6/10/08

Jueves 25 de septiembre de 2008








Si algo bueno tenía para nosotros haber pasado de las zonas eminentemente indígenas a un lugar tan criollo como Puebla, era que a cualquier hora se podía disfrutar de una cafetería con encanto, y tomar un expreso bien cremoso mientras se hojeaba el periódico. Claro, que para desayunar, eran ganas de amargarse; la sección internacional y financiera relataba en tiempo real la hecatombe en la que nos adentrábamos como marcados por un sino inalterable. Ya en abril, cuando viajaba a lomos de una bicicleta por Asia, tenía la sensación de que este viaje era el último que podría hacer en un mundo que en poco tiempo no recordaría si quiera a sí mismo. Por eso, sobre todo, estaba aprovechando este año como si fuera la fiesta final del Titanic antes de sumergirse para siempre.

Y las noticias locales no eran más tranquilizadoras, siempre al estilo de “Aparecen 20 ejecutados en Tijuana”. Las conversaciones de cafetería, las de las abuelitas esperando la vez en la tienda del pan, o las que se podían escuchar en cualquier esquina, a menudo versaban sobre pistoleros, ajustes de cuentas, o algún sicario que había sido encontrado en pedacitos después de haber sufrido una tortura inhumana… México, como gran parte de este lado del mundo, era un país de origen apasionado que solía llevar las pasiones demasiado lejos. Y la creciente violencia, la guerra entre bandas rivales de narcos que estaba sembrando el país de cadáveres mutilados al más puro estilo azteca, y la estrategia del miedo que, como en el resto del mundo, estaba usando la derecha para ganar elecciones y reducir los derechos civiles al mínimo, habían conseguido sumergir al común de la gente en una psicosis colectiva, en un terror findelmundista que se respiraba en cualquier rincón de sus ciudades. La gente estaba acostumbrada a ver armas de asalto en la calle; los guardas jurados, los escoltas de algún cargamento valioso, o los mismos policías, se paseaban tranquilamente a cualquier hora del día o de la noche con sus fusiles de repetición y sus chalecos antibalas, entre las familias con niños y las ancianas bolso en mano. Y nadie más que nosotros parecía asombrarse; si algo he aprendido en tantos viajes, es que la capacidad del ser humano de adaptarse a cualquier cosa, por extrema que sea, es infinita… Así que ojo, tal vez hay que ir poniendo las propias barbas a remojar.

Como los volcanes seguían encapotados, nos decidimos por una visita corta a Amozoc, un pueblito en el que la guía situaba una casa de Hernán Cortés y el rollo, el lugar donde los rebeldes indígenas eran torturados o ajusticiados en los principios de la conquista. Mientras esperábamos el autobús pasó por encima de nosotros un helicóptero con dos Rambos armados con fusiles de asalto, chalecos y cascos de guerra, colgados de los patines, y listos para abrir fuego al sobrevolar los barrios marginales en los que se adentraban y que oteaban como a la caza. Más de lo mismo, y nadie parecía alterarse.









La guía estaba equivocada, no era Amozoc donde se encontraba el rollo, sino Tenejapa, unos kilómetros después; así que continuamos hasta este pueblo, que no tenía mucho más que estas dos atracciones que ofrecer al visitante. El rollo no era la típica picota con forma de columna y horca, sino todo un imponente torreón decorado con esculturas de hechura prehispánica y demoníaca apariencia. De las paredes colgaban los grilletes a los que eran atados los reos para el castigo. La plaza en que se enclavaba le daba un curioso contraste, lleno de una bulliciosa actividad que se desarrollaba bajo sus árboles frondosos. De la casa de Hernán Cortés no quedaba mucho, y estando en manos privadas no se podía ni visitar, así que nos conformamos con el rollo y un agradable paseo.








De vuelta a Puebla decidimos ver una película de época, desarrollada en la misma ciudad de Puebla a comienzos del tumultuoso siglo XX; un buen retrato de los comienzos de la cultura mestiza mexicana actual, en la que la violencia política era el pan de cada día, y en el que diferentes grupos de intereses de las élites pugnaban entre sí por perpetuarse en el poder y la riqueza a costa de cualquier cosa, asesinando y torturando sin miramientos.
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