19/10/08

Martes 7 de Octubre de 2008






Después de una relajada mañana llegó el momento de empaquetar y decir adiós por el momento a la ciudad de México. En la estación de autobuses del Norte tomamos el transporte a Querétaro, una ciudad que no parecía tener demasiados puntos de interés, y que pasaríamos sin ver para continuar en otro autobús hasta San Miguel de Allende. Su centro colonial sí que era interesante, y situado en la empinada ladera de un cerro, ofrecía una estructura más aleatoria y llena de rincones con encanto. Su pasado minero y platero la habían enriquecido y llenado de palacios e iglesias barrocas, y con el turismo vivía una nueva edad dorada.













Después de alojamos salimos a pasear. Sus bellísimas casonas coloniales acogían un turismo exclusivamente norteamericano, y ya entrado en años, lo cual la hacía demasiado cara para nosotros. Durante muchos años había recibido este tipo de visitantes, y poco a poco se habían instalado definitivamente, controlando la mayor parte de sus negocios hosteleros. La ventaja era que su centro estaba esmeradamente cuidado, rico en detalles y buen gusto, como sus numerosas fuentes decoradas con cerámicas de Talavera. La pega era su precio excesivo para el mochilero, y que los únicos jóvenes en la ciudad éramos nosotros.








Por sus angostas y empinadas calles adoquinadas aparecían cafeterías y restaurantes en patios ajardinados, deliciosamente ambientados por velas y antorchas para clientes adinerados y refinados, en una atmósfera relajada de enredaderas trepando por rejas de forja. Demasiado inactiva para nosotros, demasiado aburrida.






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