de tomar atajos por los barrios periféricos, y poco a poco se fue adentrando en lugares de un aspecto un poco más sórdido mientras la noche se hacía sobre la ciudad. Yo trataba de mostrar calma para no asustar a Susana, pero por dentro estaba hecho un manojo de nervios. No era ni la hora ni el lugar adecuado para estar metidos en un atasco con todas nuestras cosas encima. Afortunadamente no sucedió nada, y tras más de hora y media parados o avanzando despacio entre vericuetos humildes de los arrabales, conseguimos llegar al Zócalo. Las únicas víctimas habían sido mis uñas, que había devorado por el estado de ansiedad que me produjo la situación. Después de todo el susto, parecía una ciudad de lo más tranquila. La plaza estaba cubierta de lonas y tiendas de campaña donde los maestros continuaban su ya larga huelga, algunos de hambre. Y entre ellos paseaba la gente por puestos de comida callejeros, o se paraba a escuchar la música de los grupos de percusión y capoeira que animaban la noche. Siendo lugar de vacaciones de la clase media mexicana, se podía haber esperado un atractivo arquitectónico colonial y cuidado; pero al contrario, al más puro estilo de las ciudades españolas, se alternaban viejas casonas con solera y nuevos bloques infames de hormigón y vidrio que arruinaban el conjunto. Allí habían descansado los nobles aztecas, y más tarde Hernán Cortés, que se hizo construir su palacio entre los nobles indígenas.
Con tanta gente paseando era seguro recorrer las callejas del centro en busca de posada. No lo hubiese hecho en ninguna otra ciudad a esas horas; pero Cuernavaca parecía tan segura como una capital de provincia española. En seguida vimos que todo era sensiblemente más caro de lo que acostumbrábamos, así que no tuvimos más remedio que elegir una posada en una calle dedicada a la prostitución, el único lugar con precios a nuestro alcance… al menos la habitación estaba decente.
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